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    Dinero y su inflación

    Si mi intuición es la correcta, la Reserva Federal de los Estados Unidos recurrirá a la inflación del dólar, monetizando deuda del Tesoro, junto con el control de las tasas de interés para reducir el valor real de la deuda hasta que alcance un porcentaje del PBI manejable

    Columnista de Búsqueda

    El electo presidente de los Estados Unidos (EE.UU.), Donald Trump, se enfrenta a una situación fiscal muy delicada. El déficit fiscal de más de 2 billones de dólares (US$ 2.000.000.000.000) representa 7,1% del PBI (Producto Bruto Interno) de EE.UU. y 2% del PBI mundial. La deuda, acercándose rápidamente a US$ 36 billones, representa el 123% del PBI. A pesar de ello, durante su campaña prometió bajar impuestos y no mencionó el nivel de gasto público, excepto que buscará eliminar ineficiencias y despilfarro con la ayuda de Elon Musk. Salvo que termine haciendo algo distinto a lo prometido, habrá dominancia fiscal. La dominancia fiscal es la situación en la que el pago de intereses de la deuda solo se puede enfrentar con más endeudamiento.

    Si mi intuición es la correcta (recordemos que la predicción no es uno de los fuertes de las ciencias sociales), la Reserva Federal de los EE.UU. (su banco central) recurrirá a la inflación del dólar, monetizando deuda del Tesoro de los EE.UU., junto con el control de las tasas de interés para reducir el valor real de la deuda hasta que alcance un porcentaje del PBI manejable.

    En estas circunstancias es bueno recordar la definición y la evolución histórica del dinero y su enfermedad, a veces terminal, la inflación.

    El dinero, como el lenguaje, la ley, la cultura, es producto de la cooperación humana, pero no del designio humano. Nadie lo inventó. Para poder superar las limitaciones del intercambio directo o trueque (la doble coincidencia de necesidades, la indivisibilidad de ciertos bienes y el factor tiempo en los intercambios) las personas buscaron bienes que fueran más aceptados para intercambiar en forma indirecta. Es decir, aceptaban en pago bienes más generalmente aceptados en el comercio, aunque no los necesitaran, para conseguir lo que en realidad querían. Ese proceso de descubrimiento culmina cuando, en cierto lugar y tiempo, un bien pasa a ser el dinero.

    A lo largo de los siglos muchos bienes han sido dinero en distintas civilizaciones: los granos, la sal (de ahí el origen de la palabra salario), el ganado, las conchillas de mar, los metales, etc. De todos ellos, los más aceptados en general resultaron el oro y la plata por sus características físicas y químicas. Su relativa escasez le agregaba otra característica esencial del buen dinero: ser reserva de valor.

    Entra a la escena el Estado. El Estado establece el monopolio del uso de la fuerza y de la legislación en su territorio. A través de la legislación establece impuestos con los que financiar sus actividades. Ante momentos de crisis introduce nuevos impuestos temporales. Sin embargo, se da un efecto trinquete. El Estado crece durante la crisis, pero nunca vuelve a su tamaño original. Los impuestos se vuelven una carga pesada para los súbditos y ciudadanos, poniendo en peligro la estabilidad del Estado.

    Otra forma de financiar los mayores gastos del Estado es con deuda, pero esta limita al Estado al hacerlo dependiente de la voluntad de sus acreedores para seguir prestando.

    La tercera forma de financiar los mayores gastos del Estado, descartando las donaciones voluntarias de los ciudadanos o la venta de activos en propiedad del Estado, es apropiarse del negocio de la emisión de dinero y proceder a diluirlo.

    A pesar de las intervenciones estatales, el oro y la plata se afianzaron como dinero en el siglo XIX. En el último cuarto se generalizó el patrón oro y coincidió con el mayor proceso de crecimiento económico en la historia universal.

    Sin embargo, los Estados continuaron su proceso de expansión. Para ese entonces, el uso del papel moneda como sustituto de las monedas de metal (que permanecían en custodia por el emisor del papel moneda) se había generalizado. Les fue sencillo a los Estados suspender la convertibilidad del papel moneda para aumentar su cantidad y así financiar sus enormes gastos sin necesidad de aumentar impuestos. Esta es la definición clásica de inflación. La definición moderna se concentra en uno, pero no el único, de sus efectos nocivos: la suba generalizada de precios.

    La Primera Guerra Mundial, con su financiamiento inflacionario, da lugar a episodios de hiperinflación. También provoca el boom inflacionario de la década de 1920 en EE.UU., que culmina con la Gran Depresión y, menos conocida, la devaluación del dólar en un 40% y el default técnico de los Bonos del Tesoro de los EE.UU. El oro comienza a ser un obstáculo para el financiamiento de mayores gastos de los Estados y se planifica su desaparición del sistema monetario internacional. Luego de la Segunda Guerra Mundial se organiza el sistema de patrón oro-dólar, llamado sistema de Bretton Woods, y el abuso de la emisión de dólares por parte de EE.UU. hace que el sistema se abandone en agosto de 1971 con el fin de la convertibilidad del dólar en oro, que se mantenía para ciertos bancos centrales del sistema.

    Desde entonces el dinero no es más que papeles emitidos por los respectivos bancos centrales cuyo valor depende exclusivamente de la confianza del público. La inflación del dinero es una forma de obtener recursos financieros por parte del Estado (“el impuesto inflacionario”) sin necesidad de que los representantes de los ciudadanos tengan que aprobarlo. Sin embargo, este medio de financiamiento tiene un límite. El dinero puede dejar de ser aceptado.

    El dinero de libre mercado, sin intromisión del Estado, es, en cambio, libertad acuñada y garantía de preservación de la riqueza. Esto lo suelo ilustrar con un cuento. Se lo hice a un joven hace poco para ilustrar la diferencia entre el dinero que usamos en 2024 y el dinero sano.

    Le dije que se imagine que su tatarabuelo en 1915, luego de un buen año, decidió comprarse un Ford T cero kilómetros (¡curiosamente su tatarabuelo así lo había hecho, aunque el cuento termina distinto!). El precio que pagó fue unos $ 485, equivalentes a unos US$ 500. Una tarde, sentado en el jardín, mientras contemplaba su brillante automóvil color negro, decidió que su primer tataranieto tuviera un Ford cero kilómetros en el futuro. Pone otros $ 485 en una lata; la entierra en el jardín; escribe una carta a su tataranieto en la que explica sus motivos y da precisas instrucciones para encontrar la lata. Le entrega la carta a su esposa para que pase de mano en mano en la familia. Pasa el tiempo y el joven al que le hice el cuento ahora tiene la carta en sus manos. La lee, sigue las instrucciones y desentierra la lata. Con el contenido va a la concesionaria de Ford y, suponiendo que los billetes no se deterioraron, lo mandan a un numismático o coleccionista por si tuvieran algún valor. Si en lugar de los pesos hubiera puesto US$ 500, suponiendo que no hubieran salido de circulación, en la concesionaria le darían poco más que cuatro neumáticos para su futuro automóvil.

    Cuando vi la cara de decepción del joven le dije que había un final alternativo: el tatarabuelo en lugar de US$ 500 había puesto en la lata 24 monedas de una onza de oro que se podían comprar con esa cantidad de dólares en 1915. Al desenterrar la lata, el tataranieto tiene ahora 24 monedas de oro que puede cambiar por US$ 64.000 aproximadamente. Con eso en el concesionario hubiera podido comprar un Ford cero kilómetros a pesar de los altos impuestos que rigen hoy en Uruguay y no regían en 1915. Esa es la diferencia entre el dinero de los Estados y el dinero sano.

    *Esta columna contiene pasajes editados del libro Conversaciones de agosto, de Álvaro Fava y Jorge Borlandelli (Librería Linardi & Risso, agosto de 2024).