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    La cacería

    El VAR se reduce a otra herramienta más para erradicar el error de nuestras vidas, porque los errores cuestan caro, pero con la muerte del error muchas otras especies de la condición humana van rumbo al olvido

    Columnista de Búsqueda

    Dios ha muerto.

    Llegó el momento del superhombre. Romper los engranajes oxidados que manipulan al hombre a partir de la abominable historia de la salvación, de dioses vulgares, con historias mediocres, creados por hombres ordinarios para atenazar los demonios que dan sentido a su existencia en la Tierra. Vivir para morir como los hombres del Renacimiento, sin deudas, sin culpas. Vivir para morir como el primer superhombre, Jesús, cuya inmensidad no daba lugar al resentimiento y en la cruz perdonó sin titubear a quienes lo humillaron, traicionaron, torturaron y asesinaron. Lo que no mata endurece.

    Dios ha muerto, y es hora de barajar y dar de nuevo, porque los valores tradicionales se fueron al carajo, dixit Nietzsche. El hombre que filosofaba con el martillo jamás se hubiese imaginado que el mundo viró para otro lado, el superhombre jamás apareció y los dioses que siguieron estaban hechos de material de descarte. Nietzsche intentó sacudir al hombre y sacarlo del sopor en el que la parafernalia de las construcciones mesiánicas, de belleza apolínea, cálidas como el mármol, lo habían sumergido. Inocularlo con goce y exceso de vida, esa que se da como se puede y a los tumbos, muchas veces embriagada de sí misma. La reivindicación de lo dionisíaco en cada ser.

    Pero no pudo, y el hombre quedó finalmente acorralado en sí mismo, entregado a una mutilación paulatina y empecinada de su propia humanidad. Primero se deshizo de la suerte, porque la suerte es un factor tan incómodo como inquietante y, sobre todo, inexplicable e irrepetible, y lo que no se puede reproducir atenta contra el principio de contagio cultural y de derrame ideológico, eso que exige la estandarización de un mundo predeterminado y previsible como una planilla de Excel.

    Y ahora vamos por el error, último escombro que nos aleja de la eficiencia y de la perfección programada. Queremos, necesitamos erradicarlo de la vida y si es posible de la memoria. Justamente al error, que es el antídoto contra el presente eterno y estático, ajeno a la aventura, que implica ser Dios. Debe ser terrible ser Dios, y que cada instante sea todos los instantes que fueron, los que serán, y los que pudieron ser, con cada una de sus mutaciones.Una existencia mutilada de ilusión y de fe, que, parafraseando a San Pablo, es el argumento de lo que no se ve y la substancia de lo que se espera.

    Dios es el ser sin memoria, porque todo está ante sus ojos. Una versión arcaica de la inteligencia artificial. Jorge Luis Borges, el genio de la desmesura, vio con sus ojos ciegos la luz de la eternidad divina y escribió uno de los cuentos fantásticos, de terror, más brutales de la historia: Funes el memorioso. Si sienten la necesidad de probar angustia, intenten con esta obra maestra, que, como cada caballo de Troya, esconde en la belleza de su cuerpo la cepa del horror.

    El autor de la serie Black Mirror debería echarle un vistazo. ¿Existe algo más maravilloso y más humano que el sueño de poder cambiar el pasado? Frágiles y falibles, intentamos hacerlo reinterpretándolo con ese artificio literario que es la memoria colectiva, la que Dios no posee, que se le filtró en la creación, que lo angustia hasta la desesperación en su impotencia de ser falible y no reseteable. También podemos llegar al pasado de manera más sencilla, solo existiendo hasta ver qué pasa con la teoría de la relatividad, que estadísticamente habilita la posibilidad de vivir eventos del pasado o del futuro en simultáneo en nuestro eje de coordenadas (algo así).

    La memoria es un trapo de rejilla lleno de agujeros, para rellenar, para crear. El delito no es cambiar el pasado, sino manipular en el presente la versión oficial del pasado. Acostumbrados al éxito, nos espanta la posibilidad de lo inesperado, de esos dos aguafiestas que pueden arruinar lo estipulado, entre cada uno de nosotros y nuestra cultura del destino: la suerte y el error. Porque ambos pueden y suelen ser determinantes, y por supuesto son descontrolados. Richard Roberts, premio Nobel de Medicina 1993, dijo que para él la suerte es algo increíblemente importante, tanto que cuando realizó el descubrimiento que le valió el premio Nobel estaba estudiando algo completamente distinto, que falló (error) y se topó con la suerte que cambió el rumbo de la investigación. La naturaleza quiere decirnos algo, y a veces utiliza este método.

    Arsene Wenger, el formidable extécnico francés del Arsenal que modificó (¿alteró?) para siempre la forma de pensar la estrategia deportiva y dirigencial de la mejor liga del mundo, la Premier, dijo hace poco, como consecuencia de un penal otorgado al Inter contra el Barcelona en las semifinales de la Champions, que estaba en desacuerdo con la decisión de revisar las jugadas una y otra vez: en cámara lenta todos son penales. Hacerlo es solo una acto que desvirtúa y desnaturaliza la esencia del juego. El VAR en el fútbol funciona como un desinfectante tendiente a proteger la salud del negocio y de sus dueños, no del juego, que sigue sujeto a la grosera manipulación, solo que por otros medios (¿apuestas?). Ya ni un gol es gol ni se puede festejar sin la aprobación de un programa de computación (el ojo de halcón en el tenis es una necesidad debido a la velocidad a la que viajan las pelotas, dificultando cada vez más distinguir los piques). El VAR se reduce a otra herramienta más para erradicar el error de nuestras vidas, porque los errores cuestan caro, pero con la muerte del error muchas otras especies de la condición humana van rumbo al olvido, como la valentía, la espontaneidad, el honor, el fracaso, la decepción, la responsabilidad, la rebeldía, la resiliencia, el jugar, la ingenuidad, la ciencia, el deporte, los sueños, tan porosos y frágiles como la memoria. Una sola cosa no hay, es el olvido, escribió Borges. El olvido que probablemente sea el lado B de la perfección, donde tampoco tienen cabida la suerte y el error. Érase.