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    Voyeurismo, soledad y olor a pollo frito

    Ella escucha con interés las preguntas y contesta en forma pausada y suave, con resabios de una timidez que arrastra desde su infancia, cuando su refugio eran los libros. Sin embargo, el mundo interior de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) no tiene nada de retraído. Todo explota en sus historias, ambientadas en mundos cotidianos con ciertas “fisuras” por donde se filtra lo extraño, lo absurdo y siempre lo inquietante.

    Sus libros de cuentos (El núcleo del disturbio, Pájaros en la boca y Siete casas vacías) fueron reconocidos con premios internacionales, entre otros, Casa de las Américas, Juan Rulfo y Narrativa Breve Ribera del Duero. Su primera novela, Distancia de rescate (2014), que será llevada al cine a comienzos de 2019 por la directora Claudia Llosa (La teta asustada), fue nominada al Man Booker 2017. Y esos son solo algunos de sus reconocimientos. Con becas de residencia de escritura llegó a varias ciudades, entre ellas a Berlín en 2012, donde aún reside. Schweblin estuvo en la Feria del Libro y en el Filba con Kentukis, su última novela, protagonizada por unos simpáticos peluches que se compran en los supermercados, aunque en realidad son dispositivos electrónicos, parecidos a los drones. Una vez que alguien adquiere un kentuki queda conectado para siempre con una persona que está detrás de una cámara en alguna ciudad del mundo y que se mete en su casa. Entonces las vidas de quien es kentuki y de quien tiene un kentuki ya no son las mismas. Vouyerismo, soledad, deseos insatisfechos, pederastia y violencia: la novela trata los temas preferidos de Schweblin, solo que ahora a través de la tecnología.

    De su trayectoria y de su última novela, la escritora de apellido alsaciano conversó con Búsqueda.

    ¿Por qué te quedaste en Berlín?

    —Me invitaron a una residencia de escritores por un año y después me quedé por mi cuenta. Me sentí muy cómoda en la gran burbuja de gente hispanohablante que vive en Berlín. Después el Instituto Cervantes de Berlín me invitó a dar talleres literarios y enseguida encontré una entrada económica. Rápidamente empezaron a pasar muchas cosas. Entonces, decidí quedarme. Berlín es una ciudad muy abierta, desde todos los significados que puede tener esa palabra asociada a una ciudad. Es amplia en su arquitectura, luminosa —bueno, en invierno no tanto—, muy espaciosa y muy verde, con canales de agua por todos lados. Pero la respuesta más sincera es que en cuanto empecé a vivir en Berlín me di cuenta de que juntar plata y comprar mi tiempo libre para escribir, que es algo que los escritores tenemos que hacer, me salía muchísimo más barato que en Argentina. La vida en Berlín es mucho más económica. Esto parece una tontería, pero para mí fue muy importante. Estos cinco años que estuve escribiendo allá fueron los más productivos, me hizo la diferencia. Logro trabajar dos días a la semana y los otros cinco son de escritura.

    ¿Cómo te llevás con el alemán?

    —Llegué a Berlín sin hablar una sola palabra en alemán y nunca lo estudié. El alemán lo aprendés estudiando, si no, vivís en otra lengua. En Berlín todo el mundo habla inglés perfectamente, la verdad es que no necesito el alemán, igual lo voy aprendiendo y lo uso para las compras o trámites, pero no podría mantener una conversación y menos que menos leer. En Berlín se hablan todas las lenguas al mismo tiempo. Estoy en un barrio donde viven los artistas y muchos extranjeros, y me siento ciudadana de ese pequeño mundo en el que la sensación de pertenencia es no pertenecer. Es bien extraño, vas a cualquier reunión o fiesta y escuchás hablar a franceses, mexicanos, chilenos, rusos… Ese sonido empieza a convertirse en algo familiar. Hay un idioma en el que todos nos encontramos que es el inglés, pero cada uno lo habla cortado por palabras de su lengua y a nadie le da vergüenza pronunciar mal o equivocarse. El lenguaje muta todo el tiempo, a veces te incluye y, por momentos, te excluye.

    Fuiste una lectora voraz desde niña, es raro que no te hayas volcado a una carrera vinculada a las letras, sino al audiovisual…

    —Por algunos amigos sabía que la carrera de literatura era teórica, y a mí no me interesaba la teoría literaria. Lo que me interesaba era contar historias. Nunca pensé realmente en el mundo del cine, en convertirme en directora o en guionista. Mi mundo seguía siendo el literario. Aun así el cine tenía un acercamiento muy práctico al problema de cómo se cuenta una historia. Y eso tenía mucho más q ue ver con lo que yo quería hacer con la literatura que la carrera de Letras. En el cine uno está constantemente haciéndose preguntas sobre qué punto de vista usar o si la escena más importante de la historia conviene contarla o no. A veces pasás discutiendo durante horas si una escena debe durar un minuto diez o un minuto quince. Son cosas que tienen que ver con el material, con el tiempo, con los recursos.

    ¿Tus historias surgen de tu interior o de lo que ves afuera?

    —Siento las historias, mucho más de lo que las veo. Es algo que tiene que ver con mis propios ruidos en la vida cotidiana, cosas que no termino de entender o de saber cómo me tocan de forma personal y emocional. Entonces trato de repensarlas. El ejercicio literario para mí tiene que ver con eso, igual que el ejercicio de lectura. Tengo que probarme y pensarme en espacios que me son incómodos o ajenos, a los que les tengo miedo.

    Distancia de rescate, primero iba a ser un cuento. ¿Cómo se transformó en novela?

    —Fue un cuento que se desbordó porque de ninguna manera podía contarlo en 20 páginas. También hay que pensar qué tanto influye en el género las libertades y el espacio que se tiene para producir. Hasta ese momento yo solo había escrito cuento, y la escritura de mi primer texto de largo aliento coincidió con la primera vez en la que dispuse de un año entero para trabajar. De pronto tomarme todo el tiempo necesario para pensar en cómo contar la historia es lo que transformó a Distancia de rescate. Hice 14 borradores con cambios en el punto de vista, con la forma, no con la historia en sí, que ya la tenía, sino con el modo de contar. Quería hacer un camino nuevo.

    Estás trabajando con la directora peruana Claudia Llosa para llevar esta historia al cine. Debe ser difícil adaptar el mundo interior de los personajes a lo visual…

    —Muy difícil. Pasamos durante un año con Claudia escribiendo el guion. Para mí el desafío más grande tenía que ver con la voz en off, que es esencial en esta novela, y es uno de los grandes enemigos del cine porque enseguida cansa y obliga al espectador a tomar distancia de lo que está viendo, pensar en términos más literarios. Al final pudimos rescatar esa voz, vamos a ver cómo funciona. Es una novela muy opresiva, que sucede en gran parte en la cabeza del lector y no en el propio texto. Claudia captó perfecto lo emocional de la novela y llegué a preguntarme “¿cómo no vi esto?”. La película, sin ser infiel al libro, va a traer cosas nuevas y abrió varias puertas en mi cabeza para otros proyectos literarios.

    Kentukis tiene olor a pollo frito.

    —Sí, hay bastante pollo frito (se ríe).

    Pero no le pusiste el título por Kentucky Fried Chicken. ¿De dónde surgió?

    —Salió de manera intuitiva y con naturalidad durante el primer borrador. En ese momento, mi cabeza estaba en otra cosa, tratando de entender cómo funcionaba el dispositivo, qué recursos y límites iba a tener la historia. Cuando el texto empezó a crecer hice una lista para ponerle un título más digno. Quería que el nombre sonara a popular y un poco a trucho, un poco a yanqui y también a chino. Después hice una búsqueda en Google y descubrí que Kentuki es una ciudad australiana y que también hay una ciudad ucraniana que se pronuncia igual. Encontré un plato japonés con ese nombre y también un caballo ruso que ganó varias carreras. Todo lo que quería que reflejara el dispositivo ya lo estaba diciendo Kentuki. Entonces quedó.

    ¿Pensaste primero en los peluches o en la relación de los personajes con la tecnología?

    —Primero apareció el dispositivo, incluso por fuera del espacio literario. De pronto un día pensé cómo era posible que no existiera algo así. Si existen los drones y el Skype, ¿por qué no los kentukis? En términos técnicos un kentuki es algo tan rudimentario como el cruce de un peluche con un celular. Fue después cuando pensé que podía ser un tema literario. Creo que lo que me dio el dispositivo fue algo impensado para mí: la posibilidad de hablar de las tecnologías sin meterme en el problema de lo tecnológico. Claramente Kentukis habla todo el tiempo de los temas de comunicación y sobre todo de incomunicación que tenemos hoy a pesar de estar todo el tiempo conectados. Pero en toda la novela no hay un solo término tecnológico. Cuando la terminé me di cuenta de que a diferencia de la naturalidad con la que vemos la tecnología en nuestra vida diaria, cuando se traslada a la literatura se empieza a etiquetar a la novela como de ciencia ficción. Me pregunto con muchísima curiosidad si las tecnologías están avanzando de forma tan acelerada que las naturalizamos, pero todavía no las podemos pensar. Entonces nos producen extrañeza cuando aparecen en el espacio en el que pensamos, que es el de la literatura. En el día a día las cosas pasan muy rápido y como sociedad no nos da tiempo a ponerles límites sociales, morales, éticos, legales.

    Te habrán dicho que tu novela es muy Black Mirror. ¿Viste la serie?

    —Sí, la vi y me gusta mucho. Es uno de esos ejemplos en los que la ficción hace pensar en los límites de la tecnología. Pero no es exactamente lo mismo en mi novela porque Black Mirror trabaja con el futuro inmediato, sin embargo Kentukis muestra lo que pasa en este momento. Me sucedió algo curioso a través de las redes. Una persona me preguntó si los kentukis se podían comprar en algún lugar. Es gracioso, pero también es lógico porque el dispositivo no plantea nada nuevo. Hace unos días alguien escribió que acabo de dar una gran idea al mercado para que alguien gane mucho dinero.

    Uno de los personajes, Alina, está en una residencia creativa en Oaxaca con su marido. Hay una mirada irónica hacia ese tipo de lugares…

    —Viví en esa residencia durante tres meses, y en esa habitación que describo en la novela. Era una situación distinta porque la compartía con una artista plástica española. La residencia existe, y es un espacio hermoso y ridículo a la vez. La cima de la montaña está coronada por una cantidad de artistas que piensan todo el día en sus proyectos insólitos, y abajo está la comunidad de gente autóctona y humilde que los llama “los maestros”. Tienen como una adoración inaudita porque no creo que ninguno entienda ni le interese sinceramente lo que hacen los artistas.

    La historia de Alina no es central, pero gravita mucho en la novela. ¿Por qué?

    —Es el personaje que elige no relacionarse con el kentuki, como hacen todos los demás. Lo que hace es pensarlo. Piensa el dispositivo desde todas sus posibilidades, incluso desde sus espacios de desastre y más apocalípticos. El personaje toma distancia y quizás por esa distancia es que el lector puede conectarse a nivel emocional. De todos los personajes, si tuviera que ubicarme al lado de uno, sería de Alina. Si tuviera un kentuki haría todo lo que ella le hace y un montón de otras cosas que preferí no poner.

    Es un personaje malvado.

    —Alina es curiosa. El tuyo es un juicio de valor (se ríe).

    ¿Te gusta correr como a ella?

    —Sí, ahora hace un año que no lo hago porque tuve un problema con la rodilla. Cuando uno corre, piensa diferente, no mejor ni peor, diferente, con otra velocidad. No sé qué pasa con la cabeza que se desconecta del cuerpo y vuela. Es casi como si fuera una meditación. Me pasa que cuando estoy trabada en algo me voy a correr. Quizás lo que sucede es que cuando uno escribe tiene que hacer la traducción de la imagen emocional y abstracta a lo concreto, a las palabras. Y ese ejercicio distrae. Cuando corro, corto con una especie de vicio que tengo de querer anotarlo todo, y mi cabeza se libera. Digamos que corro más por todo lo que pasa con la cabeza que con el cuerpo.

    Esta es una novela global, que ocurre en varias ciudades. ¿Cuánto tiene de tu vida itinerante?

    —Gran parte de las veinte y pico de ciudades que aparecen en la historia las conocí. No las más aisladas, como la de Sierra Leona, donde ocurre lo del campo de refugiados, o la historia de Surumu, en Brasil, donde están todas las cabras. Esa ciudad existe, la podés ver en Google Earth y moverte por ese pueblo que está totalmente abandonado y tomado por la selva e invadido por cabras. Siempre van en grupo, entonces podés ver cuatro o cinco cabras durmiendo en la cancha de tenis u otro grupo en la mesa de un restaurante. Lo más inquietante que vi, y que incluí en el relato, fue una moto roja, impecable, parada en el medio de la calle. Entonces pensé: “Esta moto acaba de parar. Hay alguien acá”.

    ¿Viajás a menudo a Argentina? ¿Cómo ves la situación?

    —Viajo todos los años a visitar a mi familia. Me sigo sintiendo argentina todos los días y Buenos Aires sigue siendo el lugar desde el que pienso. La situación la veo muy oscura, muy confusa en los medios y en su manera de comunicarse. Me preocupa mucho y me angustia. Sigo por Twitter a personas que considero lectoras muy inteligentes de la realidad argentina, y eso me mantiene mucho más informada que si leyera los diarios, algo que ya no hago, más allá de alguna nota concreta. En Argentina tenemos la costumbre de hacer política en el cafecito, en el bar con amigos, en la casa el domingo. En esas discusiones apasionadas uno termina de entender los recovecos de la política. De todo eso sí me siento muy aislada, entonces, leer algunas cosas de la actualidad argentina me cuesta.

    ¿Te gustaría que adaptaran Kentukis al cine?

    —Ya me lo están proponiendo, pero hay que darle tiempo al libro. El cine condiciona mucho la lectura, es como cortarle las alitas al libro.

    —Como Alina se las corta al kentuki cuervo.

    —Sí, como Alina (se ríe).