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Arturo Pérez-Reverte y su última novela: ‘La isla de la mujer dormida’
Pérez-Reverte se luce con el manejo de los asuntos de la guerra en el mar, cuando no existían satélites ni GPS, y en mostrar el alma de los personajes, los diálogos entre españoles, griegos y soviéticos cuando las papas queman
“Hay héroes tanto en el mal como en el bien”. Esta frase, contenida en las Máximas, de Francisco de La Rochefoucauld, en el siglo XVII y recordada por Arturo Pérez-Reverte en Sabotaje, una de las novelas de la serie Lorenzo Falcó publicada en 2018, atraviesa también su opus más reciente: La isla de la mujer dormida (Alfaguara, 2024).
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El tiempo histórico es el mismo que en Sabotaje: los primeros meses de 1937, durante la guerra civil española. Pero esta vez el personaje central no es un James Bond ibérico, que se mueve clandestino entre el Burgos franquista y el Madrid republicano, sino un capitán de la marina mercante, gallego pero de madre griega, convertido de prisa y corriendo en comandante de un grupo paramilitar especial.
La historia tiene como escenario principal las islas Cícladas, en pleno mar Egeo. El lector es seducido para acompañar un breve pero muy intenso tramo de la vida de Miguel Jordán Kyriazis, el personaje creado por el narrador cartagenero para encarnar a un singular combatiente de mar que le toca servir en el bando franquista.
Al experimentado marino mercante Jordán, la Armada sublevada lo ha enviado al puerto de Kiel, en el Báltico, a aprender lo básico sobre un nuevo modelo de torpedera de la Kriesgsmarine. Poco después de completar esa somera capacitación, recibe órdenes, un documento falso, un revólver Webley de calibre 38 y un contacto en el Líbano, donde recibe instrucciones para ponerse al frente de un grupo de marinos de fortuna.
La misión corsaria consiste en hundir barcos que —desde la Unión Soviética— refuerzan la logística republicana. Los equilibrios políticos obligan a actuar bajo bandera negra o falsa; saben que, si los pescan, nadie se hará cargo y, además, la nave no debe ser entregada.
Tan secreta es la misión que los participantes, reclutados entre diferentes nacionalidades y especialidades —hay un pintoresco telegrafista inglés, un díscolo artillero holandés y un par de valientes primos albaneses—, recién se van enterando sobre la marcha de los detalles de la faena para la que han sido convocados y por la cual recibirán buen dinero depositado en un banco de Atenas.
Esa es la parte bélica. Mientras los mercenarios se preparan, en paralelo nace la historia de amor, porque la novela comienza con una canción en francés y una mujer que quema una foto.
La mujer del barón
Casi al mismo tiempo que espías republicanos y “nacionales” cruzan tácticas en un burdel en torno al Bósforo, un lugar clave por el cual sí o sí deben pasar los barcos con pertrechos militares desde Odesa a Cartagena, en una pequeña isla frente a Syros, la mujer del barón Katelios —junto con su esposo únicos habitantes de la isla— comenzará a fantasear con el marino español de aspecto nórdico, rubia barba y 1,89 m de altura, que, además, habla perfectamente el griego.
El inevitable triángulo que se forma entre el comandante Jordán, el barón Katelios y su esposa Helena Nikolaievna, los dos solitarios anfitriones del comando que emplea su pequeña isla como base, corre en paralelo. Naturalmente, el interés de la mujer lleva a que por momentos la historia sentimental se entremezcle con las operaciones paramilitares ordenadas por el mando franquista, que es la parte medular de la narración.
En medio de todo eso aparecen lúcidas referencias a escritores con fuerte impronta marinera como Joseph Conrad o a pintores como George Grosz, que mostró el Berlín de entreguerras.
Aunque el gallego de raíces helénicas tiene claro que lo principal es lo principal, una tarea que ella llama despectivamente piratería, el narrador advierte que la cosa es seria: “Llegó a pensar Jordán que la intimidad con una mujer como aquélla se parecía a enfrentar un temporal del oeste: ponía a prueba el valor y temple de un hombre, la fibra de la que podía o no estar dotado”.
Precisamente el kapetanie sabe que su valor y su temple estarán sometidos a revisión permanente por sus hombres. En primer lugar, por su piloto Ioannis Eleonas, con quien construye un fuerte vínculo, pero también por el irreverente telegrafista inglés y por los otros, a quienes debe saber mandar en los momentos rutinarios para que respondan cuando llegan los más tremendos. Es en esos momentos cuando todos lo están mirando a él.
El combate es escrutado también del lado republicano. Entonces, es posible percibir cómo funcionaba el vínculo entre los marinos soviéticos, con la figura de Stalin más que sobrevolando, qué calidad profesional tenían, cómo actuaban los españoles y cómo se procesaban las tensiones entre unos y otros.
Además de referencias obvias al curso de la guerra en España y a la situación internacional, una de las virtudes de esta novela es mostrar a los protagonistas bastante alejados de los estereotipos. Eso se percibe en varias partes, en especial en un momento de mucha acción, que el narrador dosifica bien:
—Tienen un par de huevos —dijo el capitán Sáez.
—No diga eso, capitán —replicó molesto el ruso—. Son unos cerdos fascistas.
—Sí —admitió el otro—. Unos cerdos fascistas con un par de huevos.
Pérez-Reverte, quien trabajó más de dos décadas como corresponsal de guerra y, además, es miembro no solo de la Real Academia Española, sino también de la Asociación de Escritores de Marina de Francia, se luce con el manejo de los asuntos de la guerra en el mar, cuando no existían satélites ni GPS, y en mostrar el alma de los personajes, los diálogos entre españoles, griegos y soviéticos cuando las papas queman. Una tarea difícil para que la historia gane en verosimilitud, pero que casi siempre este narrador de batallas y mares logra muy bien.