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A los 36 años la escritora Alejandra Pizarnik se suicidó con una dosis de barbitúricos en su apartamento de la calle Montevideo, en Buenos Aires. Ese 25 de setiembre de 1972 dejó escrito en un pizarrón su último verso: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Había vivido en una permanente búsqueda por encontrar, a través de la poesía, un lenguaje que explicara lo inexplicable. En muchos de sus textos es frecuente la alusión al personaje de Alicia de Lewis Carroll, pero la suya es una Alicia que se enfrenta a espejos y pozos interminables, en “una caída sin fin de muerte en muerte”.
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Es inevitable asociar la obra de Pizarnik con su aspecto aniñado, con su vida melancólica, insomne y bohemia, que la llevaba a deambular por bares bonaerenses y parisinos, con su adicción a las anfetaminas y a las canciones de Janis Joplin. Pero en términos literarios es más justo vincularla con una de las voces poéticas más potentes de los años 60 argentinos. La definieron como “poeta maldita” y extravagante, como alucinada y surrealista. Octavio Paz prologó uno de sus libros, Árbol de Diana, y así destacó la autenticidad de su poesía: “No contiene una sola partícula de mentira”.
Julio Cortázar, con quien mantuvo una amistad intensa, le dedicó un sentido poema-homenaje al conocer su muerte, que tituló Aquí Alejandra. Ella había transcripto a máquina el manuscrito de Rayuela, y se había identificado con el personaje de La Maga. Obviamente pensó que había sido su modelo, y motivos no le faltaban. Fue Cortázar quien custodió la obra de Pizarnik luego de su muerte. Su familia, inmigrantes rusos perseguidos por el nazismo, siempre estuvo avergonzada de la obra de esa muchacha rara, que hablaba de una infancia y adolescencia llena de obsesiones y angustias. Por eso sus diarios viajaron durante mucho tiempo de casa en casa, de ciudad en ciudad hasta que llegaron a publicarse.
Si bien se la reconoce por su obra poética, Pizarnik tuvo una destacada labor como traductora y una importante producción en prosa que incluye críticas literarias, ensayos y relatos. En esta línea narrativa está uno de sus textos, de raíces surrealistas y difícil de clasificar: La condesa sangrienta. Es un cuento gótico y una fábula siniestra, a la vez que una recreación de un texto de otra escritora.
En este relato, Pizarnik reconstruye una historia que había escrito Valentine Penrose (1898-1978), artista plástica francesa vinculada con el surrealismo. La protagonista es la condesa Erzébet Báthory, una aristócrata húngara muy bella que para preservar su lozanía y juventud secuestraba muchachas en su castillo, las torturaba hasta la muerte y luego se bañaba con su sangre. Eso es lo que dice la leyenda que escribió Penrose, aunque algunos historiadores piensan que la condesa tenía “mala prensa” y que los 650 crímenes por los que se la acusó fueron un invento de sus enemigos políticos para condenarla: la dinastía de los Habsburgo. La condesa era viuda de un héroe nacional, poseía riquezas y era calvinista cuando en Viena imperaba el catolicismo. Enemigos no le faltaban.
De todas formas, Erzébet Báthory fue heredera de una familia truculenta. “No es casual que el escudo familiar ostentara los dientes del lobo, pues los Báthory eran crueles, temerarios y lujuriosos”, explica Pizarnik. Según cuentan los documentos que manejó Penrose, a la condesa le gustaban las fiestas subidas de tono, la contemplación del cuerpo femenino y pinchar a sus sirvientas con agujas.
Pizarnik, que había leído y admirado a Lautréamont, a Baudelaire, a Artaud, a Georges Bataille, encontró en este personaje “real e insólito” una especial oportunidad para elaborar literariamente la relación entre sexo y muerte en un formato alejado de la poesía, pero con su mismo poder plástico y sugerente. Para hacerlo, siguió la estructura de los cuentos de hadas, pero en una versión tenebrosa. La condesa es la bruja implacable, verdadera encarnación del mal, que somete a terribles tormentos y sin piedad a jóvenes vírgenes, hasta que un príncipe acude a salvar a las sobrevivientes.
Es un relato que habla de una mujer “en el último fondo del desenfreno” y que muestra la fascinación por la belleza femenina en medio del dolor y del horror. Remite al Marqués de Sade tanto en sus descripciones como en su trasfondo filosófico. Porque la narración de Pizarnik tiene, a pesar de la temática, sus momentos poéticos y reflexivos, como el que habla del significado de la muerte. “Esta escena me llevó a pensar en la Muerte —la de las viejas alegorías; la protagonista de la Danza de la Muerte—. Desnudar es propio de la Muerte. También lo es la incesante contemplación de las criaturas por ella desposeídas. (…) Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada, que viene a ser el orgasmo. (…) Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte. Porque, ¿cómo ha de morir la muerte?”.
Más allá de su sentido alegórico, La condesa sangrienta es un relato impactante, no apto para cualquier estómago. Describe torturas medievales que realmente existieron y evoca cualquier otra situación de encierro y tormento. Y Pizarnik no se ahorra ningún detalle al describir los métodos que utiliza la protagonista para deleitarse: cortes, quemaduras, mordeduras, desmembramientos, fuego y agua helada, así como algunas máquinas siniestras. La Virgen de Hierro era una de ellas: una mujer-jaula que trituraba a su víctima una vez que estaba dentro. “Pero nada era más espantoso que su risa”, agrega la narradora para alimentar la figura trastornada de la protagonista.
Por otro lado, hay una intención de entender a la condesa, por eso la ubica también en la soledad de su habitación, sentada durante horas frente al espejo mientras contempla su hermosura y su cercana pérdida, origen de su locura: “Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. (...) El libro que comento en estas notas lleva un retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece a la alegoría de la melancolía que muestran los viejos grabados”.
La condesa sangrienta se publicó por primera vez en 1966, en la revista Testigo. En ese momento, Pizarnik ya había alcanzado su madurez poética y desconcertó a la crítica con este relato que ella misma definió como un “artículo” sobre la obra de Penrose. Se lo tomó como una narración grotesca que mostraba la obsesión de la escritora por la muerte y la locura. Pero César Aira, uno de los principales estudiosos de su obra, rescató una carta en la que Pizarnik anunciaba la publicación del texto y explicaba: “Será mi primer —último, espero— encuentro con el sadismo, que no comprendo, que nunca comprenderé”. Por algo termina esta narración con las siguientes palabras sobre la condesa: “Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”.
Luego de su primera edición, el relato tuvo otra en 1971 y luego se incluyó en Prosa completa (Lumen, 2001), un libro que recopila todos sus artículos y textos. También tuvo una edición ilustrada por el dibujante argentino Santiago Caruso, quien interpretó a la perfección “el poder del horror” con su danza roja de la muerte (Libros del Zorro Rojo, 2009).
“Lo importante es lo que hacemos con nuestras desgracias”, había contestado Pizarnik en una entrevista sobre los posibles obstáculos para abrirse camino en las letras siendo mujer. Su mayor “desgracia” había sido llegar a un lugar “donde lo imposible se vuelva posible”. Trató de encontrarlo en la poesía; después lo fue a buscar allá lejos, en el fondo del espejo.