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Desde el viernes 14, Roma, de Alfonso Cuarón, distinguida con el León de Oro en el último Festival de Cine de Venecia, está disponible en Netflix, la plataforma que ha cambiado el modo de ver películas y ahora también las financia. Si está en Netflix, no te movés de tu casa, podría ser el eslogan (o el secreto del éxito). Pero ese viernes coincidió con la apertura —técnicamente ocurrió un día antes— de las tres flamantes salas de Cinemateca en la nueva sede de la CAF-Banco de Desarrollo de América Latina, emplazadas donde antes estaba el viejo Mercado Central, en las calles Reconquista y Bartolomé Mitre, una zona ventosa y en invierno muy bergmaniana. Roma, por unos días, también podrá verse en un cine.
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Durante años, las salas de Cinemateca se fueron deteriorando, y ese deterioro alcanzó el medio en que se exhibían las películas, que no era ni por asomo el mínimamente adecuado. Las butacas eran incómodas, la proyección era oscura y el sonido era sucio. Cualquier realizador celoso de su creación hubiese dicho: Eso no es lo que filmé. Así como las pinturas de los museos deben estar conservadas y bien iluminadas, las películas también deben mantener la proporción de luz, sombra y definición sonora que quisieron imprimirle el director y los responsables en cada uno de los rubros. Si no se ve bien, no solo se daña el trabajo del fotógrafo: también se resienten el vestuario, la escenografía, el maquillaje y el trabajo de los actores.
Pero todo cambió. Hoy, la Sala 1 de Cinemateca, donde se exhibe Roma, es la mejor de todas, de todas las que hay en el país. Es un acierto haber estrenado la película de Cuarón, que tiene un impecable Cinemascope en blanco y negro y un sonido Dolby envolvente, que sale por todos lados. Además de tratarse de una obra valiosa, pone en funcionamiento todas las posibilidades expresivas que tiene el séptimo arte. En la primera secuencia vemos un piso de baldosas. Alguien lo está baldeando. Escuchamos el agua y percibimos sus formas, las pompas de jabón, el escobillón que empuja el agua, el drenaje, y de pronto, clarísimo, prístino, como lo quiso el director, el reflejo de un avión en ese piso enjabonado. Habrá más aviones en esta historia, y también un niño que dice haber sido piloto en otra vida. Serán 135 minutos de un espectáculo en el que el espectador apreciará detalles, matices de blancos, negros y grises; descubrirá que hay un primer plano, un segundo y un tercero allá a los lejos, como en las fotos de Sebastián Salgado. Es decir, niveles, espacialidad. Cuarón privilegia el movimiento colectivo en varias secuencias antológicas: la visita de la familia al campo para festejar la Navidad, que termina mal; el entrenamiento de los voluntarios parapoliciales en un descampado polvoriento; una manifestación estudiantil; la maternidad de un hospital; el latir de transeúntes, comerciantes y vendedores ambulantes un día cualquiera en las calles de la ciudad. Siempre la línea del horizonte bien alta, para dar cabida a la mayor cantidad de elementos posibles en el cuadro. Cuarón mueve parcelas de gente, como lo hacía Theo Angelopoulos.
El espectador estará dentro de la pantalla sin que nada lo desvíe de su atención, pura y exclusivamente en ese espacio donde sucede la magia. Porque además, al menos en la función del lunes 17 a las 19.30, nadie, absolutamente nadie, prendió su celular, demostrando que todavía se puede posponer —en una sala oscura, con el prójimo a tu lado— el hábito de consultar a cada rato cualquier estupidez. La gente absorbió con respeto esta historia familiar de resonancias autobiográficas, ambientada en Ciudad de México a principios de los 70, la obra más personal y también la más ambiciosa hasta el momento del cineasta mexicano.
Conocido mundialmente gracias a los siete Premios Oscar de Gravedad (incluyendo uno a la dirección), al éxito de Harry Potter y el prisionero de Azkaban y respetado desde Y tu mamá también y Niños del hombre, Cuarón elige el color de los recuerdos, el blanco y negro, para retratar una doble visión femenina: la de una madre de clase media alta con cuatro hijos que de pronto es abandonada por su marido, y la de su empleada doméstica, una indígena oaxaqueña, que además de español habla mixteca y es tan importante y querida en la familia como la propia madre.
Roma tiene varias capas. Por un lado los recuerdos más íntimos, personales, que se alojan en un día de playa o bajo una granizada en el patio de la casa familiar (reconstruida tal cual era la de Cuarón), y que cobran vida gracias a detalles meticulosos: las botellas de Coca-Cola, las comedias pedorras de Louis de Funès, el afiche del Mundial México 70, los juegos infantiles de madera y la pista con autitos eléctricos, la banda callejera que cada tanto pasa por la puerta de la casa, como el afilador; los enormes coches americanos; el hombre bala.
También tenemos el latido de dos clases sociales, esas dos mujeres con suerte distinta en el aspecto económico y no tan distinta en el afectivo, interpretadas por Yalitza Aparicio como la introvertida empleada y Marina de Tavira como la madre, con menor protagonismo que la primera pero con una energía desbordante y una complejidad mayor.
Y la nostalgia que emana de esa casa amplia pero oscura, con libros y comodidades pero también con muchos soretes de perro.
Y la presencia de un padre que apenas aparece un par de veces en la historia, pero está representado en el Ford Galaxie que entra en el garaje como una mole que se atasca, corrige su rumbo y vuelve a atascarse. Del interior solo vemos la palanca de cambios que sube y baja, el tablero de mandos con sus generosos botones color marfil y la radio sintonizada en una emisora de música clásica.
Ah… parece decir Cuarón: ¿cuándo fue que México comenzó a joderse? Los recuerdos familiares destilan felicidad, inevitable amargura y dolor, un sentido de la crueldad frecuente en los aztecas, a veces excesivo, y también humor, como el que nos regala el personaje que descuelga el caño de la cortina de la ducha para hacer su numerito de samurai.
En casa tengo una pantalla grande y Netflix. Veo muy bien. Pero nada es comparable a la verdadera experiencia cinematográfica de una sala de última generación como la de Cinemateca. Ya estoy pensando cómo se verán Andrei Rublev y Solaris y Stalker y Malpertuis y Welles y Fellini y Kurosawa.