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    El corazón de Julia

    Para mí, el simple hecho de que alguien se agarre la celeste y grite emocionado “Uruguay nomá”, lo convierte en alguien tan uruguayo como Obdulio Varela

    Columnista de Búsqueda

    La corredora entra al estadio sola. La cámara no registra a nadie delante o detrás. Cuando se acerca a su cara, se puede leer el desconcierto. Busca con los ojos a las otras corredoras, que suponía ya habrían llegado. Da toda la vuelta al estadio mirando para los costados, sin nunca dejar de correr. Cruza la meta y se detiene, aún buscando a las otras competidoras, pero solo ve a dos. En ese momento se gira hacia alguien que está fuera de plano y, con mirada interrogativa, hace un breve gesto con los dedos de su mano derecha: tres. Y ahí entiende que acaba de ganar una medalla, en la segunda maratón que corre. Su siguiente gesto va a ser de ahora en más un gesto clásico en la historia del deporte uruguayo: se tira de la camiseta celeste y grita “Uruguay nomá”. Julia Paternain acaba de darle su primera medalla a Uruguay en un Mundial de Atletismo.

    Y entonces comienza el habitual griterío sobre la “uruguayéz” o no de Julia. Porque en Uruguay, país armado de retazos, con uruguayos que somos en su mayoría llegados desde una docena de procedencias tan distintas como distantes, de pronto nos ponemos superexquisitos con quién es o no un compatriota. Y lo hacemos desde una convicción casi tan absoluta como el desconocimiento de lo que nos hace uruguayos. Claro, con un adentro tan frágil que, como dijera Gerardo Caetano hace años, necesita constantemente contrastarse con el afuera, no es raro que, donde hay dos uruguayos, aparezcan tres definiciones de lo que significa “ser uruguayo”. Lo que puede ser un canto profundo a unos ancestros que desaparecieron hace más de dos siglos, puede ser al mismo tiempo un simple trámite administrativo, como obtener una cédula. O ninguna de las dos cosas, porque ahí llegó un tercer uruguayo que no cree en nada de eso y para quien ser uruguayo es ________________ (complete con lo que mejor le parezca).

    Como comenté en el muro de Facebook de mi amigo Gonzalo Frasca, para mí, el simple hecho de que alguien se agarre la celeste y grite emocionado “Uruguay nomá”, lo convierte en alguien tan uruguayo como Obdulio Varela. Pero esa es una definición personal que no tiene por qué ser imperativa para nadie. En términos desapasionados, es uruguayo quien cumple con los trámites para serlo. En ese sentido, Julia los cumplió todos y, por eso, estaba representando al país en ese mundial. Desde esa perspectiva, no hay mucho que agregar. Pero, claro, la identidad individual y la pertenencia a una comunidad es mucho más que un trámite. Como sabiamente decía Joan Manuel Serrat en su canción Vagabundear: “Y para no olvidarme de lo que fui / Mi patria y mi guitarra las llevo en mí / Una es fuerte y es fiel / La otra un papel”. No es algo novedoso recordar que aquello que somos es algo mucho más rico, más complejo y personal que aquello que nos acredita como miembros del club.

    Justo por eso puede ser atrevido ponerse a medir (o directamente atacar) las razones que tiene tal o cual persona para sentirse parte de una comunidad, en este caso un país, aun cuando no viva en él. O no haya nacido en él. Es una mirada que, además de pecar de agresiva, resulta pobre. ¿Por qué? Porque parece desconocer por completo la realidad de las migraciones y eso resulta especialmente sangrante en un país donde casi todo el mundo bajó de algún barco hace algún tiempo. Es una mirada estática que no parece recordar que las migraciones son parte de la condición humana desde que existimos como especie y salimos caminando desde el Cuerno de África hace mas de 200.000 años. Una mirada con un agravante y es el de no reconocerle al otro la posibilidad de construir su identidad personal con los materiales que su propia trayectoria le va dando. Una mirada que no entiende que ese mix es siempre estrictamente personal y no puede ser tasado desde afuera.

    Y ese mix de razones y materiales personales fue el que la medallista expuso de manera cándida, espontánea e inteligente cuando le fue preguntado cómo era que corría por Uruguay. La respuesta de Julia podría haber sido desapasionada: represento a Uruguay porque legalmente puedo hacerlo. Pero su respuesta fue humana, no burocrática. “Soy de todos esos lugares. Tengo tres pasaportes y una Green Card. Nací en México y toda mi familia es de Uruguay. Somos una familia muy pequeña, 11 apenas. Todos viven en Uruguay, menos mi papá, mi mamá y yo. Nos fuimos a Inglaterra cuando tenía 2 años y crecí allí. Corrí por Inglaterra cuando tenía 18, en el Europeo Sub-23”.

    Mas adelante, Julia contaba que fue reclutada para correr para distintas universidades en EE.UU. y que se fue a vivir allí. Que estuvo un tiempo laburando en otras cosas, sin entrenador, tratando de decidir qué iba a hacer con “lo de correr” y pensando qué hacer con su vida. Hasta que se cruzó con su entrenador actual y decidió correr maratones. Y que corre por Uruguay porque toda su familia “está en Uruguay”. Cuando en otra entrevista le preguntan dónde tiene su corazón, dado su periplo de vida, Julia sonríe ampliamente y contesta: “Obvio, Uruguay”. Por eso, la pregunta que se hace quien cuestiona la decisión de la medallista es: ¿realmente conozco y entiendo los resortes de la identidad de cualquiera que haya crecido en varios lugares, usando mimbres de todo tipo? Y que, incluso con esos mimbres tan diversos, su corazón sea capaz de definir de manera tan auténtica como gozosa dónde está su pertenencia emocional. Detrás de las sesudas definiciones identitarias siempre hay personas viviendo sus vidas como mejor entienden.

    Parte de la “uruguayéz” de quienes le niegan la suya a la corredora parece consistir en cuestionar la autenticidad de su sentir y, algo más triste aun, considerar que por que no se quedó a “aguantar” (sea eso lo que sea) no tiene derecho a sentirse uruguaya y correr por Uruguay. Como si eso fuera algo exigible en general y, en particular, a una chica de 25 años que durante la mayor parte de ese tiempo se limitó a acompañar las decisiones de sus padres. Como si emigrar fuera una cosa sencilla, un mero trámite y no una decisión estructural y compleja sobre la propia vida. Es esa “uruguayéz” estrecha, húmeda y triste la que parece creer que ser uruguayo es, al decir de Frasca, ser parte de “un concurso de sufrimiento”.

    Lo que esa visión reduccionista parece olvidar es que, si uno se pone a buscar en el pasado, tanto como haga falta, todos venimos de ese mismo Cuerno de África. Y que todos los asuntos administrativos que se encargan de definir aquello que a la pertenencia emocional no le importa son tan recientes y efímeros como el rocío de la mañana en un día soleado: se van a evaporar antes de que nos demos cuenta. Y entonces seguiremos siendo aquello que construimos con los materiales que nos dio nuestra circunstancia. Como cantaba Fernando Cabrera en su temazo La casa de al lado: “Que nadie se ponga en mi lugar / Que nadie me mida el corazón”. Nadie debería medirle el corazón a Julia ni a nadie. Y vamo Uruguay nomá.