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El público percibe cuando hay verdad detrás de las palabras, igual que percibe cuando un producto no cumple lo que promete; en ambos casos, la confianza se construye con autenticidad.
El miércoles pasado tuve el privilegio de presentar un libro al que titulé El líder aprendiz. Luego de varios años de escribir en este espacio quincenal decidí juntar ideas y reflexiones para ponerlas todas juntas y con un hilo conductor que hiciera sentido. Cuando empecé a escribirlo, creí que estaba emprendiendo un proyecto personal, casi íntimo. Imaginaba noches de inspiración, cafés solitarios, esa especie de trance en el que las palabras fluyen y uno se siente autor. Lo que no imaginaba era que, más allá del arte, estaba a punto de atravesar una experiencia muy parecida a lanzar un producto al mercado. Con sus etapas, sus incertidumbres, sus métricas invisibles y, sobre todo, sus aprendizajes sobre el ego, la paciencia y la relación con los otros.
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La idea inicial apareció como lo hacen las oportunidades de negocio, con entusiasmo y una buena dosis de ingenuidad. Me pareció evidente que tenía algo que decir, algo que podía interesar a otros. Lo mismo ocurre cuando un equipo detecta un hueco en el mercado y cree haber encontrado la solución. Pero muy pronto descubrí que una idea, por sí sola, no vale demasiado. Es apenas una hipótesis. Lo importante es transformarla en algo tangible, que funcione, que conecte. En el mundo de la escritura, eso se llama estructura. En el mundo de los productos, se llama desarrollo.
El primer borrador fue mi prototipo. Un documento desprolijo, contradictorio, lleno de repeticiones, pero necesario. Como todo mínimo producto viable, me sirvió para entender qué funcionaba y qué no. Si algo aprendí en esa etapa fue que no se puede mejorar lo que no existe. Es preferible tener una versión imperfecta que quedarse paralizado esperando la perfecta. A la hora de escribir, como al innovar, la perfección es una trampa que frena el progreso. El movimiento, incluso el torpe, es lo que permite avanzar.
Después vino la revisión, ese momento incómodo en el que el autor entrega su trabajo a los ojos ajenos. Lo mismo ocurre cuando un producto llega a su primera ronda de usuarios. De pronto, lo que creías claro resulta confuso; lo que te parecía brillante no genera interés. Cada lector de prueba fue un focus group emocional. Aprendí a escuchar sin defenderme, a distinguir entre una crítica útil y una opinión pasajera. En esa fase descubrí que no se escribe para uno mismo, se escribe para los demás. Y en los negocios, tampoco se crea un producto para satisfacer al creador, sino al cliente. El centro de gravedad se desplaza y el protagonista deja de ser el autor y pasa a ser el receptor.
Hubo un tramo intermedio en el que todo pareció tambalearse. Es esa zona gris donde el entusiasmo inicial se agota, el resultado todavía no aparece y el proyecto empieza a pesar. En el lenguaje de los emprendedores, es el “valle de la desilusión”. En el mío, fueron semanas enteras de dudas. Pensé en abandonar. Sentí que el texto no iba a ningún lado. Pero comprendí que ese punto de crisis no era un signo de fracaso, sino parte natural del proceso. Igual que en cualquier lanzamiento, la motivación no siempre acompaña; lo que sostiene es la disciplina. Escribir, como emprender, no depende de estar inspirado, sino de estar comprometido.
Cuando por fin entregué el manuscrito final, experimenté algo parecido al momento en que una empresa lanza su producto. Uno trabaja durante meses en silencio, afinando detalles, imaginando la reacción del público, cuidando cada aspecto. Pero en el instante en que el libro llega a manos de los primeros lectores, o el producto al mercado, el control desaparece. La obra deja de ser tuya. Pasa a ser de los demás. Pueden amarla, ignorarla, criticarla o malinterpretarla. Y uno tiene que aceptar que ese desapego es parte del juego. El verdadero cierre no está en la publicación, sino en aprender a soltar.
Las primeras reacciones llegaron como llegan las métricas de un lanzamiento. Mezcladas, ambiguas, difíciles de interpretar. Algunos lectores se emocionaban con pasajes que yo consideraba menores; otros se salteaban las páginas que más me había costado escribir. Pero entendí que el valor no está en la validación inmediata, sino en la resonancia. A veces un producto o un texto necesitan tiempo para encontrar su público. En un mundo que mide todo en likes y cifras, descubrir el poder del impacto silencioso es una lección valiosa. No todo lo importante es cuantificable.
Estoy entendiendo algo mientras promociono mi libro y es que el autor es parte esencial del producto. La manera de presentarlo, las posibles entrevistas, las conversaciones, las redes, todo forma parte del relato. En el ecosistema empresarial lo llamaríamos “marca personal”. Pero lo interesante es que no se trata de autopromoción, sino de coherencia. El público percibe cuando hay verdad detrás de las palabras, igual que percibe cuando un producto no cumple lo que promete. En ambos casos, la confianza se construye con autenticidad. La mejor estrategia de comunicación, descubrí, es la consistencia entre lo que uno dice y lo que uno hace.
Estoy comprendiendo que publicar un libro no es un punto de llegada, sino una versión. Cada conversación con un lector, cada reseña genuina, cada crítica, abre una posibilidad de mejora. Si pudiera reescribirlo hoy, cambiaría muchas cosas, y eso no me molesta. En las empresas sucede lo mismo, ningún producto es definitivo. La innovación es un ciclo, no un evento. Crear, lanzar, escuchar, ajustar. Esa lógica de interacción permanente es tan válida para un texto como para un modelo de negocio. Lo que distingue a quienes perduran es la capacidad de aprender sin quedar atrapados en el resultado.
El aprendizaje más profundo, sin embargo, fue sobre el propósito. Escribir un libro sin saber por qué se escribe es como desarrollar un producto sin entender a quién beneficia. Cuando la motivación se limita al reconocimiento, el proceso se vuelve frágil. En cambio, cuando hay una razón genuina, ya sea una necesidad, una pregunta o una convicción, el esfuerzo se vuelve sostenible. El propósito es el motor invisible que da sentido a cada línea, a cada decisión, a cada iteración.
Mirando hacia atrás, entiendo que escribir me enseñó más sobre liderazgo y estrategia que muchos proyectos laborales. Aprendí a planificar, a administrar el tiempo, a gestionar frustraciones, a comunicar con claridad y, sobre todo, a aceptar que el control absoluto no existe. El proceso creativo y el proceso empresarial comparten la misma esencia: ambos consisten en construir algo que no existía, con la esperanza de que aporte valor a otros.
En definitiva, escribir un libro me obligó a volver a pensar como emprendedor, a validar ideas, a tolerar la ambigüedad, a confiar en un proceso imperfecto. Aprendí que la verdadera diferencia entre una buena idea y una realidad tangible está en la ejecución y que la única forma de aprender de verdad es lanzar. Porque tanto en la literatura como en los negocios, el acto de publicar, de poner algo en el mundo, es el inicio, no el final.
Hoy estoy convencido de que todo creador, sea escritor, diseñador o empresario, pasa por el mismo desafío: transformar lo invisible en algo que otros puedan usar, leer o sentir. Y, sobre todo, tener el coraje de hacerlo sabiendo que nunca estará del todo listo. Porque lo que da vida a las ideas no es su perfección, sino su encuentro con los demás.