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    Apagar la fábrica de radicales

    Todo se mezcla allí adentro, la información realmente valiosa con la basura, el material imprescindible con el destructivo, y las fronteras entre esos extremos son casi inexistentes; más todavía en las redes sociales, las vedetes de los teléfonos celulares

    Director Periodístico de Búsqueda

    La culpa no la tienen los teléfonos celulares. Al revés, el smartphone es uno de los inventos más importantes de las últimas décadas, porque revolucionó la vida cotidiana. Bien utilizado es un objeto fundamental, que cambia de forma radical la manera de abordar el día a día. Todo pasa a estar al alcance de la mano.

    El problema es que, de tan bueno, puede llegar a ser malísimo. Y, lamentablemente, es lo que está ocurriendo. Porque, en cierta medida, el teléfono ya ganó la batalla y pasó a dominar a la inmensa mayoría de sus usuarios. Se transformó en aquella vieja pesadilla de las máquinas rebelándose y utilizando luego a los seres humanos de esclavos. Solo que no fue por la fuerza. Fueron los propios humanos los que le dieron día tras día más y más poder, casi sin darse cuenta.

    Por eso es urgente cambiar las formas y algunas reglas de juego. Este es el momento. Las nuevas generaciones tienen que incorporar nuevos hábitos, desintoxicarse un poco, aprender a manejar de una manera más útil y fructífera esos aparatos que ya son una parte de su cuerpo. Prohibirlos dentro de las aulas de escuelas y liceos, por ejemplo, parece ser una medida extrema, pero a esta altura puede ser necesaria. Porque es hora de empezar a tomarse el problema en serio, antes de que sea demasiado tarde.

    En los últimos años, la gran revolución mundial ha sido la de las telecomunicaciones. Retrotraerse a principios de este siglo, apenas 25 años atrás, en materia de teléfonos celulares parece como volver a la prehistoria. Los que nacieron a los inicios de los 2000 no tienen idea de la diferencia abismal generada en muy pocos años. Las redes sociales cambiaron el mundo y ni siquiera nos estamos dando cuenta. Si es para bien o para mal, depende en gran medida de lo que hacemos y hagamos en el futuro sus usuarios, que somos la mayoría de nosotros.

    Por eso, las aulas pasan a ocupar un lugar central, con un problema muy importante a tener en cuenta. Los docentes, los que les tienen que enseñar a las nuevas generaciones, están varios escalones por debajo de sus estudiantes en el manejo de las tecnologías más recientes, propias de quienes nacieron en este nuevo mundo. Por eso, no es a través de los teléfonos celulares que tienen que enseñar, es más allá de ellos.

    Es tiempo de quitarlos de las clases. Hay países, como Australia, que ya lo están haciendo por ley para todos los estudiantes menores de edad. En Uruguay, algunos institutos privados y públicos lo están instrumentando y otros empezaron a evaluarlo. Según informó Búsqueda la semana pasada, desde 2011, en educación inicial y primaria, “durante los períodos de clase los teléfonos celulares de maestros y alumnos deben permanecer apagados”, pero en educación media no está reglamentado. La nota informa que, para las autoridades educativas, es insuficiente la evidencia para “cambiar las reglas, por lo que cada liceo, UTU, colegio o docente define si habilita los dispositivos”.

    En este escenario, revela el trabajo periodístico de Nicolás Delgado, se elaboró un informe del Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineed) sobre la restricción del uso de celular en el Colegio Santa Elena, que detectó un “amplio consenso” en que la medida es “positiva”.

    Según el estudio, que combinó técnicas cuantitativas y cualitativas y recogió la opinión de directores, adscriptos, docentes, el equipo técnico y estudiantes, “la mayoría de los actores destaca mejoras en la atención, una reducción de la dispersión y una socialización más frecuente y sostenida, tanto dentro del aula como en recreos y otros espacios” si los teléfonos celulares son dejados fuera de las clases, a menos que se usen con fines pedagógicos.

    Parecen bastante previsibles estos resultados. Basta con caminar por las calles o entrar a cualquier bar, restaurante, supermercado, gimnasio o transporte colectivo para darse cuenta del aislamiento que provocan los teléfonos. El mundo se reduce a una pantalla, por más que exista por fuera de ella. Las personas pasan a ser solo una silueta iluminada por un aparato muy pequeño, que funciona como si fuera una droga de las más poderosas. Y eso es una bomba de tiempo, en varios sentidos.

    Algunos son positivos y hay que estimularlos. El celular se transformó en una fuente inagotable de conocimiento. Es algo así como andar con toda una enciclopedia en el bolsillo. Bien utilizado sirve como para investigar cualquier tema con la misma profundidad para la que años atrás era necesario recorrer varias bibliotecas, apuntes, seminarios, cines, de todo. Todo esta allí si se realizan los clics necesarios y se ponen las palabras importantes. Geografía, física, economía, matemática, historia, filosofía, lo que se quiera. Nunca fue tan fácil.

    O tan difícil. Porque esa maravilla concentrada en un rectángulo que cabe en una mano tiene otro lado, el oscuro. Todo se mezcla allí adentro, la información realmente valiosa con la basura, el material imprescindible con el destructivo, y las fronteras entre esos extremos son casi inexistentes. Más todavía en las redes sociales, las vedetes de los teléfonos celulares. Allí mandan los algoritmos y se fomentan solo los pensamientos más radicales.

    ¿Están realmente preparados niños y adolescentes para ser bombardeados, a través de sus teléfonos, con mensajes que muchas veces se construyen sobre el odio y la violencia? ¿Tienen las herramientas necesarias como para discernir entre qué sirve y qué no de toda esa catarata que traen las redes sociales, en la que a veces hasta para un adulto es difícil distinguir el oxígeno del barro? ¿No será mejor tomar medidas para hacer a las nuevas generaciones más fuertes como para enfrentar ese mundo?

    Debería ser obvia la respuesta. Porque no se trata de negar la tecnología ni de intentar formar a niños y adolescentes con criterios propios de fines del siglo pasado. El objetivo tiene que ser darles herramientas para que puedan enfrentar de una mejor manera el mundo adulto que tienen por delante. Y esas no cambian demasiado con el transcurso del tiempo, aunque sí lo haga la tecnología.

    Retirar los teléfonos celulares de las aulas y mostrar que el mundo no depende ni sale de ellos sería una buena cosa. Porque hay que apagar, de alguna forma —aunque sea por un rato—, esa fábrica de radicales en la que se han transformado esos aparatos a través de las redes sociales. Hay que fomentar el pensamiento individual, la conciencia crítica, la fortaleza intelectual para poder sobrevivir en el mundo de inteligencia artificial que se viene. Y todo eso se logra por fuera de la tecnología.

    Somos los adultos los que deberíamos dar esos pasos y también hacernos una autocrítica, porque somos nosotros los que estamos perdiendo la batalla. Los directamente involucrados son los educadores de niños y adolescentes, pero, en realidad, la responsabilidad es de todos. Porque no estamos cuidando a las nuevas generaciones de la forma que debiéramos. Total, tienen sus teléfonos para que les den las respuestas. El problema es que son las equivocadas.