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Es increíble cómo a los cristianos (los que creen en Cristo) se les ocurrió festejar sus Pascuas justo los mismos días que los judíos (los que creen que el Mesías viene atrasado) festejan Pésaj, aunque después tuvieran la delicadeza de correrlo para una semana más tarde que Pésaj; pero más insólito es que a los uruguayos (los que creen en Batlle y su reforma secular) se nos ocurrió festejar Turismo justo cuando los cristianos festejan las Pascuas y los judíos Pésaj. La coincidencia entre cristianos y judíos se entiende por su origen común, pero la superposición con la semana del Dios del Turismo, en la que creemos los uruguayos, es más dudosa.
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El Dios del Turismo es triste, algo burocrático, obligado a brillar con el último reflejo de su predecesor en el calendario, el Dios Momo. El orden es el siguiente: el Dios Enero regala un fulgurante verano a sus fieles, el Dios Momo les da, a cambio de no haberlos bendecido con las vacaciones en enero y ser corto y tener más lluvias, la lujuria y el desborde colectivo y el “andá mamándote tempranito que si no después no agarrás el ritmo y quedás desfasado del resto”; al mes llega el Dios del Turismo, una pobre recompensa para el desgraciado que no consiguió la licencia favorecida por ninguno de los dioses anteriormente mencionados. Por eso es un Dios tardío, destemplado, hasta sufrido, con cara de ciclista, podríamos decir; nacido de la copulación del Dios ateo por excelencia: el Estado Secular y la Virgen de los Pelotudos, quien nos protege a los humanos justificándonos cualquier evento que escape al trabajo y se vincule al ocio y al hedonismo, nuestro verdadero motor de vida.
El Dios del Turismo engendró, a su vez, un hijo en una mujer que moldeaba el barro con sus manos y ahí fue que le erró, se quiso hacer el crá y le salió mal. Su hijo se terminó pareciendo físicamente al hijo del Dios cristiano, pero no desde el punto de vista espiritual: le salió un peludo barbudo de chancletas que vendía collares de cuentas en lo que ahora sería la zona de Balizas, Tierra Prometida de los artesanos, y cuyo motivo en la vida era ir por los lugares sentándose en el piso con las piernas cruzadas y tratando de venderle al turista sus bagatelas antes de que lo corran los milicos. En la antigua Balizas, mientras predicaba en contra de la sociedad con policías, se hace amigo de unos muchachos con fama de díscolos pero adinerados que andaban en la vuelta y tiene su semana de Pasión de Turismo y come todo lo que hay y se chupa todo y se hace todos los asados que puede, y tiene su jueves de Santo Omeprasol y su Viernes de Aguavivas y su sábado de Muerte por Intoxicación con Mariscos de la Marea Roja y su domingo de Resurrección Abrazado al Water, para después volver a su estricta dieta de fibras, choclo, puerro y tarta de marihuana; esa semana de gloria celebra Uruguay.
El mito es malísimo, pero más o menos de eso nos quería convencer Batlle y Ordóñez. La Semana de Turismo está bien para que la hagan los noruegos y uno diga: “qué bien, qué progre el noruego, qué secular y abierto y laico, se nota que tiene el orden de la corrección ética por sobre todos los órdenes y puede hacerlo”; pero nosotros, acá, hacer como que inventamos una festividad que justo cae los mismos días que la cristiana y la judía, como si fuera algo que se nos ocurrió a nosotros y no tiene nada que ver con la religión y salió de nuestro gran espíritu republicano, es bravo de digerir.