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    Martín Pittaluga: "Admiro a los cocineros, aunque es un oficio peligroso, te quemás en todos los sentidos de la vida"

    Cuatro referentes que apuesten por el este: Martín Pittaluga

    Redactora de Galería

    Con medio siglo de experiencia en gastronomía, Martín Pittaluga ha forjado una trayectoria ininterrumpida en el mundo de la comida y el servicio, un camino que comenzó a los 16 años y que nunca lo alejó de su pasión. Vivió en distintos países, experimentó diversas culturas y encontró en el pueblo de José Ignacio la inspiración para uno de sus proyectos más emblemáticos, si no el más, el Parador La Huella. Su habilidad y su gusto para abrir restaurantes resultó en una prolífica carrera como empresario gastronómico. Asegura que lo más importante en cada uno de sus proyectos es crear una atmósfera única que se convierta en alma del lugar.

    ¿Eligió la gastronomía?
    La vida me llevó. Este año cumplo 50 años en la gastronomía, contando desde mi primer trabajo, un verano a los 16 años. A los 19 empecé a trabajar seriamente en gastronomía, porque era donde podía encontrar empleo en París, siendo turista ilegal. Reemplacé a un lavaplatos que se iba de vacaciones en un salón de té en la plaza Saint-Sulpice, La Rive Gauche. Empecé en la bacha y luego pasé a hacer ensaladas. En Uruguay, mi primer trabajo formal fue en el restaurante Zorba, el Griego, un proyecto de mi hermano en el Hotel San Marcos, en Punta del Este. Tenía 17 años. Era un ambiente divertido, pero agotador: de noche era mozo en el restaurante y me levantaba tempranísimo para servir los desayunos en el hotel. Siempre lo utilicé en los currículums, esos que hacés para que parezca que tenés más experiencia. Miro los currículums con mucha distancia porque fui un experto en redactarlos, con un amigo uruguayo que me ayudaba a adaptarlos según el trabajo. Puse que había trabajado en un restaurante familiar, que eso en Europa te da mucha chapa. En realidad trabajaba mi familia, hermanos y primos, pero no era de tradición familiar. En Francia hay mucha tradición de transmitir el negocio de padres a hijos.

    ¿Qué aprendió en Francia?
    Que no importa el trabajo que hagas y el tiempo que lo hagas, lo tenés que hacer bien. Esa seriedad la aprendí en Francia. El dueño de uno de los restaurantes en los que trabajé me enseñó cómo trabajar en un salón, la importancia de un buen menú y, sobre todo, de crear una atmósfera, que para mí es lo más importante. Los franceses son buenos, aunque no me gusta trabajar con ellos porque son autoritarios y tienen una técnica muy violenta, de enseñar a los golpes, que no deja de ser una buena escuela.

    ¿Cómo era el vínculo con la gastronomía en su hogar?
    Nací en Madrid, en la España del franquismo, todavía en crisis, y vivimos allí muchos años. Mi madre siempre dio valor a la comida, sin ser sofisticada, era simple, buena y rápida. Los productos eran naturales, el aceite venía del pueblo, todo tenía un sabor auténtico. Gregoria, la cocinera, me daba de comer, me llevaba a su pueblo en Extremadura. Muchas cosas que hago hoy vienen de ella, como el gazpacho de La Huella, que es su receta.

    Como hijo de diplomático, ¿estaba acostumbrado a las recepciones?
    Recibir, comer bien y mostrar tradiciones eran parte de la vida diaria. La mesa era central. Cuando vivimos épocas duras, o menos fastuosas, porque a mi padre lo habían echado del trabajo y mi madre no tenía, empecé a trabajar durante el verano, trabajé en el mercado de verduras, repartiendo carne.

    ¿Por qué las personas eligen un restaurante?
    Porque disfrutan la comida. Algunos son gourmets, les gusta experimentar, pero no soy de esos. Me aburren los menús por pasos. Tampoco voy a un lugar porque tenga premios o estrellas. No los desprecio, simplemente no es lo mío. Prefiero lugares que pueda descubrir. Me gustan mucho las cantinas. Buenos Aires es un lugar donde circulo y experimento bastante.

    ¿Montevideo ha crecido?
    Muchísimo. Viví en Montevideo esporádicamente y te puedo decir que el café era una de las cosas más horribles que había. Ahora hay lugares buenísimos, aunque todavía encontrás algún lugar donde el sándwich caliente es espectacular y el café es intomable. En Argentina tienen una herencia cultural que acá no se dio igual. Los restaurantes españoles, gallegos, italianos mantienen su estilo, y el café es parte de esa tradición porteña europea. Uruguay, en los años 70, con la dictadura, se oscureció en muchos aspectos. Los bares y la gastronomía dejaron de crecer. Pero en los años 80 y 90 empezaron a aparecer cosas nuevas. Hoy Montevideo está buenísimo, tiene lugares increíbles. Cuando amigos argentinos me piden recomendaciones, la lista es larga. Lugares como Escaramuza, Demorandanga, Culto.

    ¿Y Punta del Este?
    Punta del Este tuvo lugares fantásticos en los años 50 y 60. Emblemas como El Mejillón y La Fragata, de calidad y tradición, había un nivel que cayó. Quedaron el Bungalow Suizo, Yacht Club y alguno más. Nosotros llegamos con Bleu Blanc Rouge en 1983. Trajimos a Laurent Lainé, un amigo francés con quien había trabajado en el Orient Express, el tren de las novelas de Agatha Christie, que había sido comprado y restaurado por un multimillonario. Laurent tenía una formación clásica de la tradición francesa. A los 15 años lo metieron en una cocina a pelar papas y así fue creciendo.

    ¿Qué hacía usted en el tren?
    Era steward. Ahí nos hicimos amigos, yo le cambiaba cosas que me daban en los vagones por comida. Cuando decidimos abrir un restaurante en el verano del año 83 lo busqué, ya que había perdido contacto. Fui a la oficina de personal, me dieron un teléfono que no andaba, fui a un trabajo en el que me dijeron que ya se había ido, hasta que al final lo encontré. “Te acordás que me dijiste que querías venir a Uruguay, bueno, ¿querés venir?”. Dijo que sí y fue nuestro socio durante 10 años. Es un gran cocinero.

    ¿Ese fue su primer restaurante?
    Sí, en Punta del Este, después lo abrimos en Buenos Aires y, por supuesto, nos fundimos. Cerramos en el año 92 y en el 93 me fui a José Ignacio.

    ¿Fue un visionario?
    La familia Artagaveytia fue la visionaria. Yo fui detrás de mi amigo Guzmán Artagaveytia, que había vuelto de Europa y se instaló en José Ignacio.Olga y Horacio Artagaveytia, los padres de Guzmán, tenían la Posada del Mar, un lugar increíble con caballos árabes, frente a la playa. Abrieron en el año 78, contrataron a Francis Mallmann, que les hizo gastar una fortuna en cubiertos Christofle, campanas y cosas absurdas, pero el lugar duró unos años. Me instalé y abrí la estación de servicio con mi hermano, luego el restaurante El Galpón, más tarde, Bajo el Alma en el año 99, que duró siete temporadas.

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    Martín Pittaluga

    Martín Pittaluga

    ¿Cómo nace la idea de La Huella?
    Somos tres socios, Guzmán, Gustavo Barbero, el dueño de Manzanar y Río en Montevideo, que es la cabeza lógica, y yo. Quisimos hacer un parador de playa como los de los años 50, que nuestros padres y abuelos conocieron, con platos simples y buen producto. Nada de plásticos, ni radios con música FM, ni banderas, como era común en los años 90 y 2000. La idea era usar madera, que fuera simple, como antes, pero con buen clima. Música nuestra, comida de parador y buen producto. Con el tiempo, sumamos sushi, pizza y platos más elaborados, pero sin dejar de ser un parador para todo público. Nunca pensamos que iba a tener tanto éxito. Ya el primer año fue un boom. Alejandro Morales, que es el de Escaramuza, era el jefe de cocina.

    ¿Lo definiría como un lugar exclusivo?
    Si hablamos de precios, seguro que lo es, sería un snob si dijera lo contrario. Pero noto que los uruguayos cada vez gastan más. Antes, los uruguayos con plata gastaban en Europa, no en Uruguay. Nuestra generación ya no es así, aunque nuestros padres sí lo eran. En aquella época, en lugares más sofisticados como el Bleu Blanc Rouge, te decían: “No quiero nada complicado, dame algo simple“. Estaban acostumbrados a lugares como el Bungalow Suizo.

    ¿A qué atribuye el éxito?
    Era el lugar ideal, en una playa que no estaba de moda de ese lado. En esa época, la Mansa estaba de moda, no la Brava, que era más hostil, con viento, frecuentada por locales. Nosotros, sin decir que fue solo por nosotros, ayudamos a que la Brava se volviera un lugar. Antes de La Huella, alquilé un parador llamado Captain Hook que manejaba una familia. De noche cambiábamos decoración, mesas, menú, todo, y lo convertíamos en otro restaurante: El Galpón. Con música, una ambientación increíble. Fue una época muy divertida. Fue el primer gran boom de José Ignacio, por 1994. Después hubo otro en los años 2000 y el que está sucediendo ahora, con otro estilo de gente, otros propietarios.

    ¿Cómo era José Ignacio cuando usted llegó?
    Todavía había algo de pueblo, había fernandinos. Ahora ya no, están todos en La Juanita. José Ignacio pasó a ser un lugar caro. Pero así es la vida de muchos lugares. Participamos mucho en la comunidad y peleamos con los que consideran que modernizar el lugar es mejorar la calidad. Que poner pavimento, cemento, luz, iluminación es parte de algo bueno y no ven lo que está pasando en el resto del mundo, donde la tendencia es todo lo contrario. En Montauk en Los Hamptons, donde tenemos un Mostrador, si querés cambiar una ventana del lugar o pintar, es imposible de lo controlado que es. Se ve mucho en Estados Unidos en lugares de veraneo, los locales tienen mucha fuerza, le dan mucha importancia al tercer nivel de gobierno. La comunidad es lo que hace la diferencia, no la ruta, el pavimento. Pero hay que escuchar a la comunidad, algo que en Uruguay aún no está pasando. En España, tiran abajo edificios que fueron autorizados en los años 60 y 70 durante el crecimiento del turismo español, en el que permitieron cualquier cosa. Uruguay no fue destruido como Cancún, México, Costa Rica y muchos lugares del Caribe porque estamos lejos, tenemos un clima hostil y no hubo interés, si no, hubiera pasado acá.

    ¿Qué ha cambiado en la zona en pos del turismo?
    Un ejemplo es el puente. Nos opusimos, y no por cuestiones políticas, sino porque pensamos, y todavía creemos, que la balsa tenía encanto. En muchos lugares de Estados Unidos y en los fiordos escandinavos cruzar en balsa es normal. Mantenerlo hubiera enlentecido el cambio. En los años 90 venir de Punta del Este a José Ignacio tomaba casi una hora, era fascinante. Ahora la laguna crece mal, dos años con ese pasto. ¿Es por el puente? No soy técnico para asegurarlo, pero antes no pasaba. Cambio climático, puente, intervenciones humanas…, todo acelera.

    Por otro lado, entiendo la importancia del turismo. Uruguay necesita políticas de Estado serias en este ámbito, como las que tienen Francia, España, Italia o Grecia, donde se hacen acuerdos para mejorar la calidad de los restaurantes, controlar precios de los hoteles y cantidad de otras cosas. Acá el presupuesto de turismo es absurdo. La calidad y el precio de muchos lugares, especialmente en Punta del Este, están muy por debajo de lo esperado. Y eso no es buena publicidad para nadie.

    ¿Parte de estas buenas prácticas es usar productos locales?
    Estamos aprendiendo, no creas que lo inventamos. En Maldonado, hay acuerdos para trabajar con productos locales. Tenemos productos naturales buenos, no son orgánicos 100%, pero son buenos. Trabajar con productos locales es lo mejor. Nosotros apoyamos mucho al criadero de almejas que está en Rocha; tenían problemas y los fuimos a apoyar. Hay una buena relación entre los gastronómicos. Hay lugares mejores que La Huella y no lo digo por falsa humildad sino porque lo pienso. No solo por lo que cocinan sino por lo que proponen. En José Ignacio tenés a Marísmo, La Oleada, La Juana, Solera.

    ¿Qué pide hoy la comunidad de José Ignacio?
    Pedimos que nos dejen actuar y que escuchen nuestra voz, la rica y la pobre, la argentina y la uruguaya. Cuando hablo de comunidad no hablo solo de José Ignacio, también de La Juanita, Arenas, hasta el puente Garzón. De puente a puente, eso es una comunidad. Tenemos que administrar y trabajar mucho más planificados en las urbanizaciones. Hay un boom, entonces no se respeta la altura, no se respeta la ordenanza.

    ¿El desarrollo inmobiliario va en contra de la imagen de Uruguay Natural?
    Claro. Uso la frase hecha: “Es pan para hoy, hambre para mañana“. Si destruís lugares como José Ignacio o La Barra, destruís el futuro del lugar. La construcción es un gran motor, pero hay que elegir los lugares y ordenar. En Brasil, no hay casi nada planificado. En Oaxaca, México, no aprendieron la lección, a Puerto Escondido lo destrozaron. En Europa cobran para entrar a Venecia para tratar de controlar el turismo. Uruguay es un destino fabuloso, está cada vez más de moda, pero no es masivo. Cabo Polonio es un lugar bastante conservado, y tuvo su lucha también para tirar abajo casas, fue muy discutible. Las casas hechas en terrenos fiscales a mí me gusta que se destruyan; es agresivo, es jodido, pero me parece bien, salvo que seas un verdadero pescador artesanal, como hay unos 15 en la laguna Garzón.

    ¿Qué desafíos enfrenta La Huella?
    El desafío de un restaurante exitoso que está abierto todo el año es mantener la calidad y la atmósfera. La gente viene al restaurante primero porque es un destino, después porque la calidad y el precio están bien y por la atmósfera. Nosotros nos matamos, todavía hoy después de 23 años, para que pasen un buen momento. Es un lugar familiar, es lo bueno que tiene. Te comés una pizza con una Coca y pagás 10 dólares, después, si comés sushi, vale más caro.

    ¿Les cuesta conseguir personal?
    A esta altura, no. Nos llegan currículums de todo Uruguay. En octubre, noviembre y diciembre estamos en etapa de pasantías para la temporada. Nos gusta contratar gente sin mucha experiencia porque se adaptan mejor a nuestro sistema. Hemos formado mucha gente; somos una escuela en cierto punto, estamos orgullosos del estilo de formación que tenemos. Exigimos compromiso, seriedad, garra, actitud. El ritmo es intenso, no es fácil, probamos y vemos quién se adapta. Si te distraés, andá a otra parte, porque tenemos que tener el nivel que la gente exige.

    ¿El turista es exigente?
    Sí, muy exigente. Especialmente los norteamericanos. Cuando llegan a La Huella, no entienden cómo los hacemos esperar 20 minutos, a veces más. Nos dicen: “Tengo una reserva, ¿por qué debo esperar?“. Para nosotros, esa tolerancia es común. Es algo que el uruguayo entiende, es parte de nuestra cultura, y en Argentina pasa lo mismo. En verano, todo se vuelve más relajado, pero eso lo entienden después. Algunos se enojan, no les gusta y no vuelven.

    ¿Uruguay tiene una gastronomía propia?
    No tenemos una gastronomía autóctona como otros países. En Perú o Bolivia, por ejemplo, la identidad gastronómica es clara, el norte de Argentina tiene algo y Brasil también. Nosotros somos una mezcla de influencias: italiana, española, gallega, judía, armenia y más. Esa diversidad, junto con lo nuevo que surge, es lo que nos define.Mi socio, Guzmán, dice que nos destacamos por cómo cocinamos los productos: el fuego, la carne, la leña. La sensibilidad de los uruguayos con la cocción al fuego es única, y cada vez mejora más. ¿Qué uruguayo no sabe hacer un fueguito? Yo no conozco.

    ¿Qué lugar da a los premios que ha recibido La Huella?
    Los agradezco y valoro. Pero los pongo en su lugar. No hacemos lobby ni nada parecido. Somos el mejor restaurante de Uruguay hace 15 años creo, pero es un premio de popularidad y encanto. No viene un jurado. Cuando llegamos al puesto 11 de Sudamérica, un tipo me dijo, indignado: ¿Este es el restaurante número 11? ¿Es broma?. Por suerte, no pasa seguido. Nos sentimos cómodos en el medio de la tabla, 20 o 30. Este año no fuimos el mejor de Uruguay ni entramos en los 50 mejores, y ya lo sabíamos. La cocinera, Vanessa, que empezó con nosotros a los 14 años y es una genia, vino preocupada a decírmelo, pero yo ya sabía, me habían mandado una carta para avisarme. Le dije lo mismo que toda la vida: “No nos importan los premios”. No los colgamos en la puerta. Tenemos alguna chapa en la bodega, pudorosamente escondida, eso no quiere decir que no nos vengan bien. Vamos a ver a quién se lo dan este año, ya es época que lo ganen Café Misterio, Marfetán, Gasparri, Marismo, hay muchos buenos en Uruguay. Tenemos una comunidad gastronómica que se lleva bien. Argentina, no te puedo explicar, es un mundo de celos y de locura. Ahora que está la guía Michelin se mataban por estar. Martitegui, que es un genio, ya no quiere premios porque te obligan a cambiar el concepto del restaurante. Él estaba en los escalafones más altos, nosotros nunca tuvimos que cambiar porque estábamos más abajo.

    ¿Qué opina de la guía Michelin?
    Estoy en contra. Ideológica y políticamente no me gusta, aunque es más seria que otros premios. ¿Por qué tienen que venir acá los franceses a ponernos códigos de calidad? Está en Europa y algunos países como Estados Unidos, Japón, y está empezando a salir porque es negocio.

    ¿Cuáles son sus proyectos actuales?
    Tengo algunas cosas con socios. La Huella, la cadena de restaurantes Mostrador, en Uruguay, Argentina y Buenos Aires, Atorrante Café en Montevideo, tengo un local de bagels tradicionales en Palermo, Buenos Aires, que es algo nuevo, se llama Jacobs. Yo circulo, voy a Mostrador de Montauk, en Los Hamptons, al de Nueva York, pero los que más se ocupan son Fernando Trocca y mi hijo Bambú, yo estoy más en el Mostrador de Buenos Aires. Estamos por abrir un Mostrador en Munich y nos ofrecieron abrir uno en México, en Los Cabos.

    ¿Qué es lo que más disfruta de su trabajo?
    Abrir lugares, sin duda. He abierto muchos, para otros y para mí. Empecé en serio en 1997, cuando un alemán me contrató para abrir un restaurante en Lanzarote. No conseguía cocinero, así que tuve que empezar yo con las recetas y los platos que tenía en mente, hasta que llamé a un amigo uruguayo, Philip Miles, que fue a ayudarme. Tengo vocación, me encanta lo que hago. Cada día que voy a La Huella soy feliz, como el primer día. Debería trabajar menos, pero lo disfruto. Tuve restaurantes muy exitosos en mi vida. Puedo decirte que casi todos, es un poco soberbio, pero es verdad. Pero muy pocos con los que gané para vivir, ya que te vaya bien es un logro. A los que abren restaurantes les doy este consejo: está bárbara la creatividad, lugar, música, pero tenés que buscar a alguien que sepa del negocio y cómo, por lo menos, no perder. Yo me fundí bien muchas veces. Tuve muchos fracasos, y eso es parte del proceso.

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    Martín Pittaluga

    Martín Pittaluga

    Con una vida tan ligada a la cocina, ¿por qué no es cocinero?
    No es fácil ser cocinero, tenés que tener buena mano y habilidades que yo no tengo. Toda la vida estuve vinculado a los menús de los restaurantes en los que estuve, hacerlos, pensarlos, poner cosas nuevas. En Bajo el Alma con mi mujer, en La Huella con Guzmán, que tienen el mejor paladar que conozco en el este. Cociné en Bajo el Alma durante siete años, hacía entradas y tapas. Hice pasantías en Nueva York y otros lugares. Admiro a los cocineros, aunque es un oficio peligroso, te quemás en todos los sentidos de la vida.

    ¿Trabaja fuera de la gastronomía?
    Soy periodista de radio. Los domingos tengo un programa de geopolítica en Radio con Vos, una FM Argentina, que se llama El mundo en marcha.

    ¿Se arrepiente de algún paso en su carrera?
    De nada. He pasado por muchas etapas. Si alguien sufre con los restaurantes, es la familia. Llegás tarde a casa, a veces borracho, a veces harto.

    ¿Cómo maneja la dinámica familiar y el trabajo?
    Tengo hijos de mi primer matrimonio y de mi segundo. Somos muy unidos. Mis hijos trabajan desde los 15. Fiona y Bambú fueron mozos, Lorenzo lleva tres veranos y este año estará en la cocina. El menor, de 10, me va a costar más porque está muy metido en los juegos electrónicos. No les inculco la gastronomía, ni quiero herencias en ese sentido. Trato de educarlos en el trabajo, como me enseñaron a mí. Cada uno hace lo que quiere, pero trato de que trabajen en los restaurantes para que entiendan lo difícil que es y el tiempo que requiere. Mis hijos mayores vivieron mis fracasos y éxitos; pasé años sin auto, casa, ni plata, y mi exmujer apoyó en esas épocas. Los éxitos también los deben vivir con respeto. Curten La Huella y Mostrador, pero con cuidado y permiso.