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En un escenario global signado por la polarización, se ponen a prueba la confianza entre países y los patrones tradicionales de cooperación. La ayuda oficial al desarrollo (AOD) atraviesa su nivel más bajo en casi dos décadas, con una caída estimada de entre 9% y 17% respecto a 2024. Sin embargo, una encuesta reciente de la Fundación Rockefeller muestra que más del 90% de la población mundial apoya el rol de la cooperación internacional en áreas clave, como salud, desarrollo y reducción de la pobreza, aunque, a la vez, demanda resultados concretos y beneficios tangibles.
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Ante el contexto global de reconfiguraciones geopolíticas, los efectos devastadores de la crisis climática y los dilemas y oportunidades de la transformación digital, es urgente fortalecer una cooperación más efectiva, solidaria e innovadora. Esto requiere avanzar hacia un nuevo multilateralismo para el desarrollo, capaz de movilizar recursos, articular capacidades y generar bienes públicos globales —como el clima, la biodiversidad y el conocimiento— que garanticen bienestar colectivo y oportunidades para las próximas generaciones.
Esta visión tomó forma en Sevilla en julio de este año, donde 192 países adoptaron el Compromiso de Financiación para el Desarrollo, orientado a reencauzar las finanzas globales hacia los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). La Plataforma de Acción de Sevilla, con más de 130 iniciativas, promueve la reestructuración de deuda, el uso de bonos temáticos y la movilización de capital privado hacia inversiones sostenibles. La región América Latina y el Caribe tuvo un papel clave al vincular la agenda económica con la acción climática y la protección de la naturaleza, poniendo de relieve que invertir en resiliencia y sostenibilidad “no es un lujo”, sino una condición necesaria para el desarrollo.
La COP30, que se celebra en Belém, Brasil, pondrá a prueba la capacidad global de traducir compromisos en acción. Reunidos en el corazón de la Amazonia del 10 al 21 de noviembre, los países deberán acordar cómo avanzar en el cumplimiento del Acuerdo de París y proteger los bienes públicos globales de los que depende el futuro común del planeta y la humanidad. Si los países se unen, Belém podrá marcar el inicio de una cooperación más justa y efectiva, basada en la corresponsabilidad y en la convicción de que el desarrollo sostenible es una tarea compartida.
Resiliencia como brújula regional
La región de América Latina y el Caribe llega a esta encrucijada con avances importantes pero también con fragilidades persistentes. El “Informe regional sobre desarrollo humano 2025. Bajo presión” del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) advierte que, sin una perspectiva de resiliencia, la región corre el riesgo de retroceder. Resiliencia es mucho más que “aguantar” o “resistir”: implica adaptarse, aprender y fortalecerse frente a la adversidad. Ese enfoque se sostiene sobre tres pilares: capacidades, seguridad humana y agencia. Ampliar las oportunidades reales de las personas, protegerlas frente a amenazas y fortalecer su poder de decisión son las condiciones indispensables para sostener el camino hacia el desarrollo sostenible. Se necesita reconstruir confianza y cohesión social, reducir desigualdades y recuperar la sensación de pertenencia. No basta resistir, hay que transformar.
Coherencia y visión en un mundo fragmentado
En este contexto, Uruguay ofrece un ejemplo valioso. Su trayectoria de estabilidad institucional, políticas de Estado que trascienden ciclos de gobierno y compromiso con el multilateralismo lo posicionan como un país que lidera con coherencia, aun estando expuesto a desafíos globales por su tamaño y a su alta apertura al mundo. Como recordó el presidente Yamandú Orsi ante la última Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Uruguay sigue apostando al diálogo y la cooperación como vías para afrontar los desafíos globales. Esa convicción se refleja en los avances logrados en las últimas décadas en materia de energías renovables, digitalización educativa e inclusión financiera, con un compromiso firme y sostenido con la equidad y la vida democrática.
En el reciente estudio del PNUD “Uruguay en la economía del conocimiento”, se muestra cómo el país ha construido capacidades sólidas, pero mantiene el desafío de profundizar aspectos de sostenibilidad ambiental, innovación e inversión tecnológica. Si bien se destaca la transición de su matriz energética hacia fuentes renovables en apenas una década, en la actualidad enfrenta el desafío de descarbonización del transporte y la industria. En el plano digital, la conectividad es casi universal, pero el reto es convertir acceso en adopción productiva y empleo de calidad. Estas transiciones requieren coordinación, evidencia y visión de largo plazo.
En ese camino, el PNUD acompaña a Uruguay, aportando conocimiento, fortaleciendo capacidades y conectando experiencias. El país lidera sus propios procesos de reforma con reconocida madurez institucional, aprendiendo de las experiencias internacionales y, al mismo tiempo, compartiendo sus logros para beneficio de otros. Esa reciprocidad también es cooperación.
Ejemplos recientes de este acompañamiento incluyen la emisión de bonos indexados a indicadores climáticos, el impulso a políticas de economía circular, el uso del Índice de Pobreza Multidimensional para orientar decisiones públicas y la colaboración con universidades y gobiernos subnacionales en la agenda de innovación territorial. El valor radica precisamente en el perfil de la cooperación en términos de su aplicabilidad, ya que promueve el desarrollo de capacidades y genera resultados verificables.
El desafío es global, pero las soluciones pueden nacer de experiencias locales que inspiran. Uruguay tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de seguir demostrando que la democracia es la mejor forma de gobernanza para el bienestar común, que cualquier práctica democrática empieza desde el territorio, y que el desarrollo sostenible no es una aspiración, sino un escenario posible cuando hay instituciones sólidas, diálogo político constructivo y visión de futuro.
En este momento bisagra, la cooperación internacional necesita reconstruir la confianza sobre la base de resultados tangibles y alianzas genuinas. Uruguay ofrece un camino: un país pequeño que piensa en grande, no por ambición, sino por convicción.
Stefano Pettinato es representanteresidente del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en Uruguay.