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    “El retrato de mi padre”: con una cámara en busca de un fantasma, un hijo encuentra más de lo imaginado

    Juan Ignacio Fernández Hoppe comparte parte del proceso creativo detrás de su nueva y notable película

    En 2013, un año después del lanzamiento de su película Las flores de mi familia, el cineasta uruguayo Juan Ignacio Fernández Hoppe comenzó a tener sueños en los que aparecían dos hombres: su padrastro, Jorge Mario Varlotta Levrero, y su padre, Juan José Fernández Salaverría.

    En uno de esos sueños, Juan Ignacio imaginó un destino imposible para Juan José: uno en el que su padre seguía vivo. En 1990, cuando el director tenía apenas 8 años, Fernández Salaverría fue encontrado sin vida en la orilla de la playa en Salinas. Llevaba consigo psicofármacos, y en aquel momento se sospechó que su muerte había sido un suicidio.

    Los reencuentros entre padre e hijo en estos sueños motivaron una búsqueda que, una década después, se convirtió en una película asombrosa. El retrato de mi padre, estrenada ya en cines uruguayos, es un rompecabezas armado con creatividad, intriga y emoción por parte de un artista que transformó un enigma familiar en un suspenso cinematográfico.

    En Las flores de mi familia (2012), Fernández Hoppe exploró la relación entre su madre, Alicia Hoppe, pareja de Levrero durante años y su albacea, y su abuela. A partir de esos sueños tan vívidos de 2013, la idea original detrás de El retrato de mi padre también proponía la indagación en una alternancia entre dos figuras: el padre y el padrastro, ambos ausentes en el presente, y dos hombres con destinos diferentes: Juan José, que vio sus sueños artísticos truncados, y Levrero, a quien el tiempo le concedió un lugar consagrado dentro de la literatura uruguaya.

    “Eran dos películas en conflicto”, apuntó Fernández Hoppe en una conversación con Búsqueda, al recordar los primeros bosquejos detrás de su última película. “En términos de drama, no funcionaba. Era ponerlos a jugar dentro de una película sobre ellos y no sobre lo que debía ser realmente: sobre el hijo en busca de respuestas”.

    “El hijo” es la forma que el cineasta utiliza, sabiamente, para marcar un límite necesario. Existe Juan Ignacio Fernández Hoppe, director y documentalista nacido en 1981, y también “el hijo”, la manera en que se refiere a sí mismo en función del mundo construido dentro de El retrato de mi padre. Es el hijo quien aparece frente a la cámara, entrevista a diferentes miembros de su familia y llama a un cabo con una interrogante desplegada en la sombría primera escena de la película. “Estoy investigando la muerte de un familiar, mi padre… No está claro si fue un accidente o un suicidio”, dice, sin nervios, esa voz.

    El misterio en torno a la muerte de Fernández Salaverría se aborda bajo un enfoque narrativo que diferencia El retrato de mi padre de algunas de las convenciones más recurrentes en los documentales familiares, en las que archivos y testimonios personales son utilizados como ejercicios de construcción de memoria. Aquí, más que motivar una serie de recuerdos, las preguntas llevarán a la película a presentarse a sí misma, con derecho, como un “thriller documental”.

    Frente a la cámara, Fernández Hoppe asume el papel de investigador y la película se desarrolla en dos líneas narrativas paralelas. La primera, la más personal, indaga en la vida del padre, en la que se revela a un músico experimental y musicoterapeuta con ambiciones frustradas. Esa historia trata, a su vez, sobre las enfermedades mentales y el abuso de medicamentos.

    Una segunda narrativa sigue al cineasta en una búsqueda incansable de respuestas sobre la muerte de su padre. Explora archivos oficiales que jamás había leído, interroga a varios miembros familiares en una habitación blanca que se asemeja al escenario de un interrogatorio policial y hasta se reencuentra con posibles testigos del día que su padre murió.

    Sin poder retratar a su padre a través de filmaciones, Fernández Hoppe recurre a objetos que le pertenecieron y que se convierten en elementos narrativos poderosos para revelar la vida del padre fallecido y la relación entre él y su hijo. Primero aparecen dentro de una caja y luego se trasladan a una biblioteca armada para la película, que construye una imagen difícil de olvidar: una vida en repisas. Para el cineasta, estos objetos tenían una especie de “pulso vital” que podía ser capturado en la pantalla, y su objetivo era que cobraran vida y se convirtieran en personajes por derecho propio en la película.

    Los Guilles

    Una tutoría con el guionista argentino Esteban Student desempeñó un papel esencial en la creación de la película en su etapa primigenia, pero fue a través del trabajo con dos colaboradores uruguayos que El retrato de mi padre terminó de encontrar su estupenda forma final.

    Fernández Hoppe trabajó con los cineastas Guillermo Madeiro y Guillermo Rocamora en el montaje y guion. La asociación con “los Guilles”, como los nombró, le permitió una inmersión más profunda en la faceta “policial” de la película y lo llevó también a enfrentarse de lleno a su propio pasado y a los recuerdos latentes durante décadas. El montaje, en última instancia, se convirtió en una herramienta fundamental para que “el hijo” encontrara su voz en la historia y las escenas se conectaran de manera coherente.

    “Llegar hasta ahí llevó tiempo. No sabía cómo hacer esa película al principio. Venía del cine observacional y el reportaje, pero la película fue mostrando su verdadera forma y ese proceso del hijo dentro y fuera del cuadro. Al principio defendí demasiado la trama por encima del personaje y eso no podía ser. El personaje tenía que prevalecer”, afirmó.

    Mientras que Rocamora participó en la película de diferentes maneras, haciendo trabajo de cámara e investigando en archivos, Madeiro se unió como editor en febrero de 2020. Con más de 200 horas de material filmado, el trabajo fue largo para los tres. Fernández, quien se define como un obsesivo de todas las fases del quehacer cinematográfico y quien también ha trabajado como montajista, estuvo muy presente en la sala de edición “para bien y para mal”, según relató.

    Con Rocamora impulsando finalmente la narrativa del hijo en busca de su padre, Fernández les permitió a los Guilles crear su propia versión de la película en agosto de 2021. Para ello, los editores le pidieron un mes de trabajo aislado. A la semana, le entregaron una versión de la película con la que se sentían plenamente satisfechos.

    El resultado no convenció al director. “No estaba pronto para ver esos hallazgos del hijo. O no los terminaba de aceptar”, recordó. Posteriormente, Rocamora partió para dirigir su propia película, Temas propios, y le dejó un consejo: “Esta película no la podés cerrar vos solo”.

    Fernández Hoppe siguió encontrando nuevas formas de encastrar las piezas de El retrato de mi padre incluso en etapas finales de la película, como la posproducción de sonido. Como alguien acostumbrado al trabajo en solitario, se mostró satisfecho con el camino recorrido, junto con su equipo, que le permitió entender, finalmente, que uno de los temas principales de la película era el reconocimiento. “Reconocer un cuerpo, un artista, una enfermedad, un padre y, por último, un hijo”.

    En su segundo largometraje, Fernández Hoppe entregó una película removedora y de narración precisa, un tributo a una pérdida cuya ausencia motivó una empresa cinematográfica poderosa de un narrador maduro y reflexivo del que hay que esperar, con ansias, nuevas historias.