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    La discusión pública se desplaza sobre esa línea fina que separa lo privado de lo público, los derechos individuales de las responsabilidades inherentes al rol de servidor del Estado, todo bajo la lupa de las lealtades y tensiones propias del alineamiento político

    Columnista de Búsqueda

    El arranque del actual gobierno ha estado atravesado por una cadena de renuncias que comparten algunas características: cuestionamientos en torno a la ética, señalamientos por doble discurso y, en algunos casos, la presencia de una palabra tan incómoda como contundente: corrupción. La discusión pública se desplaza sobre esa línea fina que separa lo privado de lo público, los derechos individuales de las responsabilidades inherentes al rol de servidor del Estado, todo bajo la lupa de las lealtades y tensiones propias del alineamiento político.

    Nada de esto suena muy nuevo. El gobierno anterior transitó el mismo calvario durante su mandato. Renuncias, denuncias y críticas estuvieron a la orden del día por varios casos tan conocidos como cuestionados. ¿Es algo estructural al ámbito de la gestión pública? ¿Qué pasa con la delgada separación entre conseguir buenos resultados en la gestión, pero a la vez hacerlo de manera ética e íntegra?

    La película El vuelo (The Flight), protagonizada por Denzel Washington, cuenta la historia de Whip Whitaker, un aviador comercial con gran experiencia que realiza un aterrizaje de emergencia casi milagroso luego de una falla catastrófica en el avión que pilotea. Aunque salva la vida de la mayoría de los pasajeros, una investigación posterior revela que efectuó la maniobra de descenso bajo los efectos del alcohol y las drogas.

    A medida que avanza la historia, se desarrolla un intenso drama personal y ético. Whip enfrenta presión de los abogados, la aerolínea y la junta de investigación para encubrir la verdad y salvar su carrera. Sin embargo, al final, en un momento clave durante una audiencia oficial, elige decir la verdad, asumiendo la responsabilidad de sus actos, aun sabiendo que eso lo llevará a la cárcel.

    La principal tarea del gerente general de una empresa es liderar la estrategia de la organización para garantizar su crecimiento sostenible y, sobre todo, conseguir resultados y objetivos a largo plazo establecidos por la dirección. La mayoría de los planes de compensación de los altos cargos están diseñados con componentes de pago variable asociadas al rendimiento para hacer que los directores ejecutivos rindan cuentas y consigan los resultados previamente definidos por el directorio o los accionistas. Estos planes, que normalmente involucran a los mandos gerenciales en los resultados de la empresa, tienen a menudo una falla crucial en su arquitectura: no contemplan el cómo se logran esos números.

    Un directorio debería basar, en forma explícita, una parte de la remuneración de la gerencia general en el éxito del manejo de la tarea fundamental de fusionar el alto rendimiento y la consecución de resultados con el cuidado reputacional en todos los niveles de la empresa. ¿Por qué la mayoría de las empresas no hacen eso? Es posible que no estén seguras del significado de la integridad en los negocios y de cómo evaluar su incorporación en la medición del rendimiento financiero. La medición anual de resultados, en la que típicamente se miden ingresos, costos, rentabilidad y variables de las conocidas como “duras”, debería mapearse con los criterios de integridad establecidos por el directorio.

    Pero ¿cómo podemos definir de qué hablamos cuando mencionamos la integridad en el logro de los resultados? La integridad, en el contexto empresarial, no es simplemente una virtud individual que debería ser dada por obvia, sino una cultura corporativa que debe estar profundamente arraigada en todos los niveles de la organización. Esta cultura se sostiene sobre tres pilares fundamentales.

    El primer componente es la adhesión sólida a las reglas formales, es decir, el cumplimiento estricto de las leyes, reglamentos internos, códigos de conducta y políticas establecidas, lo cual constituye la base del funcionamiento ordenado y legal de cualquier empresa. El segundo componente implica la adopción de normas éticas que, más allá de las exigencias legales, promuevan comportamientos alineados con el interés a largo plazo de la organización. Esto incluye decisiones responsables (públicas como privadas) que fortalezcan la reputación corporativa, fomenten relaciones sostenibles con los distintos grupos de interés y reduzcan riesgos asociados a prácticas cuestionables. El tercer componente clave es el compromiso individual y colectivo de los empleados con valores como la honestidad, la franqueza, la equidad, la honradez y la fiabilidad. Estos principios deben guiar las acciones cotidianas, generando un entorno de confianza tanto dentro como fuera de la empresa. Solo cuando estos tres elementos coexisten y se refuerzan mutuamente puede hablarse de una verdadera cultura de integridad organizacional.

    Luego de estar de acuerdo en el valor, la importancia y relevancia de la integridad, el directorio debe evaluar si el gerente general ha podido hacer converger su alto rendimiento con una reputación intachable. Para ello, es necesario que se establezcan claramente los principios de desempeño en todas la áreas de la empresa en las cuales sus líderes son responsables y rinden cuentas. Es necesario cultivar un liderazgo comprometido y coherente, que actúe como modelo de conducta ética, demostrando con sus decisiones y comportamientos diarios que la integridad no es negociable. Este tipo de liderazgo genera confianza y establece un estándar claro para toda la organización.

    Además, se debe instaurar la gestión del rendimiento con criterios éticos, incorporando la integridad como un aspecto evaluado dentro de los procesos de negocio. Esto implica no solo medir resultados, sino también cómo se alcanzan, valorando la conducta responsable tanto como los logros. Podría ser necesario, incluso, el uso de sistemas de alerta temprana, como canales de denuncia o indicadores de riesgo, que permiten detectar señales de posibles desviaciones éticas antes de que se conviertan en problemas mayores. Estos mecanismos ayudan a anticiparse y actuar preventivamente.

    Lamentablemente, no alcanza solo con instaurar estos comportamientos en la alta gerencia. Es necesario validar que el valor de la integridad haya permeado todos los aspectos y niveles de la cultura corporativa. Una herramienta vital para evaluar esto podría ser una encuesta anual anónima a los empleados que tenga preguntas como: ¿La integridad se ve comprometida por las presiones comerciales? ¿Los compromisos verbales de los líderes hacia el cuidado de su reputación se reflejan en su acción cotidiana? El directorio podría explorar también la posibilidad de que, obligatoriamente, expertos externos en recursos humanos realicen evaluaciones de 360 grados del director general y de los altos ejecutivos para explorar estas cuestiones.

    Los estándares del directorio para evaluar el pago por desempeño con integridad también deben definir un nuevo conjunto de “especificaciones” en la planificación de la sucesión del CEO de la empresa. Al evaluar a los candidatos, deberían preguntarse: ¿Poseen el conocimiento, la experiencia y las habilidades para impulsar una sólida cultura de desempeño con integridad en las operaciones globales de la empresa? Las mismas especificaciones deben utilizarse para evaluar la remuneración de los altos ejecutivos y establecer objetivos para los programas de desarrollo de liderazgo.

    Esa es la mejor manera de garantizar que, a largo plazo, los altos mandos de la empresa estén representados por gerentes que vivan de acuerdo con los principios y prácticas de desempeño con integridad. Así, ayudarán a la organización a evitar riesgos debilitantes y a asegurar la confianza, que, al final del día, es el atributo vital para hacer negocios y —por qué no— para conseguir votos.