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Peyote Asesino y su inesperado encuentro con Tom Morello y George Michael
Los Ángeles, fines de los años 90 y una pregunta: ¿qué sucede cuando uno se encuentra con quienes son influencia en lo que uno hace o considera valioso en donde todo está ocurriendo?
En una vieja canción que escribió para su banda New Model Army, Justin Sullivan se preguntaba: “¿Es verdad que el mundo es algo que siempre parece ocurrir en otro lugar?”. Su tema responde que seguramente no es así, pero la pregunta resume bien una sensación bastante habitual por la que seguramente casi todos hemos pasado: las cosas importantes y “reales” ocurren en otra parte y no donde uno está parado. Esa sensación se ve acentuada por el hecho de saber que uno vive en un lugar que no está dentro de los circuitos de influencia y poder que tenemos incorporados: Nueva York, París, Londres, Barcelona, Pekín, Tokio, Los Ángeles. ¿Qué ocurre cuando uno se encuentra justamente en uno de esos sitios y se topa con los protagonistas de eso que se supone está ocurriendo, cuando uno se encuentra con quienes son influencia en lo que uno hace o considera valioso?
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Durante el mes de setiembre de 1997, la banda Peyote Asesino estuvo en Los Ángeles grabando Terraja, su segundo disco. Bajo la batuta de Gustavo Santaolalla, estuvimos más de un mes y medio en la capital de la industria del entretenimiento, con los ojos abiertos como platos ante la dinámica de esa ciudad sin centro, sin alma, sin gente caminando en la vereda, sin perros ladrando en la noche, pero cargada con la respuesta a la pregunta de Sullivan: el mundo estaba ocurriendo justo ahí. En el estudio en donde grabamos, que antes había sido sede del sello Death Row Records y en donde Dr. Dre grabó los discos más conocidos de Snoop Dogg y 2Pac. En las esquinas en donde cada dos por tres uno se topaba con rodajes de series tipo Melrose Place, que jamás íbamos a ver pero que se veían superglamorosas. En los conciertos en los que, cada noche de la semana, el under del rock de Los Ángeles transpiraba ruido sobre sus instrumentos. En una ciudad que, a pesar de no tener corazón, palpitaba de manera exuberante alrededor.
Justamente por estar grabando el disco en larguísimas sesiones diarias nos resultaba casi imposible entrarle a ese “no corazón” que latía alrededor nuestro. Un lunes que tuvimos libre fuimos a ver a unas bandas locales desconocidas por completo. La primera era como una versión mala de los Smashing Pumpkins y la otra era una versión chata y rarísima de los Beach Boys: todos los miembros eran bellos e idénticos surfistas rubios de un metro con 85 que cantaban, armonizando de forma perfecta, unas canciones perfectamente aburridas. Otro día fuimos hasta Orange County, en donde tocaba Hecate, una banda australiana de chicas que estaba grabando en el estudio de al lado y que nos invitó a ver su show de grunge sucio y porrero.
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Deftones en vivo, 2006
Khashayar Karimi/Wikipedia
Sin embargo, una noche pareció abrirse la oportunidad de vivir la vibración que realmente nos interesaba de esa ciudad. En el Viper Room tocaban los Deftones, la banda de metal alternativo que estaba por sacar su segundo disco, Around The Fur, y que nos había roto el balero con el primero, Adrenaline. Su mezcla de riffs brutales, ritmos sincopados y vocales etéreos nos parecía única e irresistible. El Viper Room era el bolichón propiedad de Johny Deep, en donde, cuatro años antes, había fallecido de sobredosis de heroína y cocaína el actor River Phoenix. Es decir, a la posibilidad bastante única de ver a los Deftones en vivo se agregaba el morbo cholulo de pisar ese lugar que se había llevado puesto el corazón de Phoenix.
El show estaba anunciado para las 22 horas y nosotros terminábamos de grabar más o menos a las 23. Con nuestros horarios de boliche uruguayo en mente calculamos que el concierto no iba a arrancar hasta las 23 o 23.30. Así que, en cuanto se apagaron las luces en el estudio, salimos disparados hacia el local. Al llegar vimos una larga cola de gente que esperaba para entrar y pensamos “genial, no empezó todavía”. Las pintas de los pibes que estaban en la cola nos tenían que haber advertido que todo nuestro cálculo y nuestra ilusión se habían ido al diablo. Ese montón de adolescentes vestidos con ropa brillante y ultraestilizada no podía ser público de los metaleros Deftones. Y así fue. En cuanto una puerta lateral se abrió le preguntamos a un security si los Deftones ya estaban tocando. “Acaban de terminar”, nos dijo el hombre, mientras un montón de peludos salían a la calle detrás suyo. “Era a las 22 y son las 23.30”, nos recordó.
Así que ahí estábamos, casi a medianoche, parados en pleno Sunset Boulevard sin nada que hacer, con la tristeza de no haber podido ver en vivo a una de las bandas que más sonaba entre nosotros en esos días. De golpe ya no estábamos más en el centro de todas las cosas. Desconcertados, con cierto aire de desolación acentuado por la fresca noche de otoño californiana, nos desparramamos. Algunos arrancaron a tomar una cerveza en algún boliche de la vuelta, otros nos fuimos a Tower Records, la tienda de discos que estaba abierta todavía un rato más, hasta las 12. Después de recorrer las bateas, eligiendo cuidadosamente qué comprar (íbamos muy cortos de plata) y tras haber elegido apenas un par de compactos, salí a la vereda a esperar a mis compañeros. Y ahí fue que regresó la idea de que al final sí podía ser que estuviéramos en donde las cosas ocurren.
Lo primero que me llamó la atención fue la camiseta. Roja, con la inscripción “Libertad para Leonard Peltier”, el activista de ascendencia lakota encarcelado desde 1976. La clase de camiseta que en Los Ángeles solo usaría alguien como el guitarrista de Rage Against The Machine, Tom Morello. Y es efectivamente Tom Morello quien estaba dentro de la camiseta y que salía de la tienda con una bolsita de la compra. Venciendo mi timidez habitual le pregunté: “¿Sos Tom Morello de Rage Against The Machine?”. “Sí”, contestó sonriente. “Antes de verte la cara, me di cuenta por la camiseta”, le comenté y nos reímos. Atropellado y nervioso le conté que era cantante de una banda uruguaya, que estábamos grabando nuestro segundo disco en Los Ángeles y que su banda era una gran influencia en nosotros. “¿Uruguay? Increíble”, me contestó.
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Rage Against The Machine, 2008
Yo seguía con mi nervioso monólogo y, mientras le contaba que nuestro productor era quien produjo a los mexicanos Café Tacvba, vi una sombra de reconocimiento atravesar sus ojos. Le pregunté cómo podía hacer para hacerle llegar el disco cuando estuviera listo. Me dijo que lo podía enviar a su oficina de management, que la dirección estaba en sus discos y que ellos siempre escuchaban lo que recibían. Aún asombrado por el encuentro me despidí de él y lo vi caminar para el fondo del estacionamiento de la tienda, en donde se subió a una van vieja y destartalada. Pasó por adelante mío mientras saludaba con la mano. “La camioneta hecha bolsa le hace juego con la remera y con la banda”, pensé mientras devolvía el saludo, con la boca todavía abierta.
Cinco minutos después, mis compañeros Daniel y Pepe salieron de la tienda con sus bolsitas de la compra en la mano y les conté lo que acababa de pasar. Me costó un rato que dejaran de pensar que era todo un invento, pero al final logré convencerlos. Nos fuimos caminando rumbo al auto alquilado con el que nos movíamos en esta ciudad, que además de no tener centro ni corazón tampoco tenía un transporte público que pudiera recibir ese nombre. Antes de subirnos al coche para ir a buscar a Carlos y a Juan, que seguían en un bar, nos metimos a comprar chicles y refrescos en un supermercado bastante coqueto que seguía abierto. Y ahí se produjo el segundo momento de “estás en lugar en donde las cosas se juntan y pasan”.
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George Michael en 1988
University of Houston Libraries
Mientras hacíamos la cola para pagar las tres tonterías que compramos, miré a la pareja de hombres espectacularmente bien vestidos que estaban pagando en la caja delante nuestro. “Bo, no puede ser, es George Michael”, le dije bajito a Pepe. “Qué va a ser George Michael”, me contestó mientras estiraba el cuello hacia adelante para ver mejor. “La puta madre, es George Michael”, me dijo mientras me tironeaba la manga de la remera. Michael, que llevaba el mejor saco negro que jamás vi en mi vida, se ríe con su compañero, que era igual de alto y elegante, aunque sin ser una estrella global como el bueno de George. Estaban comprando unas botellas de vino que, supongo, debían ser carísimas. “Decile algo”, me susurró Pepe. “¿Qué le voy a decir? ¿Si está rico el vino?”, contesté nervioso. A diferencia de lo que me había pasado un rato antes con Morello, el aura de lujo absoluto que desprendía George Michael hizo imposible que le pudiera decir algo. Entre risas, Michael y su amigo se fueron con las botellas de vino debajo del brazo mientras nosotros pagábamos en silencio los chicles y el infernal refresco Dr. Pepper que me compré. Y es que a veces, aunque las cosas ocurran justo adelante tuyo, justo en el lugar donde pasan las cosas, siguen siendo totalmente inaccesibles.