En un pequeño apartamento de la calle Elizabeth Street, el pequeño Martin, asmático, mira por la ventana a sus amigos jugar en la calle. Casi todos van detrás de la pelota en camiseta, gritan, dan manotazos, se pelean, hacen cosas que él no puede hacer. Allí a la vuelta está la charcutería de Luigi Di Palo, con el sonriente Gino en la puerta, tan elegante con ese traje gris a rayas. Y la panadería La Rosa & Son, debajo del angosto edificio color ladrillo. Y la Italian Deli, donde hacen los mejores cannoli. Pero lo que más le gusta a Martin, lo que mejor le hace a su delicada salud, es ir al cine de Little Italy. Recuerda especialmente, aunque también había escenas en las que se tapaba los ojos, el amor tempestuoso entre Gregory Peck y Jennifer Jones en Duelo al sol, de King Vidor.
, regenerado3, regenerado2
Martin goza de una memoria de elefante, retiene nombres del neorrealismo italiano, conoce ignotos actores japoneses (¡Son todos iguales!, le dicen sus compañeros), identifica al toque, con solo ver un par de tomas, las películas expresionistas alemanas del período mudo. Lo que no entiende es por qué la catedral de San Patricio en el barrio Nolita, en pleno Little Italy, donde se casaron sus padres, debe llevar un nombre irlandés. Es que Nueva York es un crisol de culturas, ha sido fundada por pandillas de emigrantes que controlan calles, zonas, vecindarios, a veces ganan unas cuadras, a veces retroceden otras. Algún día alguien hará una película sobre la banda de un carnicero nativo y la banda de su enemigo, un predicador irlandés, en el bajo Manhattan a mediados del siglo XIX.
Y eso es lo que mejor hace Martin Scorsese: darle vida a Luigi detrás de las mortadelas colgadas, a Gino cuando recolecta la cuota de protección vecinal, al señor y la señora La Rosa discutiendo la receta de la pasta acaloradamente, a Vito y Ángelo arrojando en la noche un bulto por el puente. El barrio cobra vida. Y así aparecen Harvey Keitel, Robert De Niro, Joe Pesci y Al Pacino, que precisamente son las estrellas veteranas de su nueva película El irlandés (The Irishman, 2019, 209 minutos), que exhibe Cinemateca y ya se puede ver en Netflix.
Con 76 años, y apoyado en un guion de Steven Zaillian (la serie The Night Of, La lista de Schindler, En busca de Bobby Fischer), que a su vez se basa en una novela de Charles Brandt, Scorsese desgrana a lo largo de tres horas y media la vida de Frank Sheeran (Robert De Niro), que peleó en la II Guerra Mundial y a su vuelta a casa trabaja como repartidor de carne. En cierto momento a Frank se le descompone el camión en la carretera. Un petiso simpático que por lo visto sabe mucho de motores lo ayuda y no le pide nada a cambio. Un tiempo después se volverán a encontrar y el petiso simpático, un tal Russell Bufalino (Joe Pesci), le ofrece laburo. Entonces Frank pasará los mejores bifes, los más tiernos, a un mafioso que solo abre la boca y engulle (Bobby Cannavale). Se ha oficializado el trabajo de Frank, el irlandés, y también se ha sellado una amistad y una devoción absoluta con Bufalino, que será su jefe y su amigo del alma.
Cuando vemos que es el rostro de Frank en primer plano el que abre la historia, sentado en una casa de salud con su bastón, un septuagenario dulce, un abuelito tierno, sabemos dos cosas: que Scorsese nos paseará por un buen tramo de la historia de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX, y que a nuestro Frank no le ocurrirá nada parecido a la muerte, porque al fin y al cabo será él quien nos contará este cuento.
Frank, cuya capacidad de exterminar es directamente proporcional a su catolicismo (asiste a todos los bautismos y ceremonias religiosas), también ofrecerá sus servicios a Jimmy Hoffa (Al Pacino), el capo di tutti capi del sindicato de camioneros. Hoffa ya había tenido al menos otro rostro estelar en el cine: el de Jack Nicholson. Pero lo que nunca se supo es qué sucedió con él: desapareció el 30 de julio de 1975 sin dejar ningún rastro. Scorsese tiene una teoría.
Pacino y De Niro nos dieron un glorioso encuentro como antagonistas en un bar de carreteras en Fuego contra fuego (Heat, de Michael Mann). Solo para hablar y poner las cosas en claro, nada de tiros. El buen cine vuelve a juntar a los buenos muchachos.
Se perfilan el fiscal Bobby Kennedy, su hermano JFK (es significativa la secuencia en que los mafiosos se enteran por la TV de un bar del asesinato del presidente), Sam Giancana, todo un mundo de bisagras entre la política y el hampa, entre la ley y los atentados, entre los números legales y los billetes sueltos en paquetes de papel de estraza. Como en Goodfellas, como en Casino, Scorsese mueve a sus personajes, los ubica en sus respectivas familias, cuando viajan tranquilamente con sus esposas en auto (en el de Pesci no se puede fumar), cuando se levantan a las dos de la madrugada para realizar un trabajo urgente, cuando en los tribunales se amparan en el silencio porque ese derecho lo otorga la Constitución. Un movimiento coral de persuasiones, amenazas, discursos, tiros y explosiones. Así se hizo América.
—Me han dicho que pintas casas —le dice un futuro cliente a Frank.
—Eh… sí, claro, pinto casas, y también hago trabajos dentro de las casas —algo por el estilo responde nuestro irlandés.
Y la música. Tarantino se lleva las palmas por desempolvar canciones que calzan a la perfección con sus películas. Pero Scorsese hace bailar a todos sus antihéroes con un tema, como ocurría con The Animals y House of the Rising Sun en la impresionante secuencia final de Casino.
De King Vidor sacó la famosa frase “Una película para ellos, una para mí”, lo que implica una suerte de exitosa negociación entre la industria y el arte. Después de sorprender con Alguien golpea a mi puerta y Malas calles (John Cassavetes las elogió y el joven Martin casi se desmaya), y en especial después de la obra maestra Taxi Driver (Palma de Oro en Cannes), comenzó con la alternancia. Alicia ya no vive aquí, para ellos; Toro salvaje, para él. El color del dinero, con Paul Newman y Tom Cruise, para ellos; El rey de la comedia, para él. Cabo de miedo, para ellos; La edad de la inocencia (sobre novela de Edith Wharton, sobre la aristocracia neoyorquina, los cubiertos de plata, las copas de cristal y las buenas costumbres), para él. El aviador, para ellos; Los infiltrados, para él, galardonada con cuatro Premios Oscar, incluyendo Mejor película y dirección, primeras distinciones directas de la Academia de Hollywood a Scorsese.
—Toda mi vida no he hecho más que rebotar entre Sombras y Ciudadano Kane —declaró en una entrevista. Nada más cierto: entre la artesanía delicadamente sucia, callejera, semidocumental de un Cassavetes, y la megaconstrucción coral de un Orson Welles.
Esto no quiere decir que no haya un buen Scorsese industrial, ni que sus proyectos más personales sean todos valiosos. Por ejemplo, El lobo de Wall Street es industrial y un peliculón al mismo a tiempo. En cambio, Silencio, que era muy personal, sobre la persecución a los cristianos en el Japón imperial del siglo XVII, era un bodrio irredimible.
También podemos echar mano a sus viejas obsesiones, como La última tentación de Cristo, una buena película que nunca tuvo pazporque la Iglesia católica se encargó de hacerle la guerra. A Scorsese, que es católico. Y todo porque plantea que su Cristo-Willem Dafoe al final roza un deseo humano, demasiado humano.
Además, existe la vertiente de los documentales musicales, notoria predilección del director, que fue montajista nada menos que de Woodstock. Allí están El último vals (The Band y Bob Dylan), Shine a Light (Rolling Stones), No Direction Home y Rolling Thunder Revue (otra vez Bob Dylan en ambos casos). Son documentales guionados, con trampitas y guiños ficticios, algunas veces con material filmado por otros pero montado por Scorsese. Y los registros sobre sus padres y sus raíces, sobre sus preferencias cinematográficas, sobre el blues, sobre personajes exóticos.
Sus relaciones de pareja parecían derrumbarse debido a su enfermiza, insistente infidelidad… cinematográfica. La vida deslumbrante, real, ocurría en una pantalla; fuera de ella, sí, algo había, a veces, por lo general todo deprimente.
—Respiraba, comía y cagaba cine —dijo una novia de la juventud.
También se animó con breves actuaciones, sacando jugo a sus movimientos nerviosos, salidos de un cuerpo pequeñajo, inquieto. Bertrand Tavernier le dio un papelito en Round Midnight y el mismísimo Kurosawa le pidió que hiciera de Van Gogh en uno de sus Sueños. Él mismo se puso como cliente paranoico del taxi de Travis, el demente que cambiará la ciudad a los tiros.
Se dice mucho pero se recuerda poco: el cine es un arte colectivo. Se habla de actores, se habla de directores, también de guionistas. Pero no tanto de montajistas. Entre los colaboradores más cercanos de Scorsese está Thelma Schoonmaker (tres estatuillas con Martin por su trabajo en la moviola: Toro salvaje, El aviador y Los infiltrados), esposa del realizador británico Michael Powell (Las zapatillas rojas, El fotógrafo del pánico). Fue Scorsese quien los presentó. Un matrimonio cinematográfico. Para Schoonmaker, lo esencial en la sala de montaje con su amigo —¡50 años trabajando juntos!— siempre fue el paso de los planos objetivos a los planos subjetivos. Una vez que se entendían en ese aspecto, era como si pensaran la película del mismo modo. Entramos a una habitación, así lo ve el espectador. El siguiente plano será cómo lo ve Robert De Niro.
Y pensar que Martin quiso ser seminarista… Pero rápidamente lo ganó el cine como profesión cuando ingresó en la universidad de Nueva York. Allí aprendió del profesor armenio Haig Manoogian una máxima: trabajar sobre lo que uno realmente conoce. ¿Sabés pelar una manzana como nadie? Perfecto, allí está el tema de tu próxima película.
Largo tiempo han compartido escenarios artificiales y naturales Scorsese y De Niro, una de las grandes parejas director-actor de la historia del cine. También con Pesci y con Keitel hubo muy buenas migas fílmicas. Es muy probable que El irlandés integre la última colaboración entre estos viejos que en cierta forma se conocieron en Nueva York y al corazón de esta ciudad le deben la vida. Seguro que recordaron anécdotas y salieron a relucir fotos de aquellos años, cuando tenían pelo, eran flacos y consumían sustancias sin medir las consecuencias.
El nuevo proyecto del viejo Martin se llama Roosevelt. Y como estrella no tiene a Roberto: tiene a Leonardo.
Vida Cultural
2019-11-28T00:00:00
2019-11-28T00:00:00
Semanario BUSQUEDA