Escena uno, 2008
La sala de espectáculos anunció su cierre el jueves 2, sin dar explicaciones hasta el momento, con una programación de despedida que comienza en febrero
Escena uno, 2008
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEstamos en la puerta de la sala con un amigo. Nos invitaron a la inauguración pero no sabemos bien quién va a tocar o si es solo una fiesta de inauguración sin música en vivo. La gente se amontona en el recibidor del viejo cine que aloja la sala. Mármol, una escalera espectacular, todo impecable, todo en un estilo art decó que apenas se intuye desde el exterior. El público son básicamente melómanos y músicos, una característica que se repetirá durante toda la existencia del venue, como le dicen en el mundo anglo. Y es que como esas bandas que hacen “música para músicos”, La Trastienda se fue convirtiendo en esa sala en donde un músico puede escuchar en buenas condiciones técnicas, con calidad y nitidez, a los músicos que más le gustan. La impronta rockera de la propuesta también es evidente entre los que asistimos por primera vez a la sala: mucha ropa oscura y algunos raros peinados (no tan) nuevos. Con las paredes desnudas y grises, el local recuerda un poco (en mi cabeza al menos) al porteño Cemento, en donde se cocinó el under argento durante décadas.
En cierto momento arranca a tocar Mateo Moreno, quien dice desde el escenario “Es el lugar que le faltaba a Montevideo para la música”. Luego sigue el show de Martin Buscaglia. El local reverbera y suena un poco pastoso, empañado, una suerte de masa sonora en donde es difícil identificar lo que hace cada instrumento. A los pocos días el problema se empieza a arreglar, es evidente que alguien tomó buena nota de lo que ocurrió en esa inauguración y se puso manos a la obra. Muy rápidamente, la calidad del sonido del local va mejorando hasta alcanzar la excelencia. Es ahí que La Trastienda arranca su recorrido como sala de conciertos de calidad, en el corazón del Cordón.
Escena dos, 2014
El local está oscuro y semivacío. Es algo que no logro entender. No somos más de 150 personas las que fuimos a ver a a Echo and the Bunnymen, una de las bandas clave de la escena postpunk británica. Y que además es una banda que nunca dejó de tocar y sacar discos. O sea, no se trata de un ejercicio de nostalgia ni nada parecido. Pero aun así, somos menos de 200 los que nos arrimamos a La Trastienda. Pienso que el promotor, que no es otro que el propietario del local, Danilo Astori Sueiro, va a perder plata con este concierto. Tal como la ha perdido con otro montón de cosas que ha traído no porque piense que se va a forrar sino porque él, como el público que asiste a su local, es un melómano de pro. Y como tal le fascina la idea de poder ver a los artistas que le gustan tocando en vivo, especialmente en su local.
Dicho esto, el show de Exho and the Bunnymen mostró una banda que basa su vigencia en el carácter único y emocionalmente arrebatador de su música. Es verdad que en ellos suenan ecos de muchas otras cosas (New Model Army, The Alarm y hasta los primeros U2), pero la personalidad de la voz de Ian McCulloch y la guitarra de Will Sergeant son la explicación de su permanencia en el medio musical. En el show, enmarcado por luces bajas y oscuras, no hay una gota de nostalgia y, menos aún, de auto indulgencia. Hacen música valiosa con un manejo exacto de la dinámica y las canciones, usando recursos tan simples y efectivos como tocar más suave, dejando así la expresiva voz de McCulloch en un primer plano, o más fuerte poniendo al frente la poderosa y angular base rítmica.
Escena tres, 2016
La expectación se palpa como una suerte de goma densa que flota en el aire y que casi se puede cortar. Viene Juanito el Podrido de la ciudad y trae su música a cuestas. El show de Public Image Limited (PIL) en La Trastienda arranca con Albatross y para cuando llega This is not a Love Song, la marea sonora de John Lydon y los suyos ya se llevó puesto todo y nos dejó flotando en medio de una experiencia artística pura, en la que nada de lo que pasa fuera de la sala parece importante.
Una base demoledora en la que todos hacen exactamente lo que se necesita en cada instante, un violero poderoso, con una paleta rica y un Lydon que controla todo desde el centro de su alma, única e intransigente. Jamás había sonado nada así en la ciudad y eso se debe a que el tipo no había venido antes: los PIL juegan en una liga en la que solo están ellos, nadie más. Para escuchar y ver música personal, sin concesiones, sin el menor gesto de rascada de lomo al espectador, esa fue la noche.
Escena cuatro, 2017
La sala, que está por cumplir diez años, está reventada de gente así que intento colarme en la parte de arriba en donde, calculo, podré mirar y escuchar sentado. Logro subir y para cuando arranca The Cult estoy de pie en el fondo. No logré sentarme, arriba también está repleto, pero al menos veo bien y tengo una cerveza fría en la mano. Arranca la música y la guitarra de Billy Duffy estalla en el local, sin nunca perder los matices. Matices que siempre, por definición, huelen a esa mezcla de hard rock setentero y postpunk ochentero que, junto con la voz de Ian Astbury son la marca registrada de una de las más solidas bandas de rock de las ultimas décadas.
El público, que antes de que el grupo tocara el primer acorde ya estaba prendido fuego, logra subir un decibel más su entusiasmo y corea cada pique de guitarra como si fuera parte de la letra. Cuando suena la voz de Astbury, oscura, un poco cascada pero aún magnética y poderosa, todo se viene abajo. La banda recorre su extenso repertorio y para cuando suena Nirvana, la gente es un mar de sudor y energía que se mueve al compás de la poderosa base rítmica. A pesar de ser una banda de sonido denso y super contundente, se entiende cada detalle instrumental. Suena She Sells Sanctuary y todos sabemos que se acerca el final del show. Más de uno dirá que ese fue uno de los mejores conciertos rockeros que vio en su vida.
Epílogo
Traer a Montevideo artistas que no dan garantía de rédito económico inmediato es un riesgo que muy pocos promotores están dispuestos a correr. Muchas veces se trata de música que está en el límite de lo comercial, con pocos atisbos de pop y/o con escasa conexión con las tendencias del momento. Ese es el valor agregado que ofrece tener un tipo como Danilo Astori Sueiro al frente de una sala como La Trastienda. Un promotor/dueño que actúa a la vez como curador, que es un auténtico fan de la música, te da la oportunidad de ver en vivo artistas que están más allá del negocio de esta semana. De ver y escuchar música que seguramente va a sonar en tu cabeza por el resto de tus días. Y ese detalle, esa ventaja, es algo que no sé si quien asiste cada tanto a una sala de conciertos logra tasar de manera adecuada. Ahora, con el cierre del local, es probable que ese hueco sea más visible y, entonces, sí logremos percibir su verdadero valor. Gracias, Danilo, y gracias, La Trastienda, por todos estos años de excelente música en vivo.