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    Un general batllista cuenta en sus memorias cómo fue castigado por el Ejército durante la dictadura

    Haber permanecido dentro del batllismo le sirvió a Ramírez para evitar la cárcel cuando los mandos dieron el golpe de Estado, pero no para seguir en la fuerza

    En el camino hacia el poder, que se extendió durante 12 años desde 1973, los mandos militares golpistas decidieron apartar de sus filas no solo a seregnistas e izquierdistas, sino también a oficiales blancos y colorados que se mantenían fieles al juramento de respeto a la Constitución.

    A uno de ellos, el entonces coronel de Infantería cercano al batllismo Guillermo Ramírez, que había realizado una carrera militar brillante, no solamente se le impidió el ascenso a general, una jerarquía para la cual había concursado con éxito, sino que, cuando presentó un recurso fue sancionado, obligado a pasar a retiro y hasta se le impidió participar en los asados de su promoción.

    “No se puede contestar un recurso de revocación con una sanción”, le dijo entonces su abogado, el constitucionalista Horacio Cassinelli Muñoz. “Doctor, estamos en dictadura”, advirtió el cliente.

    Aunque más de una década después su situación cambió, no todo fueron reconocimientos con el retorno de la democracia: Ramírez fue requerido por la Justicia argentina porque alguno de los represores había usado su nombre y grado como seudónimo en operaciones en Buenos Aires, en tiempos del pozo conocido como Automotores Orletti.

    Durante la pandemia del coronavirus, Ramírez —que se recibió de contador, fue ascendido a general por el gobierno democrático, presidió durante años el Tribunal de Cuentas y hoy tiene 96 años— escribió el libro de memorias publicado bajo el título Apuntes de vida.

    Igual que al exdirector de inteligencia del Ministerio de Defensa coronel Ramón Trabal, a quien también le fue cortado el camino a la máxima jerarquía, Ramírez estuvo vinculado con el episodio por el cual fue rodeada la casa del entonces coronel Julio César Vadora en el invierno de 1969 por presuntos intentos golpistas, en lo que se conoció luego como la reunión de la buseca.

    El libro cuenta que, poco después, los coroneles Gregorio y Artigas Álvarez, en presencia de Ramírez, negaron el saludo a Trabal, a quien hacían responsable de la operación en casa de Vadora.

    El autor relata su experiencia, también durante el gobierno de Jorge Pacheco Areco, cuando se ordenaron los allanamientos de varias facultades y se pidió el respaldo de una compañía motorizada del Ejército, dependiente de la región militar Nº 1, cuyo jefe era el general Liber Seregni. La Policía estaba en la búsqueda del entonces presidente de UTE, Ulises Pereira Reverbel, quien había sido secuestrado por los tupamaros.

    Ramírez, que en ese tiempo tenía el grado de teniente coronel y era ayudante del comandante en jefe del Ejército, relató que respondió al jefe de Policía, coronel Romeo Zina Fernández, que suponer que el secuestrado estuviera en una facultad era “un disparate”, a lo que este habría respondido: “Sí, Trabal me dijo lo mismo”.

    Vietnam y la tortura

    Entre los recuerdos de Ramírez está un encuentro con el general estadounidense William Westmoreland, durante la VIII Conferencia de Ejércitos Americanos en Río de Janeiro.

    Según el militar uruguayo, este general que había sido comandante de las fuerzas estadounidenses durante la guerra de Vietnam, al hacer un resumen de su experiencia, afirmó que “los apremios físicos eran una inversión que a largo plazo rendían malos dividendos”. El general, según Ramírez, “sostuvo que esos apremios no solo afectaban a quien los infringía y a quien los recibía, sino también a una incalculable cantidad de personas, como familiares, amigos y conocidos de las víctimas, y aun a quienes no lo conocían”.

    En 1970, cuando el autor fue director de la Escuela de Estado Mayor del Ejército, recordó a menudo en sus clases la exposición del general Westmoreland “por el valor humano y profesional que ella contenía”.

    En esa misma época, recuerda Ramírez, fue invitado a sumarse al Frente Amplio por su amigo, también batllista, el coronel Enrique Ojeda. “Le contesté que en esa nueva agrupación quien iba a mandar era el Partido Comunista porque era el que tenía mejor organización, los cuadros más entrenados y contaba con el apoyo financiero desde el exterior, como partido internacional que era”.

    Haber permanecido dentro del batllismo le sirvió a Ramírez para evitar la cárcel cuando los mandos dieron el golpe de Estado, pero no para seguir en la fuerza. En tres ocasiones tuvo que pedir la conformación de un tribunal de honor ante acusaciones de “comunista” y “frenteamplista” formuladas por militares y también por paramilitares, como el director del semanario Azul y Blanco.

    Ramírez, como los propios protagonistas, considera que ya en febrero de 1973, al no aceptar al general Antonio Francese como ministro de Defensa, “se había consumado (…) el desconocimiento de la autoridad de uno de los poderes (…), lo que constituyó un golpe de Estado”.

    Para él llegó el momento de retomar sus estudios de contador, lo que lo llevaría a una destacada carrera civil después de la dictadura, porque mientras sus excamaradas estuvieron en el poder ni siquiera lo habían autorizado a tomar un buen empleo privado en una subsidiaria de General Motors.