Conocer Mongolia en un viaje de pocos días y para peor siguiendo el programa más o menos protocolar y aburrido de un papa no es una tarea fácil ni siquiera para un tipo como Cercas. Aprehender, en pocos meses, la esencia del jesuita porteño Jorge Bergoglio, antes y después de convertirse en Francisco, tampoco.
El autor, sin embargo, logra explicar —al menos a un lector tan ateo como él— lo más relevante del personaje, en el que destaca el humor y la alegría, de su papado y del entorno, aunque no profundiza en los supuestos dos aportes centrales de Francisco: combatir con dureza la reconocida corrupción económica en el Vaticano y castigar los abusos sexuales de los curas en el mundo, además de acercarse desde el primer día a los pobres y a los emigrantes.
Casi todo lo demás parece haber quedado para la agenda del recién designado León XIV o de sus sucesores. Ya sea por decisión propia, ante la falta de consenso, o por convicción, reformas como la posibilidad de casamiento de los curas, la comunión de los divorciados y vueltos a casar, las uniones de personas del mismo sexo, la incorporación de mujeres sacerdotisas al mismo nivel que los hombres y otras demandas, que ya son cosa común en otras religiones, en estos 12 años no se cumplieron.
Entre la dictadura argentina y la opción por los pobres
Respecto de que el papa era un jesuita porteño, hincha del club de fútbol San Lorenzo y de joven simpatizante del peronismo, no son asuntos sobre los cuales el escritor nacido en Cáceres pudiera aportar mucha cosa nueva. Y menos desde el Vaticano o Cataluña.
Aunque el libro no los soslaya, tampoco resulta fácil echar más luz sobre los problemas graves que tuvo en 1976, cuando fue por primera vez provincial de la Compañía de Jesús en Argentina y, en plena dictadura, quitó la protección a Orlando Yorio y Franz Jalics, dos curas villeros relacionados con Montoneros, y estos fueron secuestrados por la Armada, con la que Bergoglio había hecho acuerdos, aunque finalmente se salvaron.
Luego de un duro exilio de dos años en Córdoba, a causa de los conflictos con la compañía, en la que lo acusaban de reaccionario, arbitrario e incluso cómplice de los militares en el poder, Bergoglio regresó a Buenos Aires y comenzó un nuevo trabajo pastoral que lo relacionó con Uruguay y con el teólogo Alberto Methol Ferré, un pensador que influyó —explica Cercas— en su concepción latinoamericanista pero a su vez enfrentada a la teología de la liberación, que unía a la iglesia con el marxismo.
Pero, además de su conservadurismo, el ascendente Bergoglio se caracterizó por una vida modesta, tan modesta que, una vez electo, no aceptó vivir en la residencia asignada a los papas, sino que lo hizo (por un tiempo con un secretario uruguayo, el padre Gonzalo Aemilius) en un pequeño cuarto con estudio, como cualquier cura.
A comienzos de siglo, cuando ya era cardenal y le tocaba viajar a Roma, lo hacía solo, se alojaba en una pensión, se desplazaba en transporte público y llegaba a pie al Vaticano. Para algunos, dentro y fuera de la Iglesia, eso es una señal y para otros es apenas una acción de marketing.
Un ateo entre el Vaticano, la cocaína y Ulán Bator
Cercas no se anda con rodeos y, combinando agudeza e ironía, se describe a sí mismo como alguien que, “como cualquier persona común”, siempre ha pensado “que la Curia del Vaticano está básicamente integrada por clérigos blasfemos que en antiguas catacumbas iluminadas por antorchas se entregan a misas negras, ritos satánicos y orgías con valkirias nazis amenizadas con sacrificios de machos cabríos y criaturas recién nacidas”.
A su vez advierte a todo el mundo que él no es un periodista, sino un escritor, pero queda en evidencia que realiza una investigación a fondo y entrevista con rigor e independencia a todo el que se le pone adelante, incluyendo a varios de los vaticanistas (como llaman a los periodistas especializados) que viajan en el avión del papa rumbo a Ulán Bator, la contaminada y occidentalizada capital de Mongolia, que desde 1924 hasta la caída del sistema soviético estuvo bajo la lupa laica de Moscú.
Uno de los que acepta reunirse con el español es Antonio Spadaro, un integrante de la Compañía de Jesús nacido en Sicilia. Spadaro, quien ha influido mucho sobre el papa, le habla al escritor del concepto jesuita del discernimiento, considerado “un instrumento de búsqueda racional pero también espiritual”, porque a pesar de la fama de intelectuales para los jesuitas —dice— “el discernimiento no es cerebral sino de corazón”.
Naturalmente, Spadaro cree que Francisco “ha cambiado profundamente la Iglesia” y que, si bien ha encontrado resistencias, también obtuvo fuertes apoyos dentro y fuera de la añeja institución, esa que ha sobrevivido a muchas otras y que ahora ha vuelto a dar un mensaje con la elección de cardenal Robert Prevost.
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Cuando Cercas sostiene que este libro también es —como otros suyos— un poco autobiográfico, uno no puede dejar pasar el comienzo de uno de los capítulos: “Karl Marx opinó famosamente que la religión es el opio del pueblo. En lo que a mí respecta, acertó de lleno: la prueba es que cuando abandoné el catolicismo a raíz de la lectura de San Martín Bueno, mártir (la novela de Miguel de Unamuno) me lancé en busca de drogas alternativas; la más potente, eficaz y duradera ha sido la literatura, pero he consumido muchísimas otras, incluido el alcohol, el tabaco, la marihuana, el hachís y la cocaína”. En los últimos tiempos, se ha hecho adicto a correr, al punto tal que la falta de ese ejercicio lo pone al límite.
Luego de esas carreritas por los callejones de la ciudad papal, el escritor de 62 años se va enterando de cosas en la que no había pensado. Por ejemplo, que el viaje a Mongolia no es solo porque Francisco quiere visitar una iglesia pequeña y en los márgenes del mundo, sino porque también volando a Asia quiere pasar un mensaje fuerte a China y a Rusia. Pero sobre todo a China, un país con el cual no existen relaciones desde 1951, aunque sí vínculos, y es impermeable al cristianismo, donde la Iglesia siempre ha fracasado.
Cercas se toma para la chacota el mensaje político del papa en Mongolia porque le parece mentiroso: un discurso que resalta el amor budista por la vida cuando están en la capital más contaminada del mundo, que enaltece su rechazo a la proliferación de armas nucleares cuando es evidente que su guerrero Gengis Kan es apenas un símbolo histórico y que, “con su economía minúscula, su población minúscula y su escasa relevancia internacional” no tiene chances de obtener esa clase de armamentos o de impedir que otros los obtengan.
El cronista advierte que, ante tantos embustes del papa, los asistentes al acto seguramente no se matarán de risa porque “se trata de personas educadas y sobre todo porque la mitad de ellos perderían el empleo”. Entonces la sala estalla “en una ovación no indigna de un cine español de los años sesenta tras una hazaña del Zorro o del Politburó del PCUS tras un discurso del camarada Brézhnev”.
Quien saque en conclusión que para el autor el viaje a Mongolia ha sido una pérdida de tiempo o apenas la oportunidad de encarar al papa en pleno vuelo para abordar el mentado problema de la resurrección de la carne y la vida eterna, para luego contárselo a su anciana madre Blanca Mena, está con toda seguridad equivocado: Ulán Bator fue la posibilidad de acercarse al mundo de los misioneros, un asunto nada trivial y muy relacionado con la filosofía de Francisco.
En especial será la oportunidad de conocer —durante una cena insípida en la que entiende que debe mentir y elogiar— a un cura al que describe muy bien, pero solo identifica como el padre Giovanni. “Si en Roma no queda nadie, hombre. ¡Si los que quedan son una panda de gandules!”, gritará Giovanni alentado por el vino y la hermandad misionera durante esa noche en Ulán Bator.
Pero, para Cercas, en Roma sí quedaban cristianos. Empezando por el papa, el inquilino de la habitación 201 de la Casa de Santa Marta.
Uno de los últimos entrevistados, ya de regreso al Vaticano, será el argentino Víctor Manuel Tucho Fernández, prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, sucesora de la Santa Inquisición y, hasta que él se hizo cargo, un verdadero servicio de inteligencia, un sistema de control al que lo único que le faltaba era quemar en la hoguera.
Mientras habla con el nuevo gran inquisidor, Cercas no puede evitar compararlo, por lo opuesto, con el personaje de Los hermanos Karamazov de Fiódor Dostoiesvski, que le exige a Jesucristo, recién resucitado, que regrese a su tumba para que la Iglesia pueda seguir administrando su legado y convertir su mensaje de amor en un mensaje de terror.
Cercas vuelve a recordar que en 2013, cuando Francisco fue elegido, un diario colombiano de distribución gratuita tituló Argentino pero modesto y para el final tiene preparado un golpe de efecto. Vale la pena.