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    Pompeyo Audivert vuelve con dos funciones de 'Habitación Macbeth' en el Teatro Stella

    El actor, director, autor y maestro teatral argentino interpreta los siete personajes del clásico de Shakespeare

    En su familia, por ambas vías, había varios artistas. Su madre era poeta y su padre artista plástico, grabador, al igual que su abuelo. Si bien sus padres no lo condicionaron directamente en su vocación de actor, llenaron su infancia, adolescencia y juventud de arte, y eso fue decisivo. “Siempre me dejaron ser con mucha libertad”, dice el actor argentino Pompeyo Audivert, quien volverá a presentar en Montevideo, el sábado 20 y el domingo 21 en el Teatro Stella, su unipersonal Habitación Macbeth, por él escrita, dirigida e interpretada. El estreno montevideano de la obra, en la que Audivert interpreta los siete personajes de esta pieza maestra de Shakespeare, ocurrió en abril de 2023 en El Galpón. Con 64 años de edad y más de 45 de carrera, Audivert es uno de los más demandados maestros argentinos de actuación; además desarrolló su propio método actoral, al que llamó “máquina teatral”, que explica en esta entrevista. Con el teatro como eje central de su carrera, cada tanto aparece en cine (las últimas fueron Granizo, de Marcos Carnevale, Erdosain, de Fernando Spiner y El almuerzo, de Javier Torre) y en televisión, medio en el que hizo pocos —pero muy recordados— trabajos, como el demencial Cordero, de Zona de riesgo. “Habitación Macbeth tiene cuerda para rato, va a seguir mientras el cuerpo aguante”, dijo Audivert a Búsqueda, y contó que además de sus varios proyectos como actor y director, seguirá haciendo Shakespeare, pues prepara para el año que viene una versión de Hamlet que está terminando de escribir. A continuación, una visita a la máquina teatral de Pompeyo Audivert.

    —¿Recordás la primera vez que fuiste consciente de estar actuando?

    —Sí, de un forma muy primitiva, cuando en la escuela primaria hicimos un acto por el Día de la Primavera y los alumnos inventamos un número. Hice de un doctor medio loco que atendía a los pacientes y eso produjo mucha gracia. Sentí que algo pasaba y que no era yo. O que era más yo que nunca (ríe) y que esa sensación me gustaba mucho. Fue mi primer roce con la actuación. Volví a hacer teatro a los 16 años, en las clases de Alejandra Boero. Era época de dictadura y escapábamos de que la Policía nos metiera en cana, lo que solía pasar en los bares. Las redadas policiales eran muy comunes y terminabas pasando la noche en averiguación de antecedentes. Dos amigos míos mayores decidieron estudiar teatro como una forma de salir, puertas adentro, a una zona liberada, el estudio teatral. Así descubrí, de casualidad, el teatro, que no estaba en mi horizonte. Y de inmediato me fascinó.

    —¿La influencia artística de tus padres estaba latente y apareció después?

    —Creo que sí. Me influyó profundamente, pero me di cuenta más tarde. Siempre tuve una noción de lo poético y de lo plástico, de la dimensión compositiva del arte pictórico y del grabado. Mi casa estaba llena de cuadros colgados de mi padre y de mi abuelo, y mi madre hacía reuniones poéticas con poetas del interior, que leían en voz alta. Todo eso me atraía mucho y tiempo después me di cuenta de que eso me nutría como actor, porque siempre le di mucha bola al nivel poético de la palabra y al nivel compositivo del cuadro escénico.

    —¿Y cuál fue tu primera actuación profesional?

    —Buscando otros maestros, después de dejar las clases con Boero, di con Máximo Salas, un director que acaba de fallecer, con quien en 1979 hicimos Tal como gustéis, de Shakespeare, en el Teatro de la Cortada, que poco después se transformó en el Parakultural. Ese personaje, el Duque Federico, fue mi estreno como actor. Al tiempo comencé a templarme con unos monólogos que armaba en ese y otros escenarios de emergencia que se abrieron sobre el final de la dictadura. Allí se constituyó una suerte de identidad autónoma teatral mía. Pude plasmar tendencias de un orden más poético que me habitaban, que siempre estuvieron al margen de las formaciones en las que me fui educando. Formas no incluidas en esos lenguajes académicos. Había un espíritu disruptivo, que de algún modo manifestaba el rock, esa zona exaltada, esa cuestión desaforada.

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    Pompeyo Audivert en Habitación Macbeth

    Pompeyo Audivert en Habitación Macbeth

    —Y parricida... ¿Se propusieron romper con el teatro porteño más tradicional, representado en autores como Tito Cossa y Jacobo Langsner?

    —Sí, parricida. Se rompió con la herenciade lenguajes sobre la que estaba montada nuestra formación, que no alcanzaba a expresar todo lo que bullía en nosotros, algo muy vinculado al momento histórico. Queríamos escaparle al realismo y al naturalismo que estaba tan en boga. Admirábamos y valorábamos a los autores que nombrás, que constituían la resistencia poética, pero eso no bastaba a nuestros cuerpos jóvenes para expresar lo que sentíamos que había que hacer. Esos teatros de emergencia fueron ideales para expiar toda esa disrupción que pulsaba en nosotros. De todos modos, nunca fue una ruptura total porque siempre consideramos a esos autores como centrales. Pero el momento histórico nos llevó a querer producir variaciones de esa herencia.

    —Tu primer trabajo en televisión fue un sujeto desquiciado en la serie Zona de riesgo, de comienzos de los 90. ¿Por qué tu carrera en la televisión fue tan corta?

    —Cordero se llamaba ese personaje, que fue muy impactante para el público en esa serie que encabezaban Rodolfo Ranni y Gerardo Romano. Era la mano de obra pesada de Ranni, que era un mafioso. Era un degenerado que mataba pibes, muy horroroso, venido de los restos de la dictadura. Un día, a la semana del estreno, salí con mi hijo que tenía tres años a dar una vuelta, y la gente por la calle me cargaba. “No lo mates”, me gritaban. Ahí me di cuenta de que era una serie que veía todo el mundo y que el personaje había pegado mucho. Lo que más me interesaba de la televisión era trabajar para poder comprarme un estudio de teatro, que era mi gran objetivo.

    —¿Qué te aportó Cha cha cha a tu carrera?

    —Fue muy breve mi participación en ese programa que me encantaba. Pero por otros compromisos no lo pude sostener y lo dejé. Siempre lamento mucho eso pero fue así.

    —Junto con tu dimensión de actor, desarrollaste tu carrera como director, dramaturgo y docente.

    —Sí, los cuatro puntos cardinales del teatro. Pero el centro de todo siempre fue la actuación. Comencé como actor y para ganarme la vida empecé a dar clases, algo que me gustó mucho desde el vamos. Dando clases, empezó a nacer en mí una mirada de dirección que ya traía de aquellos monólogos. Y al cabo de un tiempo empecé a meter mano en la escritura. En las clases pude perfeccionar esos dos niveles y desarrollarlos en obras posteriores. Pero todo viene del frente de la actuación, que es mi esencia. Primero actor, después docente, luego director y por último dramaturgo. Nacen como forma de complementar la actuación en la búsqueda de una autonomía artística. De no tener que depender de ser convocado por los directores para sostener mi ser actor, ya que también empecé a desarrollar un gusto por ciertas formas de la teatralidad no tan en curso y que tuve que empezar a generar yo.

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    Pompeyo Audivert

    Pompeyo Audivert

    —Simplemente para hacer lo que te gustaba…

    —Claro. Como en el Parakultural, donde uno hacía lo que quería si lo podía producir y bancarlo. A otra escala más grande, me empezó a pasar con obras más largas. Empecé a modificar obras de texto, a dramaturgiarlas para estrenarlas, dirigirlas y actuarlas. Mi ser dramaturgo consistió, en gran medida, en versionar y adaptar muchas obras como Muñeca, de Discépolo, El pasado, de Florencio Sánchez, que llamé Trastorno, o La farsa de los ausentes, de Roberto Arlt. Desde ahí llegamos al presente, con Habitación Macbeth.

    —¿Qué ideas te mueven al procesar a Sánchez, Arlt o Shakespeare en tu estudio?

    —En el laboratorio de las clases, he descubierto un procedimiento al que llamo “máquinas teatrales”. Es un sistema de improvisación a través de ciertas consignas, de forma que rigen el cuadro escénico, los cuerpos de los actores y el discurso. Esa máquina es una teatralidad viva, furiosa, muy potente, que sucede antes de tener un texto o un tema a tratar. Es una raíz de lo teatral, autónoma. Es la obra teatral en pelotas, sin tener que cargar con la cruz ni con la luz de texto. Los elementos básicos bajo unas condiciones poéticas y metafísicas de lo existencial. El teatro, antes de recubrirse con un texto ficcional, que tiene de por sí, como máquina sagrada, puede manifestar sus propios asuntos y temáticas como base. Cuando las descubro, al inicio de cada trabajo, quedo muy conmovido. Una vez definida la máquina, empiezo a buscar obras que se adapten a esa mecánica, a ese funcionamiento. Obras que tramiten temáticas en esa misma dirección sagrada, metafísica y poética. Esa elaboración teórica se sintetiza en el libro El piedrazo en el espejo, en el que describo estas máquinas teatrales. Por más que sean clásicos como Macbeth, una vez que elijo la obra, la depuro poéticamente o la exalto poéticamente. Ahí entra mi vieja (ríe). Sin cambiar sus circunstancias, destilo de ellas asuntos que me parecen familiares poéticamente, en la palabra, y me permito agregar elementos o incluso introducir intertextualidades con otros poetas que llevo en mi memoria. Una intensificación poética de la letra.

    —¿Por ejemplo?

    —Por ejemplo, un autor como Discépolo, si bien escribe muy bello, no está en el palmo a palmo de la palabra, en comparación con, por ejemplo, el modo en que la palabra de Shakespeare paso a paso va gestionando un asunto poéticamente. Las cuestiones sobrenaturales y metafísicas que asedian a Macbeth son muy parientes de la máquina teatral porque sondean identidad y pertenencia a una escala extracotidiana. Muñeca trata un asunto muy vinculado a la identidad. Es un oligarca físicamente monstruoso, rodeado de una corte de aduladores, en un drama existencial amoroso. Su ser físico es tan horroroso que no le permite expresarse a su ser noble, puro y luminoso, porque tiene que atravesar esa máscara espantosa; finalmente, solo produce horror en el mundo. Eso es muy atractivo para el teatro porque habla de la máscara como una frontera entre la identidad sagrada, lo que uno dice o cree ser, y la identidad histórica, lo que uno es físicamente. Eso siempre me pareció un tema hermoso.

    —O sea que te interesa el teatro que muestra solo una parte y sugiere el resto...

    —Exacto. Obras que instalan un clima de misterio en torno a la identidad y la pertenencia. Las circunstancias aparentes pueden ser muy convencionales pero el drama entrañado es de un orden casi sobrenatural. Porque ya en la prehistoria el teatro era un lugar donde se expresaba lo sobrenatural. Un cuerpo mediúmnico, atravesado por visitaciones que exaltaban esa condición poética de la presencia. Por eso le puse Habitación Macbeth a esta obra.

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    —¿Por qué ese nombre?

    —Porque esta obra es un cuerpo habitado. Es un cuerpo habitáculo de encarnaciones. Soy habitado por todos los personajes de la obra Macbeth. Es un cuerpo que entra en una zona de trance teatral y se transforma en la obra. Ya no es el cuerpo del actor como lugar donde aparece el personaje ficcional. Es uno donde se constituye toda la secuencia de la obra. Un cuerpo teatro. Eso quise hacer. Es una idea que me apareció en la pandemia, en esa soledad, en esa introspección en la que estábamos. Me fui a mi casita de Mar del Sur, en la costa bonaerense, un lugar muy solitario donde me di cuenta de que el único teatro que quedaba en pie para mí era mi propio cuerpo. Así decidí pasar a la ofensiva con una vieja fantasía que tenía desde aquella época de los sótanos, que era la de hacer yo solo una obra de teatro. Siempre que he hecho un solo personaje he sentido que lo que se me revela en la actuación daba para mucho más que un solo personaje. Porque el fenómeno del yo parasita el frente ficcional. Y cuando uno logra suspender el yo, queda abierto un enorme campo metafísico. La actuación es una zona de otredad de gran vibración y me propuse amplificar esa experiencia y volverla más radical, más prehistórica. Había hecho muchos monólogos, pero nunca uno con esta pluralidad de personajes. Así me animé a transitar el camino riesgoso de conectar con otro nivel de lo existencial. Y esa síntesis shakespereana llamada Macbeth me fascinó siempre.

    —En el ámbito teatral, Macbeth es la obra maldita de Shakespeare, algo a lo que claramente no le diste importancia. ¿Qué te atrajo?

    —Lo que me interesó siempre de Macbeth es la identidad larvada. Eso que nosotros somos, que está latente, y que bajo ciertas circunstancias se manifiesta y copa la parada de la identidad. Macbeth es un fiel servidor de su rey, que al ser interceptado en un cruce de caminos, volviendo de ganar una batalla, por unas brujas que le profetizan un porvenir venturoso, lleno de gloria, queda trastornado por la profecía y comienza a escalar en él una identidad compulsiva y criminal que hasta ese momento no se había manifestado y que lo toma por completo. Por supuesto, lo hace con la ayuda de su esposa, que aparentemente es un ser de otra naturaleza, y por una serie de visiones de ese orden metafísico que lo asedia, que lo van conduciendo a este camino del converso, el que se da vuelta como un guante. Eso siempre me pareció fascinante. La metáfora de la identidad larvada que nos asedia, nos trastorna y tuerce nuestro destino, muy al estilo del teatro griego. Y después está, por supuesto, el poder. El poder como pulso y fuerza deseante sobre el que se monta la estructura de la obra. El pulso criminal, compulsivo, epiléptico y descerebrado, totalmente opuesto al amor.

    —¿Qué tan duro o qué tan placentero fue el camino que te llevó a estos siete personajes?

    —Un camino desconocido y peligroso. Fue un gran peligro porque hice esto a los 60 años y lo sigo haciendo a los 64. Ya tenía una trayectoria y exponerme a este Macbeth implicaba el riesgo de chocarla. Pero cuando una intuición empieza a pedirme pista yo me abro a eso, no me importa nada y lo hago. Y fue uno de los procesos más intensos y felices de mi vida porque pude lograr que estallara mi propia identidad de actor y darle un nuevo cauce. Puse manos a la obra con la adaptación en un clima de gran inspiración y luego disfruté mucho la memorización del texto en largas caminatas que hacía por la playa, y luego la puesta en escena en el living de la casa, yo solo. Todo ese período fue muy pleno, más allá de algunos momentos de angustia. Viví una gran plenitud existencial. Sentía que estaba naciendo algo que se había gestado lentamente durante muchos años y que no encontraba cómo parirse. Creo que con esta obra me parí como actor, terminé de nacer.

    —¿Cómo fue el trabajo de autodirección para ordenar las voces y pasar constantemente de una a otra?

    —Son siete personajes. El trabajo se sostuvo en las máquinas teatrales que vengo desarrollando. En ellas, el eje y el centro es el concepto y la práctica de la composición. La composición corporal y del cuadro escénico. Cuerpo y espacio para albergar esos personajes con sus diferentes voces, sus diferentes ritmos, sus diferentes tempos, que desatan una diferente afectación dramática. La articulación entre una y otra es lo central en esta obra. Cómo se articulan los diálogos, las secuencias. A veces son cambios abruptos y a veces tienen un cierto tránsito que quiero mostrar. Ese es el trabajo más difícil, más artesanal, que requirió de ensayos muy metódicos para que la acción se vuelva orgánica y no sea tan mecánica. Y finalmente todo eso sucedió.

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    —¿Qué requiere de más dedicación, el trabajo corporal o el vocal, lo visual o lo sonoro?

    —Te vas dando cuenta de que son la misma cosa. La voz también es parte del cuerpo. La voz nace de la forma física. Las distintas voces surgen de esos cuerpos distintos que van pariendo esos tonos, esas inflexiones, ese ritmo. Son dos niveles que operan juntos.

    —¿Te interesa la vigencia en la actualidad como valor de una obra?

    —Sí, por supuesto. Es muy importante para mí que las obras sintonicen con el frente histórico. Es una de las condiciones centrales que tiene que tener el material. La gran virtud de Shakespeare es conectar con el plano histórico siempre. Y Macbeth con más razón, porque el ser humano siempre ha estado asediado por estas fantasmagorías y estas compulsiones. Es una de las condiciones pero no es lo central. Es la zona atmosférica, pero lo central para mí es la revelación, a través del teatro, de nuestra naturaleza poética y metafísica que nos parió y a la que le estamos dando la espalda desde hace siglos.

    —¿Cómo ves esta obra en relación con el presente de Argentina, cuyo medio cultural está sufriendo en este tiempo algunos cercenamientos?

    —La obra dialoga directamente con la realidad argentina. No es lo central, repito, pero lo hace. Siento que el teatro es una fuerza de choque y en todo sentido no depende de ningún presupuesto, más que de su propia fe militante. El teatro argentino o, mejor, rioplatense es heredero de las viejas militancias históricas, que siguen latiendo dentro de él. Somos parte de un teatro independiente y siempre vamos a existir más allá de que nos quiten los apoyos que supimos ganarnos y más allá de que nos quieran escarmentar por reivindicar un lugar de reconstitución colectiva y no solo individual. Así que me parece que lo que está pasando con la cultura en Argentina tal vez termine produciendo una excitación. Cuando a un pibe le pinchan la pelota, sigue jugando con una media o con un bollo de trapo. El juego va a seguir. En este momento, como en la dictadura con fenómenos de autogestión, como Teatro Abierto, lo que se va a promover con este disciplinamiento al que nos quieren llevar es a una exaltación de lo cultural.