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Revisando las cuentas que sigo en X, mis ojos se detienen en un titular: Pericia psiquiátrica a Romina Celeste indica que tiene “una disfunción de personalidad”. La frase no la escribe el/la chusma del barrio sino un diario de los que se suponen serios, de la prensa tradicional. Mi primera reacción es hacer click y entrar en la noticia pero me detengo. No quiero entrar en la trampa de darle un click a quien está poniendo en primera línea de fuego la salud mental de un tercero y, por lo tanto, a ese tercero. Es demasiado bajo, brutal y, sin embargo, ya es moneda corriente en estos días. En nombre de la transparencia, la privacidad, incluida la del inconsciente, ha sido pulverizada.
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Esa pulverización tiene al menos dos vertientes negativas y, en algún punto, terribles. Por un lado, destruye la privacidad del individuo y la del ciudadano. No importa si ese ciudadano está siendo procesado por la Justicia, sigue teniendo derechos. Por otro, destruye la posibilidad misma de la política, ya que introduce la idea de que todo lo que antes pertenecía al ámbito privado ahora es político y, por lo tanto, público. A veces las ideas que parecen buenas o que son diseñadas con una buena intención tienen efectos colaterales tremendos. En los últimos años, no tantos, pasamos de la idea de que “lo personal es político” a la idea de que “lo que sea que pase adentro de tu cabeza es político”. Sin escalas y sin explicaciones en el medio.
Lejos quedaron los tiempos en que cualquier cosa que se dijera en una sesión entre un médico y su paciente pertenecía al ámbito más confidencial. Lejos, también, las garantías de que el sistema judicial no iba a filtrar esa información confidencial y privada en nombre de las chicanas partidarias. La pérdida de confianza en las instituciones se logra así, reventando las buenas prácticas establecidas por la ley. No deja de ser irónico que quienes hacen de las filtraciones su modo de vida y trabajan en el sistema judicial no entiendan o no les importe entender que esa es la mejor forma de descalificar su propia tarea, su propia institución y hasta la propia separación de poderes. Por cierto, espero de corazón que alguien esté cobrando y bien por hacer esa tarea execrable, de lo contrario sería la vocación más triste del planeta.
Dicho esto, lo interesante no es que exista gente horrible dispuesta a hacer cualquier cosa. Lo interesante es cómo hemos aceptado de manera acrítica que esa forma de operar tiene un “buen” sentido político. “Me sirve para confirmar lo que pensaba de esa persona”, dice un inquisidor de redes en X sobre Romina. Es verdad que Romina Celeste se expuso y mintió. Tan verdad es que hacer eso la puso en la cárcel. Pero si Romina hizo eso fue por, entre otras, dos razones. La primera, interna, es que, como bien recuerda el miserable titular, Romina padecería un trastorno psíquico. La segunda, externa y que no menciona a nadie porque se la considera parte del paisaje, es que existe una audiencia deseosa de comprar cualquier disparate que sirva para polarizarse y putear todo lo que se mueva en la vereda de enfrente. Sin ese factor externo, la patología que eventualmente aqueja a Romina jamás se habría manifestado hasta alcanzar el nivel de impacto social que alcanzó. O, lo que es lo mismo, se habría manifestado en un ámbito que no habría tenido a un precandidato presidencial acusado en falso y a todo el país haciendo la ola (a favor o en contra) frente a esa mentira. En ese sentido, incluso quienes ahora vituperan ferozmente a Romina son un poco Romina, ya que se rigen por sus mismos mecanismos de búsqueda y captura de la atención política.
Hace 10 años, el filósofo coreano alemán Byung-Chul Han publicó su ensayo En el enjambre. Allí describía cómo era que se construían las olas de violencia en las redes, con qué lógica gente que en apariencia no tenía mucho en común se reunía con otra para intentar defenestrar a alguien por sus ideas. También decía que esa forma de operar no era política en el sentido de que no acumulaba ni poder, ni prácticas ni trayectoria. Un sindicato, por ejemplo, tiene esas tres características y por eso es un interlocutor de peso en la vida social. Quienes se agrupan para formar una shitstorm o tormenta de mierda en el mundo digital funcionan justamente como un fenómeno meteorológico: se arman y se desarman de forma fugaz. Por eso no logran cuestionar ningún poder establecido, apenas lastiman a personas con nombre y apellido.
En los 10 años que pasaron desde la publicación de ese ensayo, esa lógica brutal y paralizante que domina el mundo digital saltó a la calle y es la que venimos usando para intentar dilucidar muchos de nuestros asuntos públicos. El intercambio de ideas entre distintos dio paso al chusmerío descalificador como supuesta forma de hacer política. ¿En qué mundo una denuncia informal, hecha con una década de atraso, en plena campaña electoral, puede ser tomada en serio? ¿De qué te sirve confirmar hoy las dolencias de Romina si fuiste el primero en sumarte a la turba cuando hizo su denuncia falsa? ¿Sentís que su diagnóstico, que debería ser privado, te está colocando a vos en el lugar del sano? ¿Estás seguro de que sumarte a la turba para luego encontrar culpables y enfermos es una forma sana de hacer política?
Lo que también resulta asombroso es que sean los propios políticos (no todos pero sí unos cuantos) los que se sumen a esa lógica de limado de las instituciones. Es verdad que sumarse al coro de las antorchas delirantes es más sencillo que proponer un programa de gobierno viable. Tan sencillo es que cuando salta el tarro alcanza con echarse las manos a la cabeza y decir “Che, qué mal Romina, esto se veía venir”. Es asombroso porque en una sociedad en donde todos los mimbres institucionales estén corroídos por las malas prácticas muchos de esos políticos no tendrán siquiera la posibilidad de dedicarse a lo suyo. Los regímenes autoritarios suelen tener un mercado político mucho más restringido que las democracias y eso deberían recordarlo los políticos antes que nadie.
Es tarea esencial de la prensa controlar los desmanes del poder. Pero no debería hacerlo a costa de violentar los procedimientos establecidos por la ley, en especial aquellos que afectan a los derechos ciudadanos. El precio que se paga ejerciendo esa clase de control es más alto que el beneficio social que se obtiene. Claro, para poder usar esa balanza hay que estar de acuerdo con que lo que se busca es, siempre, un beneficio social y no el mero lucro o la mayor gloria personal. En el mundo del ultraliberalismo de la vida cotidiana en que vivimos no es tan claro que exista nada parecido a un espacio o un bien común. De ahí que prosperen los narcisistas ansiosos por ser visibles a cualquier precio.
Finalmente, también es responsabilidad de los ciudadanos que, habiendo comprado la lógica rabiosa, polarizada y destituyente de las redes, hoy empiezan a mirar su vida real como si esta fuera una ficción digital, en donde los demás son actores secundarios que no merecen el menor respeto. Y es que el riesgo de dejarse manipular por un narcisista es que se puede terminar siendo uno sin siquiera darse cuenta.