Kansas City era un hervidero. Había más boliches de música que almacenes, farmacias y ferreterías. Las jam sessions duraban hasta el amanecer. Nadie dormía. Si alguien quería evitar el sonido de saxofones, trompetas, pianos, contrabajos y baterías, tenía que largase a otra ciudad. En KC no corría la Ley Seca ni parecía haber Depresión. Se hacía lo que ordenaba Tom Pendergast, el capo di tutti capi de la ciudad. Si te metías con algún empleado de Tom o con alguna de sus chicas, estabas en problemas. Podías escuchar la música a tu medida, conseguir las drogas que quisieras. Había bandas de jazz por todas partes. Incluso una se llamaba The Jail (La Cárcel), con los músicos luciendo el clásico uniforme a rayas mientras disparaban sus instrumentos y la gente bailaba como loca. En KC fue desafiado y destronado en una famosa jam session en el Cherry Blossom el rey del saxo Coleman Hawkins. Desenfundó más rápido, con más ideas y más swing Lester Young, una de las estrellas de la ciudad. En semejante alboroto de músicos, bailarines, gánsters, prostitutas, chulos, traficantes y buscavidas creció Charlie Parker, que había nacido el 29 de agosto de 1920.
Su padre era bailarín y cantante de vodevil. Gran bebedor. Y también golpeador. Con nueve años Charlie ya deambulaba por la zona de los boliches. Se escondía debajo de los pianos de los salones y quedaba embriagado de música y del humo dulzón de la marihuana. Su madre trabajaba como empleada doméstica y por las noches en una oficina de telégrafo. Se supone que el niño iba a la escuela, pero de camino a clases había tantos boliches con música que eran una tentación, incluso por las mañanas. Cuando la gente salía para sus trabajos, los músicos volvían a sus casas. Dicen que en una maratónica jam, el baterista Jesse Price llegó a tocar un solo de… una hora. Entonces, la rabona era cantada. Y como su madre no estaba de noche en casa, Charlie se escapaba hasta el alba. Primero fue un incómodo barítono, que pesaba demasiado y no era fácil de tocar. Luego la madre, ante la irrefrenable voluntad musical que mostraba su hijo, le compró un saxo alto usado y bastante descalabrado por 45 dólares. Tirulín, tirulín, el saxofón de Charlín. Ese fue el principio de la leyenda, aunque Clint Eastwood la ubica más atrás en su película Bird, con un niño montando un caballo y tocando una flautita. A los 13 años Charlie tocaba en la banda Deans of Swing, mientras los asaltantes de bancos Pretty Boy Floyd y Frank Nash eran emboscados por la policía en un famoso tiroteo en plena ciudad. Pistolas y saxofones, balas y platillos. Los músicos eran celebridades, los gánsters también. Y vestían igual. A los 14 Charlie vivía fuera del hogar (menos para dormir) y había abandonado los estudios. Se lo veía ir de un lado para el otro con el instrumento y un cuaderno de ejercicios musicales. Mentía, se hacía pasar por mayor de 18 años y así conseguía tocar en algunos sitios.
En 1935 muere Benny Moten, el líder de la banda de jazz más importante de KC. Count Basie toma su lugar y se lleva de gira al gran tenor Lester Young, el ídolo de Charlie. Sabía sus solos de memoria y algunos de sus trucos, no todos. Los músicos son parcos, como los gánsters. Entonces el mozalbete pone los ojos en el saxofonista alto Buster Smith, el “Profesor”, que toca en los Blue Devils: cómo acomoda los dedos, cómo sopla y deja ir la columna de aire, cómo articula los labios, qué cañas utiliza para la embocadura de su saxo. Trucos que no alcanzan para la gran música, pero te acercan a ella. Al principio el sonido de Charlie, como lo definió el contrabajista Gene Ramey, era “una combinación de un hombre que habla y bebe vino al mismo tiempo”. Un moscatel muy nuevo, todavía ácido. No es un sonido añejado en barricas de roble como el de Lester o el de Coleman Hawkins. Gracias a un accidente de auto en el cual no sufre consecuencias importantes, puede cobrar un seguro y comprarse en saxo nuevo.
Harlem blues
Nueva York es una ciudad musical. Te hace olvidar que Estados Unidos acaba de entrar en la II Guerra Mundial. El subway suena como un bombo desde las profundidades. Los autos y autobuses son los saxos, las trompetas y los trombones. Las grúas que construyen rascacielos se mueven como contrabajos y pulsan la cuerda con esa viga de metal, el latido del crecimiento constante. Es permanente el melódico bullicio de la gente en el paso de los peatones antes de cruzar las teclas del piano. Esta es la ciudad. A la mierda Kansas City. Tiene todo lo que necesita: música, mujeres y drogas, que serán insustituibles en su vida (tal vez haya que alterar el segundo ítem por el tercero). Y todo lo quiere ahora, ya. Se instala en Harlem y trabaja de lavaplatos en un café que, cuándo no, también tiene música en vivo y donde toca el gran pianista Art Tatum. Charlie lo escucha desde la cocina. El piano de Tatum, los platos y vasos que chocan y su saxo que acompaña mentalmente. En la mesa de allá está sentado Joe Louis. Tatum es ciego, pero sabe moverse y esconde en la cocina una botellita de whisky que se baja cada noche. Y a veces convida al pendex que lava los platos. Tirulín, tirulín, el saxofón de Charlín.
Uno de sus trabajos lo consigue en el Parisien Ballroom. La orquesta debe tocar temas de un minuto clavado, no más. La idea es que al minuto sepas con quién te vas a la cama y circules. Los galanes son chulos y traficantes; las chicas mayormente piden algo a cambio de sus caricias. Hay que buscarse la vida. El que gana más de todos, incluso más que los músicos y las chicas, es el vendedor de condones, que tiene su mesita en el baño y habla como un filósofo y da consejos. Pero a Charlie le interesan los contactos sustanciales, dónde obtener sweet adeline, y no la filosofía del viejo de los condones. Una de sus grandes composiciones será Moose The Mooche, dedicada a su principal dealer, un negro que había sido atleta, ahora andaba con muletas, tenía un puesto de lustrabotas, vendía marihuana y principalmente heroína. Los tipos que salían de los rincones más oscuros de la ciudad con los bolsillos llenos de bolsitas eran sus amigos. El bop es el sonido de la noche, lo dijo Jack Kerouac.
Muchas son las salas que pasan y los trabajos que deja. Una mala jornada de propinas en el Monroe’s, por ejemplo, significaba que los músicos se iban con unos centavos en los bolsillos. Pero si la cosa se movía, el platillo podía dejarles entre ocho y nueve dólares a cada uno. Comida garantizada. Y por supuesto también un buen colocón, una euforia de doce horas. Un largo orgasmo instantáneo al cerebro, como explicó William Burroughs.
Además, estaban el Apollo y el Minton’s Playhouse, el templo del jazz de Harlem, donde tocaban Thelonious Monk (con su barbita de chivo y sus lentes de sol), Kenny Clarke, Bud Powell (un poco loco) y Charlie Christian, entre muchos otros. Había una base rítmica estable y después circulaban los músicos. Una procesión interminable sobre el escenario. Un laboratorio de negros. En la puerta de Minton’s paraban todos los taxis a la madrugada, bajaban tipos con fundas, estuches e instrumentos y se hacía un jazz distinto que rompía con las reglas del swing bailable. Un jazz más abstracto, picassiano.
Cierta noche alguien trae la noticia: en la vuelta anda un saxofonista, un tal Yardbird o Bird debido a su voraz predilección por el pollo frito, que toca como Lester Young, pero más rápido y “en chino”. El Minton’s envía dos espías al Monroe’s: Monk y Clarke. Y se quedan con la boca abierta: en el escenario había un gamberro de poco más de 20 años, con lentes negros, que parecía haber dormido sobre sus ropas (y podía haber dormido en el piso o en una bañera) y cuando levantaba la columna de aire con su herramienta, era como si volasen en pedazos los vitrales de una iglesia. Pero como si volasen por toda la sala en completa armonía, un deleite, un éxtasis total, y luego retornasen al pabellón de su saxo alto, al nido, al secreto de su dueño. Era tímido y reservado, así lo recuerda Clarke. No tenía domicilio fijo y muchas veces su instrumento estaba en una casa de empeños, entonces pedía un saxo prestado. Por eso guardaba en un bolsillo de su saco arrugado la boquilla y la caña. Le dieron unos dólares y le pidieron que se cambiara del Monroe’s al Minton’s, como si fuese el pase de fútbol de un club de barrio. Y lo llevaron a cenar. Durante la cena solo pensó en el buen chute que después se daría. Había contraído el hábito de la heroína a los 15 años. Un gamberro desprolijo e ingobernable que pedía pequeñas sumas de dinero y nunca devolvía. A veces, para fastidio de los directores de orquesta, se quedaba dormido durante los ensayos. Tenía un truco de dibujo animado: la embocadura del saxo bien apretada por la mandíbula, pose de estatua y lentes negros. Duro como una piedra. Cuando le llegaba el turno de tocar, el músico vecino le mandaba un mensaje a las costillas para despertarlo de la siestita. Entonces soplaba de golpe su vuelta al mundo.
El pollo frito, las mujeres, la heroína y la música. Ahora tenemos a un señor saxofonista que está en boca de todos los músicos de Harlem, egresado de las bandas de Earl Hines (donde tocó el tenor) y Billy Eckstine, en las que además de dormir en los ensayos, faltar a los conciertos y despreciar las indicaciones de sus jefes, conoció a su compañero de fechorías, un tal Dizzy Gillespie. Trompeta y alto al unísono, endiablados. Bird, la leyenda, se apresta a entrar en escena con su herramienta y su propia música.
La Calle 52
Esas cuatro manzanas también eran un hervidero a mediados de los 40. Todos los boliches concentrados, uno al lado del otro y enfrente de aquel otro: Onyx, Spotlight, Three Deuces, donde Bird y Dizzy causan sensación con temas vertiginosos como Groovin’ High, Salt Peanuts, Hot House, Bloomdido y Night in Tunisia. Son boliches pequeños, mal ventilados, aptos para cuartetos o quintetos, pero en total desajuste con una habilitación de bomberos. El siglo se va transformando y las grandes bandas comienzan a decaer. Pero el bebop, así le llaman al nuevo estilo, no es del agrado de los críticos ni de los grandes popes como Louis Armstrong y Tommy Dorsey, representantes del viejo swing. Dicen que semejante música es un retroceso, que no se entiende, que es demasiado quebrada. Cuando Bird registra la imponente Now’s the Time, la revista Down Beat, sí, la famosa y especializada en jazz, se la hace mierda. Peor para sus archivos, dirá la historia. Bird ya va por su segunda esposa, y habrá otra más. Y luego también se enamorará de la bella bailarina Chan Richardson, con la que tendrá dos hijos.
Por allí emerge un personaje, Dean Benedetti, que sí entiende la música de Bird y lo sigue a todos lados con su magnetófono de fabricación alemana. Es tan fanático del saxofonista que graba sus actuaciones, pero únicamente sus solos. Ha sumado cientos. Y es capaz de ocultar su micrófono entre las botellas, detrás de los sacos colgados en los percheros, debajo de una mesa. Incluso una vez que le impiden la entrada a un boliche, Dean alquila la habitación superior, se instala, hace un agujero en el piso y cuela el micrófono. Como un ladrón de bancos, pero de música. Su colección parkeriana fue editada en una gran caja de discos por Mosaic Records. Imaginen: son grabaciones caseras, pero los solos de Klaunstance, Quasimado, Ko Ko, Cool Blues, Parker’s Mood, Constellation, Embraceable You, Scrapple From the Apple … uno tras otro durante horas. Vértigo. Euforia. Heroína pura.
Al terminar la guerra, Bird y Dizzy deciden probar fortuna en la soleada California. Quizá allá entiendan mejor su música. Al poco tiempo Dizzy se harta de la mala conducta de Bird, de sus ausencias cantadas, de su falta de profesionalismo. Se va y lo deja solo en una California que será de sol negro. Que le den por el culo a Dizzy: pongo al trompetista ese de 18 años. ¿Cómo se llama? ¿Miles Davis? Ese. La base de operaciones de Bird se instala en Little Tokyo de Los Angeles, donde residen mayormente japoneses que durante la guerra quedaron confinados. El boliche se llama Finale, nada más premonitorio. El descenso en la noche más oscura se produce precipitadamente. El 29 de julio de 1946 Bird sufre incontrolables sacudidas musculares. Lo atribuye a cierta sustancia mexicana de mala calidad. Llega al estudio de grabación y apenas puede registrar dos temas, uno de ellos el famoso Lover Man. Sopla la última nota y cae desvanecido. Lo llevan al hotel. No puede dormir. Baja a la recepción desnudo y con calcetines, a los gritos: ha incendiado la habitación. Los otros huéspedes salen corriendo. Acuden los bomberos, apagan el fuego y arrojan el colchón humeante al medio de la calle. Bird es enchalecado y retirado en un patrullero. Lo internan en el psiquiátrico Camarillo, donde pasará… siete meses. Nunca le perdonará a Ross Russell haber incluido Lover Man en su discografía, pero el hospital será homenajeado con Relaxin’ at Camarillo.

Ha grabado para Savoy, Dial y Verve un cuerpo de temas maravillosos. Ha salido de gira con Jazz at the Philarmonic, un emprendimiento de Norman Granz, el productor y fundador de Verve, para juntar a grandes estrellas en grandes salas de concierto. Estuvo en Europa y fue idolatrado. Sigue tocando de forma marciana. Igualmente, nada colma su medida: ni las mujeres ni las drogas. Ni siquiera la música. Hay instantes en que resulta locuaz, humorístico e ingenioso. Hace chistes pesados. Coloca pastillas de ácido en las bebidas de los músicos. Mea al costado del escenario, en pleno concierto. Tirulín, tirulín, el saxofón de Charlín acabará mal. Es inexorable. Por lo general no se endiosa a las figuras intachables, correctas, aplicadas. Las leyendas parecen necesitar siempre la ciénaga, su costado maldito. Bird pasa días y días ensimismado en su oscuridad, sin dormir, sin hablar. No tiene dónde ir. Viaja en metro toda la noche.
Desaliñado y una vez más con las ropas arrugadas, gordo de ingerir cantidades industriales de alcohol y de sucedáneos de la heroína como la benzedrina o la nuez moscada diluida en algún líquido, se encuentra en el banco de una plaza de Chinatown con un cigarrillo que se consume entre sus dedos. Un grupo de niños sentados en el pasto observan un pequeño teatro de títeres. Bird se acerca. Los títeres se dan mamporros, dicen cosas subidas de tono y los niños ríen. Bird también. De pronto, uno de los muñecos señala al músico y le dice: “Tú, negrito, que eres thane de Cawdor y has reinado en el Minton’s y en Three Duces, que has sufrido el racismo y fustigado al mundo con tu música revolucionaria, ahora perderás una hijita, ji, ji, ji…”. Bird se levanta lívido y jura no consumir más porquerías mexicanas ni alcohol. Se dirige a un teléfono público. No siente el piso bajo sus pies. No siente nada, ni siquiera el tubo que le aplasta su oreja y la deja marcada. Llama a Chan y pregunta por su hija. Los peores temores se confirman: la cabina se le desarma encima.
En Birdland, el boliche que fue creado en su honor, ocurre uno de los más dramáticos acontecimientos públicos de la historia del jazz. El crítico Nat Hentoff lo presenció. Bird se insulta con Bud Powell. Ambos se reprochan mutuamente ser lo peor de lo peor. El pianista se retira del escenario. Bird lo llama a los gritos. Powell no vuelve. Se suspende la función. Una semana después, errático, una sombra de sí mismo, visita en la suite del hotel Stanhope, frente al Central Park, a la baronesa del jazz Nica Koenigswarter, amiga de todos los músicos. Se sienta ante el televisor, que emite un programa humorístico de pacotilla. Bird ríe. Ríe más que nunca. Tiene una convulsión de risa y muere allí mismo, de cara a un sujeto que hace payasadas en una caja. El policial negro se completa, se ha escrito muchas veces. No sabemos si hubo alguna sustancia adicional para reanimarlo. No sabemos exactamente qué fue lo que ocurrió. Las leyendas deben cerrarse sobre sí mismas incluso en el último momento. El médico que firmó el certificado el 12 de marzo de 1955 dijo que se trataba de “un hombre entre 50 y 60 años”. Tenía 34. Días después, alguien estampó contra un muro: Bird Lives!
Es verdad.