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    La ley de eutanasia (IV)

    Sr. director:

    Estimado senador Andrés Ojeda:

    Le escribo a raíz de su intervención en la sesión del Senado en que se aprobó la ley de eutanasia la semana pasada. En su discurso usted afirmó que se trata de “un asunto, en gran medida, de derecho penal, no religioso, no moral, no filosófico, sino de derecho penal”. Coincido en que el debate trasciende lo religioso y lo moral, pero creo que también es —y de manera profunda— un asunto de derechos humanos, materia en el que me especializo.

    Puedo comprender que haya personas que, ante el sufrimiento, se inclinen por pedir la eutanasia. Pero no logro comprender que se quiera legalizar esa práctica. Es curioso: hay quienes pueden entender o incluso desear la eutanasia para sí, pero se oponen a su legalización porque entienden que supone “poner el suicidio en bandeja”. Esta es la postura de Theo Boer, holandés que trabajó más de cinco años en el comité que revisaba si las eutanasias se habían hecho acorde a la ley en ese país. Revisó más de 5.000 casos y, si bien él dice estar personalmente a favor de la eutanasia (quizás algún día la pediría), está en contra de su legalización. Este experto expuso ante la Comisión de la Cámara de Diputados de nuestro país en mayo de 2022 y dijo textualmente: “Los números de muerte en nuestro país (Holanda) aumentaron drásticamente en pocos años. No pensé que llegaríamos tan lejos, y por eso ahora digo a otros países: no hagan como nosotros, no legalicen la eutanasia”.

    Usted planteó que esta es una cuestión de libertad. No comparto esa lectura. Si bien la decisión parte de la persona, su concreción requiere del acto de otro. No es un acto autónomo. La eutanasia no es la expresión de la libertad individual, sino la autorización para que alguien dé muerte a otro. El que realiza el acto es un tercero.

    Y me pregunto: si es un tema de libertad y autonomía, ¿por qué no se aplica a todos por igual? ¿Por qué no a personas sanas que simplemente desean morir? ¿Por qué el Estado determina que unos sí y otros no? ¿No está discriminando el Estado entre unas vidas (las de las personas sanas, que parecen ser “más dignas”, que no se las puede matar, no pueden ser “eutanasiadas”) y otras (las de las personas con alguna enfermedad o sufrimiento insoportable, que parecen ser “menos dignas”, que sí se las puede matar y pueden ser “eutanasiadas”)? ¿No somos todos iguales ante la ley? ¿No tienen todas las vidas la misma dignidad? Nuestra Constitución y la jurisprudencia de la Suprema Corte uruguaya han sido claras en entender que el derecho a la vida es el único derecho absoluto, que no puede limitarse y que pone límite al legislador. A diferencia de los demás derechos, como la libertad, que es limitado y limitable.

    Para ilustrar: todos tenemos derecho a la libre circulación, pero el goce de ese derecho se limita por razones de seguridad. Los semáforos o las señales de “Pare” (que usted mencionó en su discurso) no anulan la libertad, sino que la regulan para proteger la vida (si no, ¡cuántos accidentes de tránsito habría!). De la misma manera, existe un derecho a la libertad de decidir qué hacer con mi vida (ser vegana, hacerme un piercing o tatuaje, invertir en un negocio o en otro), pero la libertad de decidir sobre la propia existencia no puede implicar el derecho de exigir que otro mate. El Estado está obligado a proteger la vida, a abrazar y sostener a quien está en el borde de un puente y quiere tirarse, no a empujarlo o ayudarlo a tirarse.

    Como bien me imagino enseñará usted en sus clases de Derecho Penal que todo derecho implica una obligación correlativa. Si tengo derecho a la vida, los demás —y especialmente el Estado— tienen el deber de protegerla. Con el supuesto “derecho a la eutanasia”, en cambio, el Estado pasa a tener “la obligación de garantizar la muerte”. ¿No es demasiado afirmar que ahora existiría un “deber de matar”?

    También habló usted de dignidad, una palabra tan noble como desgastada. Pero la dignidad, en su sentido más profundo, implica precisamente que toda vida tiene valor, independientemente de la edad, la nacionalidad, el sexo o la condición de salud. Esta ley, a mi entender, dinamita ese concepto que fue el fundamento mismo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Qué triste resulta ver cómo, en nombre de “avanzar en derechos”, relativizamos la base sobre la que se construyeron todos ellos.

    Usted dijo: “Vinimos al Parlamento a hacer cambios, y cuando son cambios en materia de derechos uno puede estar particularmente orgulloso”. Creo, sin embargo, que la tarea de un legislador no es cambiar por cambiar, sino custodiar los principios que sostienen nuestro Estado de derecho.

    Al cerrar su discurso, mencionó que suele decir a sus clientes: “Yo los puedo asesorar, pero quien toma la decisión es quien asume las consecuencias”. Lo mismo vale para el Parlamento. Los senadores, al votar, toman decisiones que marcarán generaciones y deben asumir las consecuencias de ellas.

    Künn hablaba de la trilogía derechos humanos, Estado de derecho y democracia. Con esta ley, temo que se resquebraje esa tríada: no se respeta la dignidad humana, se introduce una forma de discriminación —unos pueden ser “ayudados a morir”, otros no— y se debilita la confianza en la función protectora del Estado.

    No le escribo para polemizar, sino para invitar al diálogo y compartir mi reflexión después de escuchar su discurso. Estoy convencida de que el verdadero progreso no está en legislar la muerte, sino en acompañar la vida, en poner todos los medios para que nadie sufra y pueda morir de forma natural, en paz y sin dolor.

    Dra. Sofía Maruri Armand-Ugón

    Abogada, profesora e investigadora de derechos humanos,

    máster en Derecho Internacional de los Derechos Humanos

    por la Universidad de Oxford, doctoranda en Derecho

    por la Universidad Complutense de Madrid