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Las encuestas deberían servir solo como un insumo más, como una de las tantas fotos de la realidad; obsesionarse con la popularidad, como viene ocurriendo en Uruguay desde hace mucho tiempo, puede ser muy contraproducente e inmovilizador
La popularidad de los gobernantes está sobrevalorada. En especial la del presidente de la República, pero también la de sus ministros y la de los principales líderes políticos. Esto no quiere decir que no sea importante ni tampoco que haya que despreciar los porcentajes de aprobación que muestran las encuestas, pero gobernar o ejercer la política basándose en esos guarismos puede ser un error grave.
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Una aclaración antes de entrar en el análisis de esa conclusión, un tanto arriesgada. Uruguay cuenta en su haber con empresas de opinión pública muy profesionales y confiables. Cuando presentan los resultados de un sondeo de opinión pública suelen acercarse bastante a lo que está ocurriendo en la realidad. Los márgenes de error son escasos, en especial de las tres o cuatro consultoras principales.
Dicho esto, es importante ubicar a las encuestas en su verdadero contexto. En una parte importante de los uruguayos —en especial entre los más interesados por las cuestiones políticas— se ha generado una especie de adicción a los índices de popularidad y a los vaivenes de aprobación de los principales integrantes del gobierno y de la oposición. Hay, incluso, una cierta desesperación por ver qué dan esos números y luego utilizarlos políticamente.
Esa dependencia también afecta a los propios políticos involucrados, que muchas veces toman decisiones en función de lo que dicen esos sondeos. No está mal que lo hagan, pero el problema surge cuando ponen en un segundo plano el olfato o las condiciones naturales con las que cuentan y que les sirvieron para llegar hasta donde están y se dejan llevar por lo que supuestamente demanda la marea de la opinión pública.
El caso más emblemático al respecto es el de los presidentes. En los últimos tres o cuatro períodos de gobierno se volvió una constante la medición de la popularidad del presidente y del gobierno de turno. Por más que las variaciones entre una y otra encuesta suelen ser mínimas, los resultados porcentuales ocupan un lugar central en la agenda informativa.
Que si sube o si baja uno o dos puntos porcentuales con respecto a la encuesta anterior. Que si está más alta o más baja la aprobación que la desaprobación. Que si los cambios se produjeron en el bloque de sus votantes o entre quienes no lo votaron. Que si está mejor o peor que sus antecesores. Que si está por encima o por debajo de la evaluación pública de la gestión de su gobierno. Son muchísimos los números que van formando como una especie de enredo, a veces difícil de desatar.
Como ocurrió en el pasado, y especialmente durante el anterior gobierno encabezado por Luis Lacalle Pou, ahora las encuestas forman parte de la mesa de trabajo de algunos asesores del presidente Yamandú Orsi. Las miran y leen de adelante para atrás, de atrás para delante y desde todos los costados para procurar entender de la mejor manera posible qué es lo que está ocurriendo en la opinión pública. Les buscan explicaciones a los porcentajes, los entrecruzan, improvisan teorías y abordan distintas hipótesis de trabajo.
De la lectura de los últimos sondeos, que muestran un leve aumento de la desaprobación a Orsi, al igual que una baja muy moderada de la aprobación y un porcentaje significativo de indiferencia, surgieron al menos dos preocupaciones. La primera es que el descontento se está instalando en el grupo de votantes más a la izquierda, esos que esperaban un gobierno refundacional y posturas más combativas a nivel internacional, especialmente hacia Israel. La segunda es que unos cuantos ven a Orsi como falto de autoridad y de poder, como consecuencia de su forma de ser más conciliadora y dialoguista.
En el primer asunto, algunos dirigentes izquierdistas han cuestionado al presidente por no hablar de “genocidio” al referirse a lo que está ocurriendo en Gaza e incluso por no haber roto relaciones diplomáticas con Israel. Consideran que, de esa forma, no está respetando una parte muy significativa de los ideales de las personas que con su voto lo transformaron en presidente y por eso están descontentos.
En el segundo, lo que fue sumando cuerpo en una parte del electorado es ese discurso que repite una y otra vez la oposición de que el presidente es un “buen tipo”, pero que no manda y que el verdadero poder reside en el secretario de la Presidencia, Alejandro Sánchez, y en el prosecretario, Jorge Díaz. Es más, sobre este aspecto también algunos asesores manejan sondeos que ubican a Orsi en un lugar de excesiva contemplación a todas las posiciones y falta de definiciones.
Como consecuencia, algunos asesores creen que Orsi debería correrse un poco más a la izquierda y tener un agenda que contemple más a los que lo votaron, especialmente a los pertenecientes a los partidos más tradiciones del Frente Amplio. A su vez, consideran que tiene que mostrarse más firme y autoritario en público. Es más, algunos atribuyeron la conferencia de prensa en torno al “caso Cardama” a un consejo de su entorno más cercano para que quedara claro en público que él es quien toma las decisiones importantes.
Sea o no sea así, esta reflexión se dirige a un lado distinto. El tema es que el objetivo central de cualquier gobierno, y especialmente del presidente, debería ser poder colocarse por encima de las encuestas de opinión, que van y vienen como el día y la noche, y poder tomar las decisiones que considere mejores, más allá de la popularidad.
Hay un concepto central en ese necesario alejamiento de lo estadístico. El presidente es electo por un partido político, pero después de eso pasa a ser el presidente de todos los uruguayos, los que lo votaron y los que no. Es una buena señal que a veces estén conformes los de un lado y en otras oportunidades los del otro. El descontento, en especial de los propios votantes, puede ser una muestra de que el gobierno no está gobernando solo para los suyos.
Elegir a los mejores para los cargos más importantes; tomar las decisiones sin tener tan en cuenta el costo político posterior, en especial entre los más afines; y separarse del partido político o la coalición que lo llevó al gobierno como forma de poder decidir con independencia deberían ser las principales cuestiones a tener en cuenta por un presidente.
Las encuestas deberían servir solo como un insumo más, como una de las tantas fotos de la realidad. Obsesionarse con la popularidad, como viene ocurriendo en Uruguay desde hace mucho tiempo, puede ser muy contraproducente e inmovilizador. Que la popularidad venga después, si las cosas se hacen bien. O no, pero que quede la satisfacción del deber cumplido, que debería ser mucho más importante que ganar o no las elecciones siguientes.