Sr. Director:
Sr. Director:
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáMi propuesta es abandonar la discusión en torno a los efectos de la aplicación de las primarias y el balotaje sobre la estabilidad institucional y sobre la gobernabilidad y retomar, en cambio, la controversia normativa en torno a los modelos mayoritaristas y pluralistas de legitimar la autoridad democrática. Dicha controversia se sustanció en nuestro medio a partir de la segunda mitad del siglo XIX y alcanzó su punto culminante en la Convención Nacional Constituyente de 1916-1917.
Las interpretaciones mayoristas perdieron la batalla argumental en el debate doctrinario y quedaron en minoría en la opinión ciudadana. Sin embargo, una fracción política del Partido Colorado siguió aferrada a sus apuestas mayoritaristas, invocando razones consecuencialistas de gobernabilidad y de estabilidad institucional. A pesar de su condición de minoría, dicha fracción, aprovechándose de su dominio sobre las instancias de decisión y los recursos de coerción estatal, forzó un acuerdo negociado al margen de las instancias institucionales (“el pacto de los ocho”), a partir del cual, y como fruto de concesiones recíprocas, se configuró un modelo híbrido, con inequívocos dispositivos pluralistas y parlamentaristas, pero en el que la incorporación de ciertos componentes mayoritaristas permitió prolongar la configuración oligopólica del sistema de partidos, con altos costos de entrada para los núcleos de ciudadanos que pretendieran desafiar las convocatorias ya establecidas.
Así, pues, la controversia con alcances normativos no quedó zanjada: los herederos de las propuestas mayoritaristas siguieron reproduciendo los mismos argumentos de índole consecuencialista, mientras que el legado doctrinario del pluralismo no ha sido reivindicado explícitamente ni actualizado. Eso sí, sus principales implicaciones prácticas terminaron consolidando aquellos rasgos virtuosos de nuestros ciudadanos que todavía hoy distinguen a la democracia uruguaya con respecto al resto de sus homólogas en la región, a pesar de haber sido la última en acompañarlas en la adopción del balotaje, un dispositivo inequívocamente alineado a los modelos y a las justificaciones mayoritaristas.
Lo que propongo es retomar el debate en el terreno de la moralidad política en que se ubicaron las argumentaciones esgrimidas en nuestro medio en defensa de los modelos pluralistas por Justino Jiménez de Aréchaga, Carlos Roxlo, Washington Beltrán, Martín C. Martínez, etc. En ese terrreno, los esquemas mayoritaristas resultan denunciados por violaciones sistemáticas a la libertad política de los ciudadanos y por imponer condicionamientos inequitativos y distorsiones oligopólicas a sus opciones electorales, favoreciendo siempre a los núcleos partidarios ya instalados y con mayor volumen de respaldos.
Así, por ejemplo, tanto el sistema uninominal de adjudicación de escaños parlamentarios que se aplican en Gran Bretaña y en Estados Unidos como la elección del titular del mandato presidencial mediante una consulta plebiscitaria independiente operan de acuerdo a la regla según la cual el ganador obtiene la totalidad de los recursos de autoridad disputados, mientras que las candidaturas restantes, aunque hayan reunido un caudal de votos apenas inferior al primero, terminan despojadas de gravitación en el resultado. De esa manera, se consolida un mercado político con altos costos de entrada para los grupos minoritarios que pretenden desafiar a las mayorías existentes y plantear nuevas agendas, enfoques, diagnósticos y propuestas.
Por su parte, como señalaba Martín C. Martínez, el régimen presidencialista, en la medida en que otorga carácter irrevocable a todos los mandatos (al menos en términos de factibilidad) y, en particular, al titular de la rama ejecutiva, solo habilita a los ciudadanos en forma puntual y “con arreglo al calendario” a designar a sus gobernantes. De esa manera, aunque el candidato electo resulte desautorizado por sus propios socios políticos a los pocos meses de asumir su cargo y haya perdido la confianza y el respeto de la inmensa mayoría de la población (tal como ocurrió recientemente en el caso del presidente argentino Alberto Fernández), la opción presidencialista obliga a esperar a que el titular complete el término de su mandato, aunque ello determine soportar un gobierno incapaz de dar respuestas creíbles a los problemas y los desafíos planteados.
Para peor, los argumentos esgrimidos por los mayoritaristas para justificar la irrevocabilidad de los mandatos agregan una connotación moralmente agraviante a la ciudadanía y a sus representantes. En efecto, dichos argumentos se basan en la autodesconfianza de los propios mandantes, en el temor de que ejerzamos en forma caprichosa e irresponsable la prerrogativa de destituir a nuestro mandatario y terminemos minando la estabilidad institucional. Para Martín C. Martínez tal supuesto es equivalente a que nos presentemos frente a un juez y le solicitemos que nos inhabilite durante un período para tomar decisiones y administrar nuestro destino y patrimonio.
Tal es el marco conceptual que propongo para anudar un debate rendidor en torno al balotaje. Me parece más apropiado, por cuanto el balotaje es un recurso al que se apela en nuestro medio para reforzar la legitimidad plebiscitaria del presidencialismo, agregando una instancia complementaria de consulta en la que solo compiten los dos candidatos más votados en la primera vuelta. Sin embargo, la consecuencia es que esa segunda consulta pueda convertirse en una trampa mortal y terminar resultando contraproducente a los efectos de la legitimación buscada. En efecto, la insistencia en poner el acento en la convocatoria personal de los candidatos determina, por lo pronto, que en la segunda vuelta la ciudadanía resulte atrapada en una disyuntiva de índole binaria, a la que el filósofo argentino Roberto Gargarella denomina como “la gran estafa”.
Aquí lo que importa son las implicaciones normativas de los esquemas mayoritaristas, su fracaso en diseñar formatos electorales que no terminen contradiciendo la búsqueda de la legitimidad plebiscitaria que pretenden otorgar a los gobiernos. ¿Qué legitimidad puede reivindicar un gobierno como el peruano cuando en la primera vuelta los candidatos que pasaron a la segunda —Keiko Fujimori y Pedro Castillo— solo alcanzaron un poco más del 30% de los votos?
Y en el caso uruguayo, ¿qué tipo de legitimidad puede adjudicarse a un resultado ocasionado por un vuelco potencial —tan efímero como inescrutable— de un porcentaje mínimo de los votantes a partir el cual el candidato que había quedado en segundo lugar en la primera vuelta (Álvaro Delgado) terminara imponiéndose sobre el candidato (Yamandú Orsi) que había reunido un caudal muy superior de respaldos?
Y en todo caso, ¿no implica exponernos a que un reducido núcleo de votantes —probablemente integrado por los ciudadanos menos informados y comprometidos con la agenda política— terminen siendo quienes inclinen la balanza en una u otra dirección? Y en este caso, con el agravante, para la justificación mayoritarista, de que el balotaje terminaría designando a un candidato carente de respaldos parlmentarios.
En resumen, pues, los argumentos mayoritaristas resultan desautorizados en la medida en que sus aplicaciones nos exponen a desenlaces incompatibles con sus implicaciones normativas, con sus propios criterios de legitimación.
En cambio, los modelos pluralistas esquivan todos esos atajos perezosos, respetan a la pluralidad de orientaciones y corrientes de opinión, a la vez que obligan a los partidos a armar coaliciones poselectorales flexibles mediante negociaciones públicas y transparentes. Por otra parte, las coaliciones resultantes son revisables y los dirigentes políticos quedan expuestos a justificar sus decisiones de formar parte o de retirarse de ellas apelando a sus legados doctrinarios y a sus antecedentes.
De esa manera, se configura un mercado político abierto a la competencia y a la renovación de la oferta de agendas de problemas, diagnósticos y propuestas alternativas, con mayores lugares para las voces no alineadas. Por un lado, los partidos minoritarios tienen más chances de incidir en la determinación de las políticas públicas, sin necesidad de comprometerse a respaldar electoralmente a candidaturas de otros partidos. Por otro lado, no se generan incentivos para conformar bloques partidarios como el Frente Amplio, en cuyo seno coexisten fracciones que responden a tradiciones ideológicas y a orientaciones programáticas divergentes, pagando el costo de procesar sus discrepancias fuera del ámbito público, es decir, a través de instancias de negociación opacas a la ciudadanía. Tampoco generan incentivos para campañas negativas de descalificación del bloque adversario ni para estrategias de convergencia hacia el centro y desdibujamiento de los perfiles de las propuestas programáticas. Por el contrario, en un escenario en el que las coaliciones gubernamentales se arman después de haber asignado a cada partido su cuota de recursos de autoridad, la descalificación de los adversarios no asegura el reclutamiento de adhesiones y los dirigentes son inducidos a acentuar los aspectos diferenciales positivos de su oferta programática, a dar cuenta de cómo proyectan actualizar su legado y su trayectoria.
Es cierto que la adopción de un modelo pluralista no nos proporciona salvaguardas infalibles contra las apuestas polarizadoras y las confrontaciones radicalizadas, ni contra el desencanto y la apatía ciudadana, la pérdida de confianza en la institucionalidad democrática y en los elencos políticos. Con todo, cabe esperar que en ese escenario alternativo los ciudadanos y los partidos políticos dispondrían de renovadas oportunidades e incentivos para procesar rendidoramente las discrepancias, para canalizar los descontentos y las voces independientes que desafían al statu quo, para exigir rendiciones de cuentas y no dejar caer en el olvido los aciertos y los fracasos de unos y de otros, sus incumplimientos y sus despistes reiterados.
En todo caso, en el terreno estricto de la legitimación democrática, las democracias pluralistas son los únicas que pueden exhibir títulos saneados de autoridad moral: en la medida en que asumen a fondo sus compromisos con la diversidad, que respetan nuestra libertad política, nos tratan como agentes maduros y responsables —por ejemplo, no nos embretan en opciones binarias ni nos imponen asociaciones forzosas para formar mayorías y asegurar la estabilidad— en esa medida, se hacen acreedores a nuestra lealtad y a nuestro involucramiento ciudadano. Por el contrario, las democracias mayoritaristas nos tratan como si fuéramos menores de edad a los que no se les puede dejar un margen amplio de opción, porque no se puede confiar en nuestra madurez ciudadana para retrazar continuamente las líneas de acuerdos y de discrepancias entre los distintos grupos políticos. No cabe sorprendernos, pues, de la escasa renovación de la oferta programática disponible, de la carencia de propuestas innovadoras.
Mi estimado amigo Fito Garcé se ha adelantado a reconocer que la última campaña electoral fue un martirio para la ciudadanía uruguaya, una acumulación interminable de trivialidades gastadas y de enunciados vacíos. Me pregunto si nuestros partidos políticos no han encontrado en el formato de competencia electoral, a través de tres instancias de consultas que desembocan en el balotaje y en su legitimación plebiscitaria, la excusa perfecta que necesitan para justificar su estrategia de arriesgar lo menos posible, de apostar a la reproducción de las lealtades partidarias inerciales y a tratar de no ahuyentar a un núcleo creciente de ciudadanos desalineados y desencantados. Tal estrategia resulta rendidora en la medida en que nuestra comunidad de destino se mantenga en esta senda de avances cansinos, pateando para adelante con pequeños ajustes y parches aquellos desafíos que hemos postergado a lo largo de las dos últimas décadas. Eso sí, seguir ese rumbo implica condenar a una quinta parte de la población uruguaya a condiciones precarias de vida, a asimetrías irreversibles de oportunidades de inserciones educativas y laborales, transmitidas a lo largo de sucesivas generaciones, y mantener a ese sector de la ciudadanía en un mercado laboral paralelo, con contrataciones precarias, sin posibilidad de adquirir calificaciones profesionales y aspirar a ocupar cargos con remuneraciones y responsabilidades crecientes.
Carlos Pareja
CI 575.187-6