Caras sonrientes, palmadas en la espalda, discursos protocolares y cortes de cinta habitualmente rodean las inauguraciones de obras hechas con dinero del Estado, ya sean rutas, nuevas viviendas, el arreglo de un puente, un nuevo centro educativo o la remodelación de una seccional policial. La inversión pública supone una mejora en la infraestructura y, en teoría, también es un impulso a la actividad económica, sobre todo si se hace rendir lo más posible cada peso gastado.
Un índice de “eficiencia en la inversión pública” en infraestructura calculado por economistas del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) asignó a Uruguay un valor algo superior a 0,6, en un rango mínimo de 0 y un máximo de 1, que señala la máxima calidad de ese tipo de gasto. Esto coloca al país a media tabla si se lo compara con otros de la región, en una situación mejor que Paraguay, Colombia, Bolivia, Costa Rica, Perú y Argentina, aunque peor que República Dominicana, México, Nicaragua, Ecuador y Chile.
El indicador se construyó comparando el valor del capital público per cápita (stock de capital) con una medida de la calidad de la infraestructura basada en encuestas.
Un análisis complementario realizado por esos especialistas fue la medición del efecto multiplicador que tiene un incremento de la inversión pública sobre la actividad económica (el Producto Interno Bruto o PIB). Además de la eficiencia en el uso de los recursos invertidos, ello depende de aspectos como la calidad institucional de cada país, del “estado” de sus economías, del nivel de endeudamiento, del tipo de cambio y la regulación del mercado laboral.
Según esa estimación, en América Latina —en promedio— por cada dólar invertido en infraestructura se obtiene un retorno positivo en el PIB recién al segundo año, cuando el efecto es de 1,1 dólares. Transcurrido ese lapso, gran parte de los países registran multiplicadores mayores o iguales a la unidad. En el caso de Uruguay es de 1,3, un guarismo similar al de Nicaragua (1,4), superior al de Paraguay o Ecuador (0,5 y 0,7), pero menor que Chile (2,7), Colombia (2,4) o Argentina (1,8). República Dominicana y México son los únicos que, por cada dólar invertido, el efecto de dinamización económica es menor a ese monto.
De acuerdo con estimaciones previas hechas por el BID, América Latina podría mejorar la calidad de su infraestructura en un 30%, ahorrar el 41% del dinero invertido y generar recursos equivalentes a 1,4% del PBI si mejorase la eficiencia del gasto público.
Inversión en baja
Este trabajo de los especialistas del BID constató que existe una alta heterogeneidad en los niveles de inversión pública en la región, no siempre correlacionados con el tamaño y la necesidad de los países. En Uruguay fue de 2,3% del PIB en 2022, por debajo del promedio de América Latina (3,4%); el análisis ubica a Brasil (1,2%) y Perú (6,0%) en los extremos.
Óscar Valencia, un economista de la División de Gestión Fiscal del BID y autor junto con otros de esta investigación, hizo una presentación en octubre pasado en Lima que fue sintetizada por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) en un documento reciente.
Plantea que la inversión pública se viene desacelerando de manera “preocupante” en la región desde el 2014 y que está en niveles “muy por debajo” respecto de Asia y de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Las razones, según él, son la baja capacidad de ahorro y los déficits fiscales “persistentes, que generan poca capacidad para lograr tasas de crecimiento sostenidas en el largo plazo”.
Valencia entiende que las “diferencias importantes respecto del multiplicador de la inversión” constatadas, con cuatro o cinco países en los que están encima de la unidad y en el resto por debajo, implican “muchos retos” desde el punto de vista de la eficiencia.
En ese sentido, sugiere fortalecer los mecanismos que permitan mejorar la calidad del gasto, de forma de optimizar los procesos de evaluación ex ante, la selección, la priorización y el monitoreo de su ejecución. En Uruguay, parte de ese rol lo desempeña el Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP). Creada por una ley de 2012 (18.996), actúa en la órbita de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto con el cometido de “ordenar y orientar” en esta materia “a fin de optimizar la asignación de recursos públicos”, “sin perjuicio de las autonomías y competencias constitucionales”.
Al cierre de 2022 el “banco de proyectos” de inversión que debe llevar el SNIP tenía inscriptos 1.256, la mayor parte (709) promovidos por organismos de la administración central y por los entes autónomos (360).
Algunas obras planificadas para este período de gobierno tienen más prioridad que otras para el mandatario Luis Lacalle Pou. El “pizarrón del presidente”, al cual le da seguimiento la Agencia de Monitoreo y Evaluación de Políticas Públicas, incluye en materia de “infraestructura” el proyecto de Arazatí, los planes para expandir el saneamiento, el Hospital del Cerro inaugurado en noviembre pasado, la navegabilidad de la laguna Merín, el puente Monte Caseros-Bella Unión o las rutas 6 y 9.
20231106JC_0959.jpg
La ministra Azucena Arbeleche en la ceremonia de la inauguración del Hospital del Cerro
Javier Calvelo/adhocFOTOS
Encuesta del SNIP
Con la colaboración de la red del SNIP de la región, los especialistas del BID hicieron una encuesta de 50 preguntas para indagar acerca de la gobernanza en la infraestructura pública en tres áreas específicas: el desarrollo de una visión estratégica a largo plazo; la protección de la sostenibilidad fiscal, la asequibilidad y la relación calidad-precio; también las garantías de una contratación pública eficiente y eficaz. Como benchmark o referencia de comparación, contrastaron los resultados con la situación en la OCDE, un club de economías avanzadas y otras con pretensiones de serlo.
El 67% de los países de América Latina encuestados cuenta con planes de infraestructura, de los cuales alrededor de la mitad son de largo de plazo (más de 10 años). En la OCDE todos tienen ese tipo de planificación y el 70% es para horizontes superiores a una década.
Menos de un tercio (31%) de los países latinoamericanos cuenta con una institución que centraliza la planificación de la infraestructura, en siete de cada 10 esa tarea está delegada en cada uno de los ministerios o entidades subnacionales. En tanto, el enfoque estratégico centralizado está presente en la mitad de los miembros de la OCDE.
Respecto de la protección de la sostenibilidad fiscal, la asequibilidad y la relación calidad-precio de la infraestructura, del sondeo surge que aproximadamente en un tercio de los países de América Latina los proyectos de infraestructura no son sometidos a una evaluación ex ante independiente e imparcial en la fase de preinversión, una proporción mucho menor que en la OCDE.
La mitad de los países de la región encuestados aplican mecanismos para manejar las ofertas anormalmente bajas o altas, con alertas que permiten identificar dónde podría haber problemas en la contratación que pudieran tener también impacto durante la ejecución de proyectos.
Más de siete de cada 10 países de América Latina hacen supervisión in situ de los proyectos, aunque solo el 36% hace evaluaciones de contratistas con base en indicadores de desempeño (frente a casi el 60% de la OCDE que sí aplican estos instrumentos).
Transparencia
En base a la misma encuesta, el documento Panorama de las administraciones públicas: América Latina y el Caribe 2024 publicado hace poco por la OCDE, profundiza en algunos aspectos de los procesos de contratación.
De los 15 países de la región relevados, nueve garantizan la participación de empresas extranjeras. Además, ocho fomentan la neutralidad a través del diseño de los documentos de licitación evitando que sean restrictivos o personalizados; la misma cantidad incentivan la transparencia usando sistemas de contratación electrónica para todo el ciclo de contratación y publicando futuras oportunidades. La OCDE hace un destaque sobre Uruguay, como el único que “cuenta con incentivos para que los funcionarios eviten la manipulación de licitaciones, reduciendo el riesgo de colusión”.