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    Terrible esplendor

    Los dos grandes símbolos del deporte alemán durante el Tercer Reich eran “invertidos” que ponían en peligro la continuidad del pueblo germánico; el régimen nazi no tuvo más remedio que tragar su veneno

    Columnista de Búsqueda

    1930: Berlín era una fiesta.

    1930: El partido nazi pasa de 0,8 millones de votos dos años antes a 6,4 millones en 1930.

    1930: Max Schmeling es campeón del mundo de los pesos pesados. El boxeador que ganó y que perdió con Joe Louis, de quien fue muy amigo. Su mujer y su manager eran judíos. Logró hacerlos escapar.

    1930: El barón Gottfried von Cramm era uno de los mejores tenistas del mundo y quizás el más respetado por su caballerosidad. Era homosexual.

    Los dos grandes símbolos del deporte alemán durante el Tercer Reich eran “invertidos” que ponían en peligro la continuidad del pueblo germánico. El régimen nazi no tuvo más remedio que tragar su veneno.

    “La república fue liquidada, la Constitución suspendida, el Reichstag disuelto, reelecto de nuevo y electo una vez más. Los diarios fueron prohibidos. (…) Y todo esto sucedió en una atmósfera casi alegre, como si fuera la última locura; (…) los nazis llenaban ya las calles con sus uniformes, que finalmente tuvieron la autorización de usar, y ya lanzaban bombas, ya completaban las listas negras. No existía más ninguna Constitución, ninguna garantía legal, ninguna república, nada”. Esto escribió Sebastián Haffner, uno de los más importantes periodistas europeos del siglo XX en 1932, unos meses antes de que el anciano presidente Paul von Hindenburg nombrara canciller a Hitler (30 de enero de 1933). En 1930, la idea de que esa figura embarazosa que para el alemán medio tenía un aspecto repugnante, con modos ordinarios y camorrero, ese artista frustrado con el acento de los suburbios de Viena, pudiese tomar el poder ya no parecía tan absurda. Muchos pensaban que bastaba darle a Hitler un poco de responsabilidades para que se volviera inofensivo. Hasta que llegó 1933 y todo fue verdad.

    Mientras el nazismo iba ocupando el espacio destruido del espíritu y la voluntad alemana por la doble humillación (la de la derrota en la Gran Guerra y la de la venganza ejecutada por los vencedores en el Tratado de Versalles), Berlín era una fiesta, un espejismo. Refugio de artistas, científicos, patria nueva de una sociedad difunta, como describió el fenomenal escritor Vladímir Nabokov (Lolita, entre otros) a esa ciudad, que fue el destino de más de quinientos mil rusos que huyeron de la revolución bolchevique.

    En 1923 era Berlín, no Moscú, la capital de la literatura rusa, con más de ciento cincuenta diarios y revistas en ruso y ochenta y seis editoriales. Estaba claro que los comunistas no serían los mejores amigos de los judíos y de los distintos, los que distorsionaban el dogma. Todo convivía y se reproducía en Berlín. Era un espacio en ebullición que se negaba a ser succionado por las crisis financieras, el hambre, el deterioro ético y moral de la sociedad, de un mundo que implosionando degradaba la voluntad de aceptar lo distinto, al otro. Berlín era una fiesta, aunque por sus venas ya corría la bacteria de la autodestrucción. Arte, vanguardia, cabaret, ciencia, libertad sexual, promiscuidad, “la movida ante litteram”.

    “La juventud del país hizo de la forma física y del deporte una religión”, remarcó el New Yorker, pero para Sebastian Haffner era simplemente esconder los juegos de la guerra. Seis millones de cuerpos atléticos, perfectamente entrenados, cargados de fanático amor por su patria, embebidos del espíritu más agresivo, y en menos de dos años, si fuese necesario, un Estado nacional formando un ejército, escribía Hitler en el Mein Kampf. Nada que no creyeran las grandes potencias de la Guerra Fría y los líderes contemporáneos a la hora de esconder sus miserias en logros deportivos.

    El deporte más importante de entreguerras, el que había brotado de las cenizas de una Europa desgastada y devastada, fue el tenis. Esa forma de expresión que deambulaba entre la destreza física, la belleza artística, la precisión científica y la delicadeza artesanal. Fueron los años de Bill Tilden y Suzanne Lenglen (los primeros ídolos del tenis), de Fred Perry, de los mosqueteros franceses, Borotra, Brugnon, Cochet y Lacoste. Años de creatividad y experimentación, cuando apareció el top spin, el saque con kick, el saque y red y los pantalones cortos que daban sus primeros pasos. Wimbledon se convirtió en el torneo anual deportivo más importante del mundo. Londres se paralizaba, como para el ceremonial del té, cada tarde, postergando las penurias cotidianas de esos años y olvidando los nubarrones que ya oscurecían el cielo de Europa una vez más. Pero Berlín se abría paso en el mundo del entonces deporte blanco. Una sociedad de intelectuales, artistas y dandis exigía la presencia del tenis, que se había convertido en parte importante de la vida cultural de la ciudad.

    El noble Vladímir Nabokov pudo subsistir en el exilio dando clases de tenis y su coterráneo plebeyo también exiliado, Daniel Prenn, se convirtió en el mejor jugador alemán y uno de los mejores del mundo, hasta que tuvo que volver a huir y reincidir en su condición de inmigrante judío refugiado, esta vez a Londres, un año después de haber casi ganado la Copa Davis por primera vez para Alemania y haber sido elevado a la categoría de dios por sus conciudadanos, junto con su compañero, el jugador más amado del circuito, el elegante caballero blanco, el noble Gottfried von Cramm, dos veces ganador de Roland Garros y otras cinco finalista entre Wimbledon y el US Open, el ungido por el régimen como nuevo ejemplo de la supremacía aria, al que “le bancaban ese defecto”, como cantaba Charly García. Von Cramm era homosexual, algo imposible en la Alemania nazi, por más que Berlín fuese la capital mundial de la homosexualidad, heredera de una tradición que comenzó a mediados del setecientos, cuando Federico el Grande prohibió el casamiento de los miembros de su Guardia Pretoriana y las relaciones entre soldados se volvieron comunes y Berlín, su destino en los períodos de descanso.

    Von Cramm nunca adhirió al nazismo y también fue perseguido, y solo su condición de imagen perfecta de la raza aria lo salvó de los campos de concentración en los cuales se arrojaban los desechos que ensuciaban al Reich, ese que duraría mil años. La historia del poder y la discriminación se repite una y otra vez, y pareciera que los que atraviesan la puerta del poder pierden la memoria, como quienes atraviesan la puerta del Infierno en la Divina comedia. Hoover, el hombre que transformó el FBI en una versión de la Gestapo, y Ernst Rohm, comandante en jefe de las SA y amigo personal de Hitler, hasta que este ya no lo necesitó y lo mandó asesinar la noche de los cuchillos largos, también eran homosexuales, mientras ejercían sus tareas de extorsión y purificación culturales o genéticas. Solo al pasar: estamos viendo extorsiones, deportaciones y purificaciones raciales, ideológicas, de todo tipo, a plena luz del día, como si fueran una noticia más, de las tantas diarias en los grandes medios del mundo. Estas cosas nunca terminan bien, sería bueno tomar nota antes de que regrese el año 1933.