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“Todo el mundo sabe que el rock alcanzó la perfección en 1974. Es un hecho científico”, asegura Homero Simpson en un capítulo de la serie que lo tiene como protagonista. Como siempre, el chiste revela asuntos de la realidad que son, valga la redundancia, muy reales. Hay cosas que son cíclicas y que suelen apegarse a los tiempos de una generación. Por ejemplo, cada generación cree que, al estar viviendo su revolución musical, está viviendo la revolución musical por excelencia y está absolutamente convencida de que la música que les gusta a sus coetáneos es la auténticamente válida. De ahí que cuando pasados unos años y ya tranquilamente instalados en la vida, lejos de las revoluciones musicales que están efectivamente ocurriendo, los más veteranos suelen descalificar las nuevas músicas con la convicción de que esas novedades son siempre, y por definición, inferiores a la música que ellos amaron y con la que se dieron el primer beso.
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Algo de eso ocurre con la música de Milo J, el jovencísimo artista argentino que actúa este 21 de febrero en el Antel Arena, presentando su segundo disco, 166. La música de Milo es única, escapa a cualquier calificación que intente encorsetarla; sin embargo, la gente de más de 40 años suele descalificarlo como parte de la camada de traperos argentinos que hoy domina la tendencia. Y ese es un error doble. Primero, porque, como escribió el gran Raymond Chandler, “no existen géneros vulgares, solo mentes vulgares”. Esto es, que en el trap, como en el rock, el jazz, la cumbia o el tango, existen artistas interesantes y valiosos conviviendo con otros que son chatos y ofrecen poco. Y no existe un patrón único que sea capaz de medir y tasar todas las intenciones que se ponen en juego cuando se hacen esas músicas y, por lo tanto, no hay una regla de oro con la cual decidir qué músicas valen y qué músicas no. Y, segundo, volviendo a Milo J, porque su música está muy lejos de ser trap a secas. De hecho, los elementos de trap que aparecen en sus composiciones no son más numerosos que los que aparecen del folclore, por poner un ejemplo. Y el uso de esos elementos está siempre subordinado a algo mayor y que siempre es visible: las intenciones de Milo.
Se dirá que todo esto es demasiado para hablar de la música de un pibe que apenas tiene 18 años. Puede ser. Lo cierto es que no hay muchos pibes de esa edad que tengan ya en la mochila dos discos y dos EP, y que con ese material hayan logrado una proyección tan grande como para traerlo al Antel Arena en medio de una gira que abarca la región. Y todo eso haciendo una música única y personal. Hace tres años publicó Tus vueltas, una suerte de chacarera construida a base de samples de guitarra en donde resuena su peculiar voz de barítono de 15 años. Era claro que lo suyo no iba por el camino de la pureza. Como Rosalía y otros artistas que mezclan música de raíz con géneros más globales, Milo creció en el mundo del pastiche, el recorte y pegue y el sampleo, en donde se pueden usar recursos de la electrónica o el hip hop para hacer canciones de aire folclórico sin que eso represente una traición a ninguna esencia. Luego vino Milagrosa, la canción que supuso el quiebre, esta sí más decididamente dentro del trap, pero sin la chulería habitual del género. Si hay algo caracteriza a Milo es su aire reflexivo y falsamente loser. El aire que tendría alguien que está tan seguro de tener con qué llegar, que puede listar todos sus defectos y dificultades en casi cada una de sus letras.
Una microbiografía de Milo J diría que se llama Camilo Joaquín Villarruel, que nació el 25 de octubre de 2006 en Morón, Buenos Aires, y que antes de cumplir los 17 ya había editado un EP de la mano de Bizarrap, quien como rey Midas del trap argento lo posicionó de inmediato en la escena. Esa microbiografía debería agregar, además, que Milo canta con voz de otro, por la profundidad de su registro, que contradice su cara adolescente. Y que esa contradicción se hace evidente también en su lírica, ingeniosa, rica en imágenes y que en absoluto parece reflejar las experiencias de un pibe de menos de 20 años. “Cuando se levanta, sale con el alba. Quiero despertar, arropado en tu manta. Sé que el mundo es bruto y ya sufriste mucho. Puedo ser la luz, que te cure las alas”, canta en Tu manta, la canción que abre su debut discográfico, 111.
Ese disco lo mostró lejos del trap que practicaba en su primer puñado de canciones y, en particular, en el EP En dormir sin Madrid, que firmó a medias con el mencionado Bizarrap. Por cierto, Milo es el artista más joven con quien este ha trabajado. En su debut discográfico, Milo se acercó al folclore que heredó de su padre, y realizó un puñado de bellas canciones repletas de melodías dulces y letras sensibles. En sus letras de amor y desamor, que son a partes iguales delicadas e ingenuas, Milo muestra un manejo del lenguaje bastante asombroso para un pibe de su edad y, ya puestos, de cualquier edad. Canta, como muchos en su generación, con un extraño acento caribeño, y eso parece resultar un obstáculo insalvable para un par de generaciones de gente que lleva más de 30 años escuchando a Fito Páez estirar las vocales como si las cantara en inglés. No deja de ser una pena que toda esa gente se pierda la frescura y calidad que destila la música del pibe de Morón, simplemente por no tomarse la molestia de intentar incorporar nuevos códigos. Tal como hizo hace 30 años con Páez, por ejemplo.
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El disco que trae a Milo J a Montevideo es 166, su segundo trabajo. Tal como suele ocurrir tras un subidón de éxito, las letras comienzan a desplazarse en el terreno y esos cambios que el adolescente está viviendo aparecen en la lírica. Sin perder, eso sí, la flexible inteligencia que siempre cargan sus rimas. Hay una suerte de regreso al trap en clave irónica y furiosa. Por ejemplo, en No hago trap atropella con su voz reventada por la distorsión: “No hago trap y soy más trap que el trap. Tengo el aval del trap, me dicen ‘crack’. La industria se fuma el crack. A la gente le encanta el crack. El trap es trash que el mundo dejó atrás. Me cojo al trap, le paso mi pack al trap”. Milo es consciente de los cambios a su alrededor, pero, al menos por ahora, es capaz de procesar todo ese vértigo y usarlo como material creativo, mientras se mantiene con los pies en la tierra, apoyándose en su familia y en su crew, la barrita de amigos artistas de Morón que creció con él.
Es verdad, las cosas cambiaron mucho y en los últimos dos años, luego de grabar con Duki, Khea, YSY A, Bizarrap, Nicki Nicole, Peso Pluma, son los productores quienes se arriman a Milo para trabajar con él y no al revés. Por eso, el desafío para un artista tan joven (otro récord, el más joven en aparecer en la portada de la Rolling Stone) es lograr mantener el filo mientras el habitual maelstrom de la industria musical se acelera a su alrededor. Pasta tiene y también una obra que lo empieza a respaldar de manera sólida.
Sin prejuicios, su visita al Antel Arena este 21 es una buena oportunidad de ver cómo suena todo ese desparpajo e inteligencia artística en vivo y en directo.