Reportajes de César di Candia, publicados los jueves 4 y 11 de agosto de 1994
“En este pueblo el médico es un centro de poder y los caudillos pretenden que sea un títere a su servicio. Por eso no vacilan en fomentar agresiones o amenazas que los libren de su influencia”
Reportajes de César di Candia, publicados los jueves 4 y 11 de agosto de 1994
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace seis años, la doctora María Mirandette decidió aceptar una oferta de muy dudosas ventajas: dirigir la policlínica de Curtina, a cincuenta quilómetros de Tacuarembó. En la localidad, la hemorragia de médicos llevaba largo tiempo. Uno tras otro renunciaban vencidos por las presiones de los caudillos y la hostilidad del medio, por la ignorancia generalizada y la dureza de la existencia cotidiana. Ella no vaciló porque no tenía mucho para perder. Ya no era joven, su trabajo en la capital no tenía futuro y estaba sola porque en tiempos de dolor, la vida la había castigado con una insospechada crueldad. Menos todavía dudó cuando llegó al lugar y se enamoró irresistiblemente de su entorno geográfico. Las vicisitudes que tendría que soportar las aquilató al ver la tapera que le serviría en adelante de consultorio, sala de espera, dormitorio y cocina. Hubo otras que jamás llegó a imaginar.
La doctora Mirandette reparó como pudo y a su costo las heridas del rancho. Hizo eliminar sus goteras, poner los vidrios, tapiar las cuevas de las ratas. Cubrió las humedades con cuadritos y llenó las piezas de plantas. Compró una cocinilla de gas y un chuveiro de contrabando para la ducha. Consiguió unos vasos obsequio de Coca- Cola, una lámpara Aladdin para los apagones, una estufa eléctrica de rulo contemporánea a la invención de la electricidad y una hamaca de jardín que hace las veces de sofá donde por las noches suele leer, tomar mate, conversar con su perro Caramelo y escuchar a Beethoven. El único ropero no alcanza para sus cosas que están por aquí y por allá, en cajas y bolsos. El televisor no puede verlo porque carece de antena parabólica. El frío que entra por alguna ventana aún sin arreglar, se disimula con un postigón que la cubre. Tres animales más completan la familia: las perras Lulú y Timbó, y Lolito, un gato ciego y sin dientes que suele estirar con pereza sus patas para que ellas se las laman y que en definitiva, no es más que el símbolo de ese pueblo machista que vive subordinado a sus mandones. La lucha de la doctora por imponer su dignidad, el relato de sus desazones y sus pequeños triunfos, de sus humillaciones y sus rebeldías han constituido la médula de esta entrevista a la que seguirá una segunda parte. En ambas, se desnuda a un Uruguay que no sale en la televisión ni se encuentra coloreado en los suplementos.
—Hay una primera pregunta impuesta más por la curiosidad que por la mecánica de estas entrevistas: ¿cómo se llega a acceder a cargos oficiales como el suyo en los medios rurales?
—Con un poco de suerte y otro poco de audacia. Yo estaba trabajando en Montevideo con muchas dificultades y un día sentí en la radio un llamamiento para llenar el cargo de médico en la policlínica de Curtina. La solicitud hacía hincapié en un profesional joven y con mucha experiencia. Esto último lo tenía: había sido practicante interna por concurso y me había formado en una época de oro, con el doctor Pedro Larghero y don Pancho Morquio. Lo de la edad era otro cantar, porque ya tenía mis buenos cincuenta años. Igual fui a ver al doctor Antonio Tournes que estaba a cargo de esto. El evaluó los pro y los contras y posibilitó mi contrato.
—¿Cuál fue su primera impresión al llegar a este lugar?
—Absolutamente desoladora. Vine en pleno invierno. Me bajé de la Onda que todavía existía, y caminé despacito, calibrando mi nuevo lugar de vida. La gente salía de sus casas y me observaba como a un animal extraño. Algunos saludaban, otros me miraban desconfiados, ninguno demostró alegría por mi llegada. El local era para ponerse a llorar. Tenía una suciedad impresionante, le faltaban vidrios, los pisos de madera tenían agujeros tal vez de ratas, la puerta de calle no cerraba, caía agua del cielorraso, no existía nada parecido a una estufa ni lugar donde se pudiera cocinar ni calentador de agua para la ducha. Resultaba imposible vivir allí y menos aún atender enfermos.
—¿Por qué se quedó?
—Porque lo encaré como un desafío y porque me enamoré perdidamente del paisaje: los cerros, los árboles achaparrados, la soledad, el monte virgen cercano, los pájaros. Fue una atracción muy visceral. Amé desde el principio este lugar y me voy a quedar acá cueste lo que cueste.
—Pero eso exigía una cuota de sacrificio muy grande.
—En muchos aspectos sí, pero en otros era positivo porque me daba tiempo para atender a la gente, para no sentirme presionada por los minutos, como en Montevideo, para estar con los enfermos todo lo que éstos requirieran, yendo a sus casas incluso, lo cual excedía mis obligaciones. Esto justamente era lo que yo entendía y entiendo como el correcto ejercicio de la medicina. Hacía un frío espantoso, era verdad, el local era una tapera también era cierto, pero con esfuerzo todo podía ser solucionado.
—Han pasado más de seis años y sigue habiendo humedades, ventanas sin vidrios y maderas podridas.
—Pero esto es un lujo comparado con lo que era. Me he acostumbrado un poco al frío y el trabajo es tan intenso que a veces hasta me olvido de él. Las jornadas pueden empezar a las seis o a las siete y duran todo el día. Con eso y el mate me doy calor (se ríe).
—¿Con qué clase de realidad se encontró al llegar?
—Con un pueblo muy pobre económicamente y muy aculturado. Además con enormes prejuicios frente al profesional. No sólo en el caso mío por ser mujer sino simplemente por tratarse de un médico, aunque esto le parezca atroz. Acá siempre había existido tradicionalmente, una especie de hemorragia de médicos que permanecían un tiempito, no aguantaban y se marchaban tan rápido como habían llegado. En los cinco años previos a mi llegada desfilaron varios.
—¿Sólo por la incomodidad del trabajo?
—No, eso era lo de menos. Se fueron por la presión de los caudillos políticos locales, que pretendían que se atendiera solamente a determinado tipo de pacientes. Yo no tengo vincha y eso no lo admití. Para mí todos los enfermos debían ser atendidos por igual.
—No lo entiendo bien y me suena un tanto extraño. ¿Me quiere decir que los caudillos políticos querían que se asistiera únicamente a las personas de su propio partido?
—¡Claro! No me lo dijeron así, pero me hicieron saber el propósito de formar una especie de mutualista dentro del pueblo y que yo debía atender nada más que a los que pertenecieran a ella.
—Una mutualista con color político.
—¡Evidente! Los que no pensaban igual podían morirse tranquilos. Yo no lo acepté y traté de hacerles entender las normas igualitarias desde el principio.
—¿Lo logró?
—Me ha costado seis años de lucha, pero lo van entendiendo. En general, ahora se me respeta, pero no siempre fue así. El otro problema terrible al que debí enfrentarme fue el de la ignorancia de la gente, producto directo del medio en el que se han criado. He tenido que enseñar desde cómo bañar a un bebito y cómo dar de mamar, porque los asfixiaban con los senos, hasta la forma correcta de encarar el amor sexual y esto no sólo a parejas jóvenes sino a matrimonios ya de muchos años.
—Esa ignorancia a que usted hace mención debe ser la base de todos los otros problemas.
—Sólo es parte de ellos. Aquí también se viven tremendas situaciones derivadas de la soledad. El desarrollo del alcoholismo dentro del pueblo es asustante. He hablado con mucha gente de esto y he tratado de extraer explicaciones. Sólo hay una: la soledad. Y ésta es la consecuencia de la falta de dinero. Habitualmente las parejas se casan muy jóvenes y se llenan de hijos. En la zona, prácticamente las únicas fuentes de trabajo se originan en las estancias de los alrededores. Son todos peones y ganan muy poco y en el caso de las mujeres, el trabajo fuera de sus casas, no existe. Hay ocho o diez hombres que trabajan en dependencias de la Intendencia, pero los demás están en el campo. Sus sueldos andan en los veinticinco pesos por día laborable y además la comida. Es lógico entonces que traten de hacer la mayor cantidad de jornales por mes.
—Según esas cifras, trabajando todos los días sin descanso, pueden percibir setecientos cincuenta pesos en treinta días.
—Por eso hay familias cuyos sostenes económicos vienen de afuera solamente una vez por mes y las más afortunadas, pueden recibir la visita de sus maridos cada quince días. Como el dinero no les alcanza, las mujeres plantan boniatos o consiguen una vaca prestada que siempre es una forma de comprometerse con quien la facilita. Todas las familias tienen una gran cantidad de hijos que nunca baja de seis y algunas veces alcanza los catorce. Es decir, uno por año. Apenas tiene tres meses el bebé ya queda ella embarazada de vuelta. Con los boniatos, la vaca, algún contrabandito que traen de Rivera el día que agarran unos pesos y una canasta con alimentos que da por mes la Intendencia, crían a los gurises, porque el dinero que traen del campo los hombres puede ir a la casa, pero también suele quedarse en los boliches. Por eso le hablaba hoy de la soledad. Está la de las mujeres que en muchas ocasiones se pasan hasta un mes esperando a maridos a los cuales a veces ven doce días por año, y está la de éstos que no encuentran un recibimiento afectuoso en sus hogares, por el poco dinero que traen y se refugian en los boliches donde se pasan íntegramente su día de descanso. Mire por esa ventana. Aquellos tres caballos son de peones rurales. Vinieron a los ocho de la mañana a un boliche que hay allí y a las cuatro de la tarde siguen tomando, porque ahí no se vende nada de comer. La soledad y las frustraciones por la falta de posibilidades de mejoramiento económico, llevan a los hombres a beber. Acá se van a trabajar al campo a los trece o catorce años y ya se habitúan a las copas. Se ocupan muy jóvenes para ayudar a la madre y a los hermanitos y ya después no pueden escapar de ese círculo. El alcohol los libera, los lleva a no pensar, a imaginar que no tienen problemas. Yo he atendido a un niño de nueve años en estado de intoxicación alcohólica aguda.
—De cualquier manera, ese alcohol no es gratis y los medios para adquirirlo son pocos.
—Supongo que muchos tomarán al fiado, para pagar en los meses de zafra de la esquila, donde hacen algunos pesos más gordos, que tampoco les sirven de mucho. En este pueblito de mil y pico de habitantes, no hay una panadería, pero boliches de copas existen varios y el olor a caña se puede cortar con un cuchillo. Usted huele el ambiente y ya se emborracha.
—Habla como si los conociera.
—¿Y quién le dijo que no? Al poco tiempo de estar acá pasé frente a uno y desde adentro alguien me lanzó un sonido provocativo con la boca. A la vuelta, volvieron a hacerme lo mismo y entonces entré. Me enfrenté a un grupo de personas y les dije: "¿Quién fue el que chupeteó?". Uno me dijo que el caballo se estaba moviendo y lo había querido calmar. "Eso no fue para el caballo. Me lo hiciste a mí a la ida y a la vuelta. Mirame bien: yo soy el médico de este pueblo, además soy una veterana y por si eso no alcanzara, no soy de las viejas que se dan dique para que les lleven la carga. Así que empezá por respetarme". No me lo hicieron más. Ese lenguaje del enfrentamiento personal, lo entienden bien.
—Me decía hace un rato que otro de los grandes problemas del pueblo era la prostitución. ¿En qué forma se materializa? ¿Existe algún burdel?
—No. Lo hubo, pero fue sacado. En el pueblo hay una liga de trabajo donde hay terneras y parece que los muchachos tenían sus desahogos sexuales en esas formas de bestialismo. Cuando algunas señoras de dinero se enteraron, movieron su influencia para que fuera instalado un burdel. Pero parece que tuvo tanto éxito no solamente con los jóvenes sino con los señores que ya no eran tan chicos, que las mismas señoras resolvieron prohibirlo.
—¿Entonces de qué clase de prostitución me habla?
—Yo en el consultorio he constatado gran cantidad de gurises jóvenes con enfermedades venéreas. He procurado informarme con las chiquilinas y ellas me dijeron que tienen relaciones sexuales y cobran por eso. Le aclaro que no es una, son muchas. Acá estuvo trabajando una empresa que arreglaba la carretera y en ese momento la prostitución llegó a su punto más alto. En ocasiones me llamaban a alguna de las casillas de la empresa para atender un enfermo y las veía entrar y salir a la disparada. Yo les gritaba: "No se molesten chicas que ya sé quiénes son". Por supuesto que no sabía quiénes eran, pero era para evitar las carreras en la noche medio desnudas. Le hablo de prostitución clandestina, no controlada y por lo tanto expuesta a todo tipo de enfermedades. No he visto Sida, pero sí gonorreas en cantidad, en chicos y chicas.
—En este pueblo castigado por la carencia de fuentes de trabajo y por la ignorancia, usted decidió voluntariamente afincarse. ¿Cuáles fueron sus primeras experiencias?
—Tres hermanitas, una de ellas lactante, con tuberculosis. Eso me impactó mucho porque yo pensaba que a nivel infantil la enfermedad ya estaba erradicada. Luego comprobé que los que empezaban a frecuentar la policlínica eran los que se herían trabajando en el campo, que eran más de lo que había imaginado y que generalmente llegaban sangrando o con fracturas atravesando grandes distancias. Y también las parturientas, que llegaban en las condiciones más precarias, a menudo atravesadas en el asiento de atrás de una camioneta o sacudiéndose en un carro, sin haberse hecho ningún análisis previo y desconociendo todo al respecto, aunque no me lo pueda creer.
—¿Qué quiere decirme exactamente con “desconociendo todo al respecto”?
—Que no sabían ni por dónde les iba a salir la criatura. No tenían la menor idea de nada. Ya calculaba yo que usted iba a poner cara como de espanto.
—Es que me resulta imposible imaginar esa falta de conocimientos en personas que viven en permanente contacto con pariciones de animales.
—Eso le podrá dar una idea de la extrema ignorancia de cierta gente. En estos casos, los médicos tienen que ser una suerte de hechiceros. Uno tiene que lograr que esa paciente que generalmente es muy joven y primeriza, realice una especie de entregamiento total y en ese caso, los partos salen fantásticos. En caso contrario, sobrevienen las patadas, los forcejeos y las complicaciones innecesarias. Yo tuve que atender un parto en el asiento de un auto, porque la madre me vino tarde y el chico estaba ya saliendo.
—La persistencia en los viejos tabúes sexuales entonces, sigue vigente.
—Mucho más de lo que usted puede concebirlo. Incluso en las generaciones jóvenes que uno cree que son más despiertas. Los varones continúan creyendo que cuanto más grande es su pene, mayor felicidad pueden provocar en una mujer. Tengo que enseñarles que el acto sexual no se reduce a la penetración, que hay muchas formas laterales del amor que ellos ignoran por completo. Y en los adultos, ni le cuento. Hay mujeres de mi edad, que me aseguran desconocer el placer sexual, no porque no lo hubieran sentido nunca, pese a tener treinta años de casadas, sino porque desconocían que existiera. Puedo asegurarle que la mayoría de las mujeres adultas que he tratado, nunca lograron un orgasmo ni sabían de lo que se trataba. Y yo les digo que nunca es tarde para empezar. Acá les enseño tanto al hombre como a la mujer, el placer de bañarse juntos, de dormir desnudos, piel contra piel. Ellos me miran muy asombrados, pero me consta que después me hacen caso (se ríe). Los hombres de este medio están convencidos que el sexo se reduce a la penetración, a un desahogo rápido y a otra cosa. Y las mujeres desconocen que existan otras formas. En Curtina se sigue viviendo en el siglo pasado. A la policlínica vienen mujeres con cefaleas, o con pérdidas de apetito o con depresiones y hablando, no en la primera consulta sino en las inmediatas, siempre salta la insatisfacción sexual. Me dicen que quieren a sus maridos, pero ellos creen que el deber de las esposas es ser un depósito de semen. Entonces hay que tratar que ellas traten de seducir a sus hombres de otra forma.
—¿Y ha logrado sus objetivos?
—No tenga dudas. Le digo más: lo logré en una persona que estaba en asistencia psiquiátrica. El especialista que la trataba no le encontraba la raíz al problema y conversando conmigo saltó. El esposo le llevaba veinte años y pensaba que el sexo ya no tenía importancia. Ni conversar era necesario. ¿Sabe lo que le dije? "Mirá Fulana: cuando tu marido se esté bañando, metete en la ducha y te bañás con él. Primero te va a rechazar y te va a decir un disparate, pero después te va a aceptar. O si no comprate un camisón cortito y te le insinuás". Y el tratamiento dio resultado. Los dos por separado vinieron a decirme que estaban viviendo una etapa sexual que nunca habían conocido.
—¿Al llegar a Curtina experimentó el rechazo de los vecinos?
—La gente en general no me dio la espalda y algunos hasta me brindaron la bienvenida. Recuerdo a un vecino ya fallecido, un viejito de noventa y seis años con toda su lucidez, que se bañaba en el río desnudo y a caballo, un complejo operativo que todavía me asombra, porque hasta llegaba a jabonarse cuidadosamente. Este hombre fue uno de los primeros en solicitar mi atención profesional y trató de pagarme dejándome en forma anónima lechugas frente a mi puerta. Nunca me lo dijo, pero me di cuenta porque era uno de los pocos del pueblo que tenía una huertita. Aquí sobran el tiempo y el hambre, pero cultivar verduras es una actividad mirada con cierto desprecio. El verdadero rechazo provino de los caudillos, que me observaron como a un insecto, porque en Curtina el médico es como una bandera y el que se considera su propietario, tiene una porción más de poder.
—No quiero que me dé nombres propios, pero al menos dígame cuántos caudillos hay.
—Por lo menos tres y todos del mismo partido. El asunto es que si yo me hubiera dejado manejar como un títere no habría tenido problemas. Pero yo dejé bien claras las cosas de entrada y les dije que jamás iba a hacer nada que pudiera hacerme sentir que estaba prostituyendo la profesión. Acá siempre se manejaron mucho las cosas con el concepto de la "gauchada". Ocurrieron hechos terribles que se procuró que pasaran desapercibidos de este modo. Un día apareció un hombre muerto y me pidieron que hiciera el certificado de defunción de un hombre que había muerto de golpe sin motivo aparente. Fui a verlo. Estaba vestido de particular y nada indicaba que hubiera habido nada irregular. Por rutina le toqué el cuello y sentí sangre en los dedos. Entonces lo desvestí y comprobé que había sido asesinado de un balazo. Naturalmente no podía hacer el certificado y no lo hice. Vinieron a verme y me insistieron en que debía hacerlo porque esa era mi obligación. Les contesté que era problema de la Policía y del juez. La respuesta fue una frase vaga pero veladamente amenazante, algo así como que si firmaba el certificado de muerte natural nos iba a ir bien a todos y que lo contrario iba a complicar las cosas.
—¿Y cómo terminó la historia?
—Terminó en que seguí negándome y no me pasó nada. Se llevaron preso a un pobre peoncito que estaba tan borracho que no se acordaba de nada y que a los seis meses salió. Pero la persona a la que el propio hijo de la víctima vio cometer el crimen, no fue procesada. Fíjese qué curioso. Este muchacho que en el momento del homicidio usaba lentes, nunca más se los puso, como si a partir del momento en que vio matar a su padre, se hubiera negado a ver la realidad. Nadie en el pueblo me daba la razón. Hasta la propia esposa del asesinado me increpó por la calle sin entender que yo me había negado a ocultar el crimen haciendo una constancia de muerte natural.
—¿La habían amenazado anteriormente?
—Cuando recién llegué me hicieron la vida imposible. Supongo que la finalidad era que depusiera mi actitud de independencia. Pero nunca me pasó nada. Seguí bajándome del ómnibus a las cuatro de la mañana y caminando a oscuras las cuadras que separan la parada de la policlínica. El primer año, cuando querían desesperadamente que me fuera, aprovecharon una ausencia y me robaron hasta la heladera. Un robo ocurrido en un pueblo donde nunca pasa nada era imposible que resultara desapercibido. Sin embargo nadie se dio por enterado. Un paciente llegó a decirme: "doctora: yo le debo la vida, pero algún día usted se irá y yo me voy a quedar acá. Aunque la encuentre tirada en la calle, no voy a darle ninguna mano. Dependo mucho de ellos".
— “Ellos”, son los caudillos.
—Por supuesto. Menos mal que el director del Hospital de Tacuarembó me prestó una heladerita, porque era pleno verano y acá el calor es insoportable. No fue la única tropelía que me hicieron en esos meses. Nadie me vendía leche, por ejemplo, y el invierno inmediato no conseguí quien me vendiera leña. Los vecinos me la regalaban porque los proveedores tenían orden de no venderme.
—Usted me está contando historias de arbitrariedades, conspiraciones colectivas y venganzas que parecen de otros tiempos.
—Y lo son, con la diferencia que ocurren en estos años. Le voy a contar dos episodios. Una noche alguien llamó a mi dormitorio, que todavía tenía una puerta desvencijada que comunicaba con el exterior y una persona hizo fuerza y trató de entrar al tiempo que decía: "abrime que quiero dormir contigo". Como la madera estaba a la miseria y yo la apuntalaba con un palo, cedió enseguida. Cuando metió la mano, Caramelo --que duerme en mi cuarto-- se le abalanzó y yo atiné a correr a la cocina, agarrar un palote de amasar y atizarle un golpe terrible. Sentí clarito el crujido del hueso al partirse. Salí afuera y el hombre estaba a los ayes con el brazo partido y el perro que se lo quería comer. No se puede imaginar todo lo que lo insulté. Jamás creí que yo supiera tantas malas palabras (se ríe). Eso ocurrió un domingo. El lunes, que habitualmente es un día de treinta y pico de pacientes, ante mi asombro, no vino nadie. Me quedé tranquila, toda la mañana leyendo y tomando mate. Por la tarde fui a controlar a unos viejitos y uno de ellos me dijo: "me alegro que ya haya regresado del hospital, doctora. Nos dijeron que habían querido violarla y la habían golpeado". Yo no había comentado con nadie el asunto y Caramelo no sabe hablar. No me fue difícil interpretar que quienes habían encargado el ataque al desgraciado que terminó con la fractura, dieron por sentado que éste había tenido éxito y divulgaron la noticia por el pueblo antes de confirmarla. ¿Qué le parece?
—Que todo lo que me cuenta es asombroso.
—Puedo agregarle más. En otra oportunidad dos hombres a quienes conocía sólo de vista llamaron a la policlínica de noche y cuando salí me dijeron que pretendían hacer amistad conmigo. Les dije que esa no era forma de hacer amistades, que había maneras más civilizadas y uno de ellos se encargó de aclarar sus métodos: "lo que queremos es hacer amistad en la cama. ¿Usted no es mujer acaso?".
—Y usted corrió a agarrar el palote.
—No. Hice algo peor. Les dije: "mis amistades en la cama, el día que las quiera las voy a elegir yo y no las voy a hacer con dos mugrientos analfabetos como ustedes" (se ríe). Después me arrepentí, porque me di cuenta que todo era producto de la ignorancia del pueblo. Se han criado en un medio machista en el que los hombres todo lo pueden y todo lo obtienen por las buenas o por la violencia. Yo era una especie de extranjera en Curtina y para peor, mujer. En resumen, no era nada. Menos que un bicho.
A mitad de camino entre Paso de los Toros y Tacuarembó, doblando un trecho hacia la izquierda, se encuentra el pueblo Curtina, en un tiempo estación ferrocarrilera de embarque de ganado. Transitando esas pocas cuadras, según el testimonio de la doctora María Mirandette, única médica de la zona, se penetra en el siglo pasado. En su primer vistazo, la localidad no difiere de tantas otras detenidas en el tiempo en puntos olvidados de la campaña. Calles de tierra, ojos recelosos, casitas descascaradas que no tratan de disimular su vejez, ovejas pastando al costado de las cunetas, una escuela con algunas bicicletas en la puerta, jardines con pocas flores y muchas gallinas, sensación de carencia de medios de trabajo. Un par de carnicerías, algún almacencito que vende artículos para las estancias, varios boliches, una pequeña capilla sin cura estable, encogida y friolenta. Poco más allá, un monte natural sobre el arroyo Malo, un curso de agua que en época de lluvias suele volverse rencoroso. Si el Lejano Oeste se ha asentado en Curtina, sólo se detecta en los caballos atados frente a los locales que expenden bebidas, donde no hay puertas de vaivén ni mesas de póquer pero en los que la caña promueve todos los enconos y todas las violencias. El siglo pasado y aun la Edad Media hay que buscarlos, según la entrevistada, dentro de la gente, en sus costumbres, sus dependencias feudales, sus prejuicios, sus intolerancias y su culto al poder ilimitado. En la segunda y última parte de este extenso reportaje a una médica rural, el medio ha surgido como un inesperado protagonista. Comprender a este Uruguay todavía enredado en sus raíces, es una tarea largamente postergada.
—Usted me ha detallado la semana pasada la hostilidad con que fue recibida cuando asumió como médica de la policlínica de Curtina, una resistencia que por otra parte no fue diferente a la que debieron soportar sus predecesores. Me ha contado de sus problemas con la gente, de las presiones de los caudillos, del intento de violación, de las amenazas y las agresiones. Se ha referido a la ignorancia, al alcoholismo y a la prostitución encubierta. Pero varias veces ha hecho hincapié en su amor por el pueblo y su deseo de no irse nunca de acá. ¿En estos seis años largos de convivencia ha hecho amigos?
--No. Los días feriados en que no hay consulta, no viene nadie a casa. Salvo algún chiquilín que me hace mandados o la señora que trabaja como doméstica. El resto del pueblo no se acerca jamás, salvo que necesite de mis servicios.
—¿A qué lo atribuye? ¿A que usted provoca un rechazo especial?
—Puede ser. De pronto es mi manera de ser que de un tiempo a esta parte es más dura. Yo trato bien a la gente, pero le pongo límites, porque nunca sé cómo pueden interpretar mi amistad. Además cuando di mucho amor en el pasado, la vida me golpeó muy duro. Tengo buenos vecinos, pero no he hecho amigos. Podría decir que la excepción la constituye un grupo de adolescentes con los cuales charlo mucho tratando de solucionar sus problemas, porque no tienen diálogo con sus familias. Con los adultos, no. Para ellos sigo siendo una extranjera. Además está siempre latente la presión de los caudillos. ¿Si yo llego a irme qué puede pasar con los que se animaron a apoyar a la doctora? En Curtina todo el pueblo depende de los caudillos. Ellos facilitan vacas para que las familias tengan leche para los gurises, o ceden cables de las parabólicas para que puedan ver televisión, o prestan dinero cuando alguno se encuentra apretado.
—Nada de eso suena mal.
—Si eso fuera desinteresado sería digno de admiración, pero no lo es. Se lleva a cabo para crear una situación de dependencia, que con el correr del tiempo de-semboca inevitablemente en el apoyo político y en el voto. Es tan grande la subordinación, que hubo vecinos que no quisieron acogerse a los planes del MEVIR sin preguntar previamente a los caudillos si eso los molestaba en alguna forma. Y yo los entiendo porque han vivido años y años en la ignorancia y dependiendo mental y físicamente de otros. Quiero mucho este lugar y trato de comprender a su gente. Es igual a lo que ocurre cuando se tiene un hijo diferente totalmente a uno pero al que no se deja de amar por eso. Me doy cuenta que mucha gente del pueblo está presionada y tiene temor. No los puedo juzgar. No sé cómo actuaría yo en lugar de ellos. Pero sé que éste es mi lugar, hago las cosas con placer, atiendo a toda hora, aún a la madrugada.
—¿También tiene consultas particulares?
—Acá la gente no tiene cómo pagar ese tipo de atención médica. A lo sumo le traen una docena de huevos, porque no tienen para dar ni una gallinita. Y en las estancias vecinas, que es donde puede haber dinero, son todos socios de COMTA, que es la cooperativa médica del departamento. Yo atiendo por esta mutualista en la policlínica y en la guardia permanente.
—Perdóneme la indiscreción. ¿Cuánto le paga el Ministerio de Salud Pública por su trabajo?
—Mil seiscientos pesos y además me da este alojamiento que usted puede juzgar. Prácticamente un galpón. Y de ese sueldo tengo que sacar para pagar una limpiadora porque en apariencia el Ministerio no tiene inconveniente en que los consultorios médicos bajo su dependencia no se higienicen nunca.
—¿Puede vivir con ese sueldo?
—Si no estuviera además en COMTA, no podría. De cualquier manera soy muy austera y gasto muy poco, fundamentalmente en libros. Pero con mate amargo y algo de comida, tiro todo el día.
—Vi por allí un televisor tapado.
—Lo tengo para que mis sobrinos vean videos cuando pueden visitarme, pero acá no llega la señal de los canales montevideanos y no tengo parabólica. Así que rara vez está marchando.
—¿Tiene competencia con los curanderos de la zona?
—No, me llevo muy bien con todos. Ocurre que son pacientes míos y tengo confianza con ellos. Les he dicho que no tengo problemas en que atiendan pero que por favor no les hagan dejar la medicación que les doy a mis pacientes. Es un trato que cumplen rigurosamente.
—¿Cuántos curanderos hay por acá?
—Tres, dos mujeres y un hombre. Hacen lo que se denomina “simpatías”, también dan tecitos de yuyos o hacen “venceduras”. Cuando los veo les digo que yo considero que su trabajo es importantísimo pero que si no son pacientes míos, traten de mandármelos a la policlínica. Siempre me da miedo que un niño con diarrea por ejemplo, tratado con una “vencedura”, se deshidrate en pocas horas. Estas enfermedades derivadas de la extrema miseria son muy frecuentes.
—¿A qué grado puede llegar esa pobreza?
—A un grado de carencia de luz o de agua potable o de baño. Dos por tres voy a ver pacientes a ranchos de piso de tierra alumbrados apenas por un candil. Tengo que sentarme en la cama junto a los enfermos y si preciso mirarles la garganta, no veo nada. Vuelan de fiebre y si tienen que levantarse de noche para ir al baño, deben salir afuera y meterse en una letrina que está a veinte metros. Cuando les mando vahos, me doy cuenta que no sirven de nada, porque adentro del rancho entra más viento por los agujeros que el que sopla afuera. Hay mucha miseria aunque debo reconocer que también existe gente que vive bien. No son muchos, pero los hay.
—¿Su carrera fue difícil?
—Sí, porque provengo de una familia muy humilde de Mercedes. Mi padre me envió a Montevideo y me dijo bien claro que no podía mantenerme, que yo debía trabajar. Durante muchos años fui telefonista de una especie de mutualista de practicantes que hacía inyectables y nebulizaciones a domicilio. Más avanzada en mi carrera, ya trabajé como practicante y hasta como enfermera. Pero nada resultó fácil ni antes ni después de recibirme. Las propuestas de trabajo no llegaban o si lo hacían algunas veces resultaban repugnantes.
—¿A qué se refiere?
—Antes de aceptar lo de Curtina, vi en el diario un aviso de una clínica que precisaba personal para practicantes y médicas. No requerían profesionales masculinos. Era un local que estaba en Dieciocho de Julio y Ejido en un décimo piso. Había una cola infernal, pero de entrada le sentí feo olor. Cuando nos tocó el turno, entramos un grupo de quince y nos recibió un médico en pantalón vaquero que nos habló muy clarito: "Les voy a decir para qué las hemos convocado. Esta es una clínica para hacer abortos. Que nadie se sienta engañada. La que se quiera quedar se queda y la que no se va". Y yo me fui porque no había hecho mi carrera para practicar abortos. Si llega a mí una mujer con una hemorragia cuya vida depende de un aborto ya en curso, lo hago. Como norma, no. Regresé a casa caminando, porque no tenía ni para el ómnibus. En ese momento vivía en Malvín, pero tenía tanta rabia que ni sentí la caminata (se ríe). Ya ve que a los cincuenta años de edad, mi carrera profesional estaba todavía comenzando. En realidad, médica y todo, tuve que hacer cualquier trabajo para sobrevivir.
—Me han dicho que aceptó emplearse como doméstica en Punta del Este.
—Es cierto. Eso fue en el año ochenta. Hacía mucho que era médica pero no tenía trabajo, así que apechugué. Fui a Punta del Este y me coloqué como mucama. Era un trabajo muy especial, porque también cuidaba a un enfermo y la familia utilizaba mis conocimientos médicos. Eso sí: el sueldo era el de mucama, no el de médica. Y le puedo asegurar que trabajé contenta. Siempre me pagaron bien aunque el trato era distante. Estuve en casa de un húngaro, para quien yo era una especie de indígena mejorado, un indio que por un azar de la vida se había recibido de médico. Para los extranjeros con los cuales trabajé, yo era una cosa, un electroméstico un poco más sofisticado que sabía colocar una inyección, hacer un enema o resolver un caso agudo. Pero no dejaba de ser una autóctona, una india su-damericana y me subestimaban permanentemente. De cualquier modo, ese húngaro multimillonario con el cual estuve colocada y al cual lo salvé de una enfermedad cuyos síntomas fueron provocados artificialmente, me quiso llevar a Europa con él, siempre como mucama con rango de médica. Me pagaba un fortunón y no entendía que yo quisiera quedarme acá en estas tierras salvajes a practicar la medicina en vez de ser su sirvienta de primera clase. Era un hombre sumamente culto pero con un sentido de superioridad que me hacía hervir, pero me tenía confianza porque yo le había detectado una diabetes inventada por quien lo estaba atendiendo. ¿Usted no lo sabía? En Punta del Este pude comprobar que ciertos médicos fabrican enfermedades para tener más tiempo a una persona bajo su dependencia y de esa forma tener mejores ingresos.
—Deténgase ahí por favor. ¿Qué quiere significar con la frase “ciertos médicos fabrican enfermedades”?
—Quiero decir que se medicamenta mal, se trata mal a los pacientes en forma deliberada.
—¿Me quiere decir que en Punta del Este existen médicos que prolongan las enfermedades con el solo objeto de tener mayores ganancias?
—¡Claro! Yo lo he podido constatar. Pacientes que no tenían nada y los seguían medicamentando y visitando. O pacientes a los cuales se les provocaba las enfermedades. Por ejemplo: cualquier médico sabe que si a un paciente le da mucha cortisona, le va a provocar una hiperglicemia. Le mandan un análisis de sangre y después le dicen: "tiene principio de diabetes. Hay que tratarlo urgente". El pobre enfermo se enloquece. Está fuera de su país, disfrutando de unas vacaciones y de buenas a primeras se encuentra con que está enfermo de diabetes. No sabe qué hacer. Entonces viene su mucama de lujo, le retira la cortisona y lo cura de la hiperglicemia. Todo a precio de doméstica.
—Es una acusación muy grave.
—Yo lo viví y mi patrón y paciente vive y puede atestiguarlo. Es posible que el médico no supiera esa reacción que provoca la cortisona y que actuara de buena fe.
—¿Sería normal ese desconocimiento?
—No.
—Dejémoslo ahí. Usted me decía que la trataban como india, pero por acá tengo apuntado que usted es descendiente de charrúas, aunque sus rasgos físicos no lo denuncien.
—Es cierto. Desciendo de vascos por parte de padre y de charrúas por parte de madre. Mi bisabuelo fue uno de los que escapó de la matanza de Salsipuedes, pero nunca quiso hablar mucho del tema. Le asesinaron a la esposa y se escapó con dos hijos chicos, uno de los cuales fue mi abuela. Dicen que era un hombre muy callado, muy parco, muy solitario. Estoy segura que este amor a la soledad que yo tengo lo heredé de él.
—¿Qué otra cosa le han contado de su bisabuelo charrúa?
—Que vivía en un rancho de paja y ya muy viejo, cuando le pedían que castigara a sus nietos porque habían hecho alguna travesura, sacaba una pajita del techo y les "pegaba" con ella. Mi abuela decía que aquella matanza lo había marcado cambiándole el carácter. Se le tenía por una persona muy taciturna que podía pasar semanas sin hablar con nadie. Tanto él como mi abuela eran analfabetos. Mi madre llegó a ir hasta tercer año de escuela y mi padre también, aunque éste fue un autodidacta.
—Cuénteme de una experiencia suya absolutamente insólita que se vinculó a ciertos derechos sexuales que se otorgan a sí mismas algunas personas de esos alrededores.
—Me imagino que se refiere al derecho de pernada.
—Exactamente y desde ya le digo que no es fácil de creer.
—Ese episodio tuvo lugar al principio de mi vida en Curtina, unos cinco o seis años atrás. Usted recuerda que el "derecho de pernada" era el que ejercían los señores feudales de la Edad Media para con sus vasallas jóvenes que contraían matrimonio. Simplemente las "inauguraban" antes que sus maridos porque para eso disponían del poder. Acá ocurrió algo parecido. Se casaba una chica de catorce años y ese mismo día tenía que irse el muchacho que también era muy joven a trabajar a la estancia donde era peón, porque no le habían dado ni un día libre para sus menesteres matrimoniales. Ese mismo día la chica vino a verme muy angustiada, pidiéndome por favor que si no la ayudaba, iba a cometer un disparate. Le habían hecho saber que en su noche de bodas, iba a venir el patrón de su marido a desposarla. Lloraba a gritos y me explicaba que a su madre le había pasado lo mismo, aunque con otro señor poderoso.
—¿Qué hizo usted?
—Pensé un poco, traté de calmarla y le dije que se quedara tranquila que íbamos a poner en marcha un plan. Ella se quedaría a dormir acá en la policlínica, cuidada por el perro "Caramelo", que era capaz de arrancarle los pedazos al que se atreviera a entrar, y mientras tanto yo me acostaría en su rancho a la espera del intruso. La gurisa no quería porque tenía miedo a lo que pudiera pasarme, pero la tranquilicé explicándole que a mí no era fácil violarme (se ríe). A eso de la una de la mañana sentí el ruido de una camioneta. Se bajó una persona y entró. A oscuras armó un cigarrillo como dándose ánimo, lo fumó lentamente y con ansiedad porque yo sentía claramente las chupadas y luego se desvistió y se metió en la cama. En ese momento prendió el encendedor porque en el rancho no había luz eléctrica y me iluminó la cara. Se enderezó de un salto. "¡Doctora!" —casi gritó—. Yo lo conocía bien porque era de la zona y ya lo había tratado por no sé qué problema. Se volvió a vestir apuradísimo y antes de marcharse me rogó: "¡Por favor! ¡Que esto no salga de estas paredes!" Y yo le contesté que si esa costumbre que tenía se terminaba allí mismo, no revelaría su nombre, pero que si llegaba a enterarme que había vuelto a las andadas, se lo contaría a todo el pueblo. Creo que le quité los vicios de raíz. No he vuelto a saber de nuevos intentos y tengo con él una relación normal. Si preciso dinero para comprarle ropa a algún chico indigente o para una pelota de fútbol o para dar de comer a una familia se la pido a él y nunca me la niega. Tenemos un pacto de silencio. Por la cara de incredulidad que está poniendo usted, veo que el asunto lo impactó.
—La cara de asombro mía ha de ser parecida a la de todos los que han leído su relato. Es un perfecto argumento para un cuento de ambiente rural.
—Con la diferencia que no es un cuento sino una historia verídica. Y en estos años que llevo viviendo casi en el campo, me he enterado que estos casos son más frecuentes que lo que todos imaginábamos. La chica es hoy muy amiga mía. Ella sabe que yo no iba a permitir que se colgara de un árbol para impedir el atropello de aquél señor y está agradecida. Pero siempre le digo que me quiera sin dependencia, que el cariño debe implicar libertad, no subordinación. El cáncer de estos lugares es precisamente eso: el sentirse las personas en todo momento bajo el dominio de otras que tienen más dinero o más poder o más inteligencia. Uno siente los intentos de sujeción apenas pisa Curtina, pero si afloja, está perdida para siempre. Le puedo asegurar que eso me ha costado mucho sufrimiento y muchos problemas. Soy una mujer dura y muy rara vez se me puede ver llorar. Además me he prometido no dejarme vencer por quienes intentan echarme del pueblo. Un sola vez sentí un desfallecimiento. Fue aquel primer año de mi estadía, cuando me robaron la heladera y no tenía ni dónde poner los medicamentos perecederos. En los meses en que nadie quería venderme leche ni leña, muchos me consideraban una enemiga y hasta llegaron al extremo de enviar a un hombre para que me violara y me diera una paliza. Yo había ido al hospital de Tacuarembó a pedir un poco de apoyo y me sentía tan desmoralizada que en un taxi que me trasladaba por la ciudad me puse a llorar. El conductor se detuvo, me preguntó qué me pasaba y se lo expliqué. Nunca lo había visto, pero me dio mucho ánimo. Luego me llevó a su casa, conocí a su esposa y hoy son mis mejores amigos en la capital del departamento. Son esos episodios que reconfortan con la vida. Me sentí con mucha más fuerza como para enfrentar la violencia cotidiana.
—¿Se siente viviendo en un lugar violento?
—Por supuesto. Acá hay violencia en la escuela, en el medio familiar y sobre todo en los boliches como consecuencia del alcohol. Y eso se palpa a diario en mi consulta. Puede suceder que venga una señora y me diga: "doctora, no puedo más, esta misma noche mato al borracho de mi marido y después me degüello. Estoy harta de que me pegue. Si usted no me ayuda, va a ser la responsable".
—¿Los hombres fuertes tradicionales de los pueblos, como el cura, el comisario o el juez, no hacen nada por impedir la violencia?
—No sé si pueden tener tanta eficacia, por lo menos, los dos primeros. Los curas van y vienen, nunca se quedan mucho tiempo. Están unos meses y se marchan a otra parroquia. No formo parte de la religión pero observo que son de ese tipo de padres mimados, que los fieles con dinero se los disputan para agasajarlos.
—Al estilo de los curas rurales españoles del siglo pasado.
—¡Eso mismo! Aunque los medios económicos sean diferentes. El comisario actual es un hombre joven y lúcido, pero al igual que los curas, los comisarios son trasladados con frecuencia. El juez es otra cosa. Vive acá y tiene realmente mucho poder. Es muy católico, muy inteligente y solemos discutir con frecuencia.
—¿La política tiene mucha fuerza?
—Muchísima, como nunca había visto. El pueblo es esencialmente blanco y herrerista. En época de elecciones es difícil ver a alguien que no lleve bombachas blancas y golillas o boinas celestes. Todo el departamento es así y Curtina en especial. Casi no hay colorados y gente de izquierda... bueno: si existe no la conozco. Le digo más: me parece imposible que pueda haberla algún día. Claro que si el signo político fuera de otra tendencia, poco se modificaría, porque el problema está en la esencia de los hombres.
—Pese a todo se siente feliz.
—Enormemente. Disfruto mucho la soledad y he aprendido a conocerme y a vivir conmigo misma. El ser humano es tan complicado que necesita dosis inmensas de soledad para entenderse. En lugares llenos de gente la introspección suele ser difícil, pero acá es como una diversión. Me siento en un sillón con el mate amargo, miro esos árboles divinos, ese cielo, esas puestas de sol y me pregunto por qué estoy desasosegada cuando todo a mi alrededor es tan plácido y tan bonito. Los domingos salgo con la gurisada y con los perros, voy al arroyo o al monte y paso unas tardes espléndidas. Yo sé que todo esto no lo va a comprender la inmensa mayoría de la gente, pero no puedo describir mejor mi paz interior.
—No está arrepentida de su decisión.
—Para nada. Ni la decisión de venir aquí ni la de quedarme a cualquier costo. Sólo me iría si los colegas de Tacuarembó me lo solicitaran, si mi ida fuera absolutamente imprescindible. Tengo unos colegas fantásticos, los directores del hospital Ferreyra y Antonio Chiesa, que son jóvenes, han creído en mí, me han apoyado siempre y no les puedo fallar.
—De cualquier manera no ha de ser fácil pasar un invierno en esta casa donde el viento se cuela por todos lados.
—Eso es bravo, tiene razón. Paso mucho frío y ya no soy una niña. Pero teniendo mate, un libro, música y un animal con el cual conversar, todo parece mejor. Mis perros son personas. Hay veces que deprimida por problemas familiares me pongo a pensar sosteniéndome la cabeza y enseguida viene "Caramelo" y me la levanta con el hocico como si quisiera darme ánimo. Además hablo con las plantas. A veces cuando no quieren venir bien les pregunto qué les pasa, trato de entenderlas, las cambio de lugar porque he comprobado que hay algunas que se llevan bien con unas colegas y mal con otras (se ríe). El helecho por ejemplo es muy solitario y no le gusta la compañía de las demás.
—Usted es un poco helecho.
—Soy. Me gusta estar sola y en silencio. Sé lo que no quiero. Deseo vivir como lo que soy, como parte de la naturaleza. Para mí ir al monte, caminar entre esos árboles que nadie plantó y que son seres vivos igual a nosotros, es una gloria.
—Probablemente usted sea dueña de una sabiduría muy poco común.
—No. Creo que uno debe aprender a vivir con lo que tiene. Las circunstancias me trajeron aquí y me obligaron a disfrutar de esto. Pese a todas las cosas que le he contado que afean este lugar, lo quiero entrañablemente y me doy cuenta que vivir aquí es un privilegio.
—¿No tiene miedo que este reportaje le acarree problemas en el pueblo? ¿No piensa que hay gente que puede sentirse ofendida con usted?
—No, porque he sido sincera.
—La sinceridad no es un atenuante para quienes puedan agraviarse con sus palabras.
—He tenido tantas topadas que otras más no me preocupan.