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    “Cada vez que algo es demonizado tengo el impulso de estudiarlo”

    “Quedamos a las 16 en calle Pelayo”, decía el correo electrónico con las coordenadas para el encuentro. Gustoso, Jorge Drexler aceptó recibir a Búsqueda el martes 29 de marzo a las cuatro de la tarde en su estudio del barrio de Chueca, en Madrid, a pocas cuadras de Libertad 8, el pequeño bar de conciertos donde cantó por primera vez en Madrid, allá por el pretérito 1996, poco después de aterrizar en la capital española apadrinado por Joaquín Sabina. El mismo Drexler se asoma por el balcón, en el primer piso. “¡Adelante!”. La idea es hablar de su nuevo disco, Tinta y tiempo, pero la charla toma su propio rumbo, carente de ataduras. En el piso de altos, cálidamente iluminado por dos amplios ventanales de piso a techo, reina un cómodo sofá de cuero frente a una mesa ratona. “Aquí es donde leo, escribo, compongo y también aquí ensayamos con la banda hasta entrar a grabación”. A un lado, una habitación más pequeña es la oficina donde trabaja su equipo de producción. “Desde esta salita hacía los vivos durante la pandemia”. Contra una de las paredes, las guitarras. Una decena, acústicas, eléctricas y electroacústicas. En la cocina, integrada a la sala, una vieja mesa de madera rústica. En la pared opuesta, una vitrina con los premios: varios discos de oro y platino, una docena de Grammys y, por supuesto, el Oscar que ganó hace ya 18 años. “Estoy por cambiarla de lugar, ya me está dando bastante pudor. Inevitablemente, cuando llega alguien por primera vez aquí, la conversación siempre comienza por los premios”.

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    Mientras prepara un café, cuenta que ese piso fue su primer techo en Madrid, que luego vivió en una casa cercana y que hace poco se instaló en una con fondo, cerca de Ventas, para que sus dos hijos más pequeños, con los que vive junto con su esposa, la actriz y cantante Leonor Watling, “tuvieran un poco de verde” durante el confinamiento. Cuenta también que su hijo mayor, Pablo, está de gira con C. Tangana, el estelar cantautor madrileño que se está comiendo ya no España, sino el planeta. “Pablo es una especie de mano derecha en la gira, con varios momentos solistas en los conciertos”. Su nombre artístico es pablopablo, tiene una voz que se mueve en un registro similar al de su padre pero con una textura tímbrica bastante más dramática, cultiva una etérea fusión de música urbana y canción de autor y acaba de debutar en plataformas con sus primeros dos simples: Azul zafiro y Números rojos. Al no usar su apellido, pablopablo evita que todas las conversaciones comiencen en torno a su padre. “Yo creo que hizo bien”, confiesa su padre, sin mostrar ningún tipo de objeción a la renuncia. “Si yo empezara hoy un proyecto artístico nuevo, lo haría con otro nombre también. Hoy impera otra cabeza”, agrega en alusión a este retorno del seudónimo al mundo del arte. Mientras prepara el café, la charla gira sobre el intenso fenómeno popular que ha disparado C. Tangana, con quien Drexler mantiene un estrecho vínculo artístico (han grabado varios temas juntos) y humano. “Es el mejor de todos”, asegura sobre el autor de El Madrileño. “Bueno, chicos, los dejo. Les recuerdo que tienen una hora para la charla”, anuncia Almudena, la asistente personal de Drexler. Allá vamos.

    —¿Esa vitrina se puede transformar en una mochila incómoda?

    —Es algo muy raro lo de los premios. Un premio es un conglomerado de opiniones influidas por un montón de circunstancias, relacionadas no solo a la calidad de lo que se premia sino a muchas otras cosas que rodean ese fenómeno. Lo mejor de ganar premios es hacer clic en ese casillero. Ya está. Agradecer, celebrar y dejarlo atrás rápido. Aprender a relativizarlo y darte cuenta de que tienen un peso muy grande en un sector muy específico de tu vida y que es muy sano que no tengan un gran peso en otras áreas. Un premio impregna varios círculos concéntricos de tu trabajo. El de adentro es el círculo mediático, es decir, te vuelve conocido por el impacto de la noticia. El segundo es el laboral, las condiciones en las que trabajás, porque yo con esto que hago me gano la vida. Y con un premio se te abren puertas, trabajás en mejores condiciones, podés contratar más músicos, tener mejores luces, escenografía y sonido, y podés llevar al sonidista en la gira. El tercero es el círculo artístico y el cuarto, el personal. El premio cae en el medio y cambia radicalmente el círculo mediático. Pasás a ser más conocido, y si lo manejás bien, podés sacar partido. El premio es un viento y vos estás en un barco. Podés dejar que el viento te lleve adonde sople o podés manejar el timón y con ese viento ir hacia donde querés. Ahora, los círculos artístico y humano es bueno que queden fuera de la onda expansiva. Tenés que hacer un esfuerzo muy grande para mantenerlos fuera. Ni escribís mejores canciones por ganar un Grammy ni sos mejor o peor persona. Entonces, los tengo en esta vitrina, ya ni los veo, pero la gente entra y esa vitrina dispara la conversación. No es que no esté orgulloso, no los quiero poner en el baño, no quiero humillar un premio.

    —Bueno, también llaman mucho la atención las guitarras…

    —Claro, están las guitarras y los libros. Prefiero mirar para ese lado (ríe). Y ahí adentro tengo la biblioteca de poesía, que es lo que más uso como referencia. Hay mucho caos aquí (ríe). Aquí es donde vengo a estar solo, en este sillón escribo (lo palmea), precisamente en este lado del sofá que está más hundido.

    —¿Cómo recordás las épocas de Libertad 8, aquí cerca en Madrid, cuando tenías una mano atrás y otra adelante?

    —Ahí te diría que aprendí a tocar en serio, ahí me fogueé, ahí hice carrera. Empecé a tocar en Libertad 8 casi apenas llegué. Y me siento muy afortunado de este camino. No por los premios que hay en esa vitrina, sino porque todo se haya dado de manera paulatina. Yo llegué en el 95 y me empezó a ir bien en serio aquí recién en 2004, cuando empecé a hacer teatros. Pero hasta el 2003 los teatros los hacía solo en Montevideo y Buenos Aires. Aquí era el gran ejemplo del fracaso en la industria musical. Me respetaban como autor, escribía para Ketama, Rosario Flores, Víctor Manuel y Ana Belén, Miguel Ríos y Pablo Milanés. Todo el mundo me pedía canciones pero me preguntaban: “¿Para qué querés hacer una carrera solista si podés vivir de tu carrera como autor?”. Yo igual estaba feliz, mi vida era más linda tocando la guitarra. Pero fueron 10 años muy graduales, que pasaron muy lento. Pasitos, pasitos, pasitos. Club del Vino y La Trastienda en Buenos Aires, hasta el Ópera y el Gran Rex. Incluso hasta entrados los 2000 cuando iba a Montevideo seguía tocando en boliches. Libertad 8 para mí fue una escuela. En 1996 toqué allí todos los martes, un día completamente anodino. Empecé con dos o tres personas en las mesas y terminé ese año con colas afuera. Cuando un músico me pide consejo de cómo empezar siempre le digo: “Andá al boliche más chiquito de tu barrio y pediles los lunes o los martes, el día que no va nadie. Y pediles solo una pequeña parte de lo que saques de las copas. Nada más. Así vas a empezar a generar un público tuyo”. Tengo gran amor por Libertad 8, y cuando se estaba hundiendo en la pandemia hicimos una campaña entre muchos músicos para salvarlo.

    —En esta sala no hay pantallas, pero el mundo simbólico de lo mediático está muy presente en tu obra, como en la canción ¡Oh, algoritmo! de este disco.

    —Prefiero no tener tele pero sí tengo una pantalla grande con proyector para ver películas. Lo único que no consumo es televisión. Pero hay una constante en lo que hago: trato de alejarme de esa tendencia que tenemos a demonizar cosas. Ya sea Tik Tok, la música urbana, Twitter, las pantallas o la vida contemporánea. Cada vez que algo es demonizado tengo el impulso de estudiarlo y en vez de trasladarle la culpa a un objeto inerte, como puede ser un algoritmo, intento pensar que es solo una herramienta y que depende de cómo se use. Prefiero echarme la culpa yo por lo que hago con eso. Tengo una relación no muy satisfactoria con el teléfono. Como tantos, paso demasiado tiempo con el aparato en la mano. Soy una persona muy dispersa, pero la culpa es mía. Yo podría agarrar y apagarlo. Tengo amigos sin redes sociales, que usan celulares de los viejos, que solo sirven para hablar. Pero a mí me atraen las cosas nuevas, ya sea experimentar con nuevas plataformas o trabajar con músicos nuevos. Intentar encontrar un aspecto humano hasta en las cosas muy denostadas como la música urbana.

    —Eso me hace volver a Tangana, con quien has establecido un vínculo muy estrecho. Incluso él ha reconocido tu influencia en el giro radical que tuvo su carrera hacia un lugar más personal, autoral, más propio.

    (Interrumpe). Te corto ahí. Porque ni es más personal ni es más autoral ni es más propio. Lo que hacía antes, cuando hizo Ídolo, era tan personal como lo de ahora. Tendemos a pensar que existen géneros altos en el arte, en la literatura, y a mí me vienen a hablar siempre desde ahí. “Vos, que sos un tipo respetado, que tenés un prestigio, hacés algo más personal y autoral…”.

    —Me refiero a estéticas que vienen dadas por una industria y las búsquedas individuales…

    —A ver cómo lo argumentás, a ver cómo salís de ahí… ¿Te parece que está menos determinado por la industria lo que hace ahora que lo que hacía antes?

    —¿No está haciendo lo que le gusta o lo que tiene ganas y no solamente lo que está de moda?

    —Te puedo asegurar que no. No es más honesto ahora que antes. De hecho, los traperos ahora le echan en cara que ahora se ha vendido. No veo mucho la música en términos de “te vendiste” o “no te vendiste”. No soy un enemigo de la industria musical. Él sigue trabajando con el método del collage del hip hop, que es tomar fragmentos de otras canciones, y escribe y rapea arriba. Ya lo hacía Warhol: tomar entidades preexistentes, como una lata, y hacer con eso una obra nueva.

    —En ¡Oh, Algoritmo!, cuando decís que estas entidades te conocen más que vos mismo, ¿no hay una mirada crítica sobre este sistema de consumo cultural?

    —La pregunta es buena y la respuesta es no. Dice: Dime qué debo cantar. La crítica es a mí como usuario dependiente del algoritmo, al miedo a la libertad que no queremos reconocer que tenemos. Preferimos echarle la culpa a otra persona o al algoritmo antes de asumir nuestro miedo a hacer lo que realmente tengamos ganas. Estoy tan asustado componiendo, como me pasó en esa canción, que de a ratos me daban ganas de llamar al algoritmo y preguntarle: “¿Qué mierda tengo que cantar? ¡Ya escribí de muchas cosas y ahora no sé de qué coño escribir!”. Fue una crisis muy grande la escritura del disco. Es una canción que reivindica el libre albedrío. Creo que toda crítica en serio debe empezar por una autocrítica. En esa canción me pregunto qué algoritmo la parió. Me pregunto si fui yo, la elegiste o te eligió. / Dios era la letra chica en el final del papel, pero ya no contamos con él. Por un lado, nos hemos liberado de los mandatos, como el religioso, pero ahora nos falta ese bastón.

    —¿Por detrás de tu búsqueda lírica subyace un período de búsqueda conceptual, de investigación, de reflexión, de revolver tu biblioteca?

    —Sí, leo bastante antes de escribir. De hecho, esta canción surgió después de leer la discusión sobre el libre albedrío en Homo Deus, de Harari. Hay búsqueda, sí… (hace un silencio). ¡Hay demasiada búsqueda! Hasta el punto en que a veces tengo que parar y decirme: “Sos un cancionista, no un pensador. Tenés melodías y versos para decir”. Ahí es cuando la música me salva, por eso el género canción es tan bonito.

    —Siempre te rodeaste de tus referentes. En Frontera, están compañeros de tu generación como Edú Lombardo y Fernando Ulivi y uno de tus próceres, Jorge Galemire.

    —Galemire fue el mejor cantante que tuvimos en Uruguay en aquella época, y tuvo el mejor temple rítmico en la guitarra. Por suerte compartí mucho con él acá en Madrid y participó en la presentación de Frontera, en Montevideo. Tres veces vi un temple métrico con esa consistencia: en João Gilberto, en Eduardo Mateo, en el concierto de un bar donde éramos ocho, y en Galemire, un tipo con una tremenda solidez en su mano derecha y en el sonido que le sacaba a la guitarra. Uruguay es un país donde gran parte de la canción se desarrolla con cantantes que tienen voces atípicas, que no entran a la música por el canto. Mateo, Jaime, Galemire, Lazaroff. Cabrera es un gran cantante pero tiene una voz atípica. Es uno de los misterios que más nos distinguen. Hasta el timbre de Zitarrosa era poco usual. El de Amalia de la Vega y la voz increíble de Laura Canoura son timbres muy peculiares.

    —¿Y vos cómo te considerás como cantante?

    —Nunca me consideré, demasiado, un buen cantante, aunque ahora C. Tangana dice que lo soy y me invita a hacer dúos. Y yo le sigo la corriente (ríe). El tema es que en Uruguay no priorizamos el canto. Todos ellos están en mi ADN. Los primeros discos que me compré, de adolescente, fueron los tres primeros de Jaime, es uno de mis artistas de cabecera. Luego escuché a Leo Maslíah y después llegó Fernando Cabrera, que es un referente tan presente en lo que hago que he tenido que hacer muchos esfuerzos para quitármelo de encima. La primera canción que escribí es La aparecida, que está en La luz que sabe robar, mi primer disco, del que este año justo se cumplen 30 años. La influencia de Cabrera es enorme en ese tema (tararea la melodía). Y la primera que grabé es No te creas, que está en Radar (1994), y ahí aparece fuerte la impronta de Jaime. Salgo a la rambla de Malvín (canta, y emula el rasguido de la guitarra). Y cuando llega el estribillo, candombeado, vuelve Fernando: No te creas que vine hasta aquí, no te creas que vine hasta aquí por consuelo. Tenía muy metidos a los dos, uno en la estrofa y el otro en el estribillo (ríe). Hasta ese punto. También aparecía Mateo en mis canciones.

    —Ahora, con Cabrera se dio un ida y vuelta peculiar: fue uno de tus faros y luego vos fuiste su trampolín hacia Argentina…

    —Sí, cuando me empezó a ir bien en Argentina empecé a insistirle a Fernando. “Te van a amar”, le decía, hasta que lo llevé de invitado al primer Gran Rex que hice. Todo lo demás lo hizo solo. Lo único que quería era anotarme el gol de presentárselos (ríe). Nunca tuve dudas de su potencial en el interior de Argentina. De chico lo seguía a todos los boliches del centro donde tocaba: Amarcord, Intramuros, Taj Mahal. Salía de facultad e iba a verlo, hasta que un día me pregunta: “¿Vos, acá, otra vez? ¿Por qué venís a todos mis conciertos?”. Le dije: “Vengo a mirarte la mano derecha”. Y me respondió: “¿No tenés nada mejor que hacer?” (ríe). Ahí nos hicimos amigos. Cuando lo presenté en el Gran Rex me llené la boca y les conté que él había marcado a una generación de guitarristas y de cantautores en Montevideo. ¿Y qué hizo Cabrera? Subió al escenario sin la guitarra, solo con su cajita de fósforos y cantó Viveza. Se los metió en el bolsillo en el acto. Después cantó Te abracé en la noche con la guitarra, pero en esa versión que hace en vivo en la que apenas pellizca tres notas. Cabrera viene sustrayendo sonidos en su música desde que lo conozco, en busca de lo esencial. Como los grandes maestros, trabaja por condensación.

    —Bueno, en tu nuevo disco hay una canción llamada Cinturón blanco que habla de eso, ¿no?

    —Es una canción que habla de esos procesos. Fernando habrá empezado como principiante pero yo lo conocí ya como cinturón negro, con una mano derecha virtuosa para el candombe. Y después empezó a desaprender, a restar, hasta volver al cinturón blanco como un eterno principiante, en el mejor de los sentidos.

    —Tu último show en vivo, Silente, va por ahí...

    —Sí, de hecho salgo con una caja de fósforos como tributo a Fernando, y toco muy poquito la guitarra, estoy solo con algunas herramientas digitales, un juego de luces y sombras con paneles móviles y una canción con un péndulo como instrumento. Estoy muy orgulloso de Silente. Ahora estamos preparando una gira nueva y Silente me pesa mucho, porque quiero que sea así de bonito, y no es fácil.

    Tinta y tiempo es una expresión de hondo significado. Decís que es de los discos más difíciles de tu carrera. ¿Por qué?

    —Con la falta de alguien cercano que escuchara una canción nueva, en lo más profundo del confinamiento, no sabía si lo que tenía era bueno o no. Hasta el 2020, todos los domingos nos juntábamos a comer con tres o cuatro familias de amigos. A mí me gusta mucho cocinar. Todos traían algo, y al final, sacábamos las guitarras y tocábamos un rato en la mesa. En la pandemia esas reuniones se cortaron. Dejé de mostrar las canciones, no tenía ese espejo, tenía mucho tiempo libre y estuve muy solo, como tantos. Pasé de tener 180 conciertos en dos años y de cruzar 20 veces por año el Atlántico a no agarrar la guitarra durante los primeros tres meses. Yo creo que hasta estuve un poco deprimido, la pandemia nos dejó medio lánguidos. En ese marco es que digo que fue difícil hacer el disco. Al volver a componer, me entusiasmaba con una canción y como no tenía a quién mostrársela en vivo, la dejaba ahí, atada, y empezaba otra. Y a la semana volvía a la anterior y me daba cuenta de que no estaba buena. Me preguntaba: “¿Qué le vi que me parecía buena?”. No entendía nada. Faltaba ese último golpe de horno que necesita una canción, que es cuando alguien te la pide y te pregunta por qué decís esa palabra. Ahí la canción crece. Ahí pelás lo que sobra o agregás lo que falta. Finalmente el año pasado retomé esas canciones, descarté las que hablaban de la pandemia porque no tenía ganas de seguir acordándome de las mascarillas, los brotes, las charlas por pantallas, la soledad y el miedo. Y pasé a hablar del anhelo, de lo que uno aprende a echar de menos y aspira a retomar. Es un disco muy colorido, todo lo contrario de los discos frugales hechos en la pandemia.

    —¿De dónde viene ese nombre tan sonoro y significativo?

    —Es muy clásico el nombre, le tendría que haber puesto ¡Oh, algoritmo! (ríe). Me gusta por su sonoridad. Tinta y tiempo viene de Tierra y tiempo, de (Juan José) Morosoli, que fue mi gran e inaudito descubrimiento literario, recién hace dos años. Solo había leído sus libros para niños. Es una locura ese libro, de un minimalismo que parece japonés. Todas las personas hablan en monosílabos. Las miradas, los pequeños gestos. Todo determina una historia que no se cuenta. Es un genio, con una obra muy pequeña, y que murió cuando estaba haciendo su gran novela. Era amigo de mi abuelo, Abner Prada, que era maestro rural en la zona de Libertad. El mundo de Morosoli me recuerda mucho todo ese mundo de la escuela pública, la gran religión que había en mi casa.

    —Es un disco con un sonido luminoso y expansivo…

    —Lo es. Tenemos una orquesta sinfónica, con muchos ritmos y muy centrado en el groove, con coros, guitarras eléctricas muy llamativas, todo con la intención de sacar la cabeza de lo que pasó. Tinta y tiempo es ese intento de explicarme a mí mismo. ¿A qué me dedico? Lo que dejo por escrito / no está tallado en granito. / Yo apenas suelto en el viento / presentimientos. / Pido lo que necesito. / Tinta y tiempo. Me lo estoy explicando a mí mismo. Fue todo un período de gran impaciencia. Me preguntaban: “¿Estás escribiendo?”, y respondía: “Sí, mucho y mal” (ríe).

    —Seguís echando mano a los géneros de aquí, que corren por tus venas. ¿Tinta y tiempo es una zamba mezclada con baguala?

    —Sí, hay zamba y hay baguala, pero está tocada como una soleá por bulerías (Drexler percute con las manos sobre la mesa ratona para explicar cómo se toca esa variante de la música flamenca). El vínculo entre el flamenco y nuestros folclores recién lo aprendí hace dos años. Los estilos van y vienen entre América y Europa, y por lo general todos vienen de África.

    —¿Te imaginás volviendo a vivir a Uruguay?

    —Sí, me imagino volviendo. Siempre estoy intentando crear vínculos y no se ha dado porque llevo 24 años teniendo hijos (ríe). Volver es algo que depende más de lo familiar que de lo profesional. Cuando todos mis hijos sean independientes creo que viviré seis meses acá y seis meses allá. Con todo lo poco nacionalista que soy, Uruguay no hace más que hacerme sentir orgulloso. Uruguay está dando, uno detrás del otro, ejemplos de ciudadanía, de civismo, de cultura democrática. Acaba de transitar un referéndum de un modo ejemplar. La vida democrática es así, no siempre gana el que uno quiere que gane. Y creo que la alternancia de partidos es una cualidad esencial de una democracia. Y cuando no pasa lo que pasa en Uruguay, pasa Putin, pasa Maduro, pasa Ortega. Cuando no hay cultura democrática pasa Bolsonaro. Durante mucho tiempo estuve muy callado frente a este tema pero creo que hay que decirlo bien claro. Cuando alguien intenta quedarse en el poder más allá de lo que la Constitución lo habilita, ojo, deben saltar las alarmas. En Uruguay, con el ascendente internacional que tuvieron los últimos presidentes, por no nombrar a nadie, ninguno intentó saltar por encima de la Constitución.

    —¿Cinco de esos seis meses serían en La Paloma?

    —¡Seguramente!