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    “Forajido literario” es el título de la enorme biografía de William S. Burroughs

    Hay una tradición de estudios biográficos muy anglosajona que puede remontarse a la modélica The Life of Samuel Johnson, LL. D. de James Boswell, de 1791. Se trata de revisar la vida del sujeto de estudio minuciosamente, muy minuciosamente, casi de forma obsesiva. Cuando el autor tiene ese toque indefinible que vacila entre arte y periodismo, el resultado es magistral. Obviamente, hay estudios biográficos excelentes en otros idiomas, pero en inglés son una categoría con vida propia, y no pocos ejemplos se pueden catalogar como obras de arte, en concreto del arte de la biografía. El primer ejemplo es la de Boswell, aunque el afecto y la admiración que sentía por Johnson ponen en entredicho el retrato del personaje. Tal vez el Johnson de su libro no sea del todo ajustado a la realidad, pero el texto en sí es una maravilla.

    También es frecuente que estos ejercicios de minuciosidad tomen el camino del exceso. Por ejemplo, la biografía de H. P. Lovecraft publicada en 2010 por S. T. Joshi, I Am Providence consta de más de 1.200 páginas, lo que supera con amplitud el tamaño de cualquier edición de la narrativa completa del biografiado. Considerando que la vida del escritor promedio suele ser reposada, apacible e incluso bastante tediosa (sacando personajes más convulsivos como Hemingway o Lord Byron), muchas de estas desmesuras tienen como mínimo largos segmentos obviables sin culpa alguna. No vendría siendo el caso con William Burroughs.

    Una vida, muchas páginas

    A fines de los años 60 el escritor y periodista Ted Morgan (nacido como conde Sanche Charles Armand Gabriel de Gramont en Ginebra en una antigua familia de la nobleza francesa; es de suponer que el cambio de identidad posterior daría para un muy interesante libro) conoció a William S. Burroughs en Tánger por intermedio de Paul Bowles y Brion Gysin. Por aquellos tiempos la liberal ciudad marroquí era un refugio para todo tipo de expatriados europeos y norteamericanos, que no podían resistirse a su belleza, su permisividad con el consumo de drogas o la homosexualidad, el ambiente que había formado la propia comunidad de expatriados y sobre todo a lo barata que era la vida. Lo que se dice, un paraíso.

    Morgan se hizo amigo de Burroughs, quien en 1985, ya de vuelta en Estados Unidos, le propuso que escribiera su biografía. Morgan pasó cuatro años entrevistándolo e investigando y al final produjo Forajido literario: vida y tiempo de William S. Burroughs (Literary Outlaw: The Life and Times of William S. Burroughs). Burroughs falleció en 1997 y Morgan decidió ampliar y poner al día el libro, agregando esa década posterior. La versión definitiva vio la luz en 2012.

    Su edición en español (Es Pop Ediciones, 2022) tiene 734 página y no le sobra ni una. Al parecer, Burroughs fue incapaz de hacer una sola cosa en su vida que no fuera notoria, curiosa, cuestionable o asombrosa. Una reseña al uso del libro tendría una parte central donde se resumiría la vida del sujeto destacándose los principales eventos. En la vida de Burroughs no hay nada obviable, ni siquiera sus años de formación o de vejez, que suelen ser los paréntesis que envuelven la auténtica biografía de toda persona notable.

    Burroughs nació en St. Louis, Missouri, en 1914 y murió en Lawrence, Kansas, en 1997. Era nieto del inventor de las máquinas de calcular Burroughs, que se llamaba exactamente igual que él (estrictamente, el nombre del escritor debe escribirse con un II al final). Al contrario de lo que se cree no fue heredero de ninguna fortuna: sus padres y tíos se dejaron convencer de vender las acciones de la empresa en los años 20. La Corporación Burroughs se volvió riquísima; la familia Burroughs, no. De todas formas, los padres de William II prosperaron.

    En primaria concurrió a una escuela nombrada con su mismo apellido, en conmemoración de un pariente lejano. A los 13 años fue enviado a una especie de escuela-campamento en Nuevo México, donde la pasó muy mal, odió y se hizo odiar, descubrió su homosexualidad y salió huyendo a la primera oportunidad, sin esperar a terminar el año. Podría pasar como un momento más de su vida sin mayores curiosidades si no fuera porque la escuela-campamento se llamaba Los Álamos y se trató del mismo edificio aislado que algunas décadas más tarde fue requisado para que Oppenheimer y su gente desarrollaran con calma la bomba atómica.

    A partir de 1932 estudió en Harvard, donde se recibió en 1936. En el medio perdió la virginidad con una prostituta y conoció el ambiente homosexual de Nueva York. Comenzó estudios de antropología en Columbia, pero decidió que Europa era más lo suyo y se fue a Viena, donde empezó a estudiar medicina. Y, claro, a frecuentar el ambiente gay de la República de Weimar, que al parecer era cualquier cosa menos apacible. En esas vueltas conoció a una mujer judía, Ilse Klapper, que estaba tratando de huir del régimen nazi. Burroughs fue con ella a Croacia, donde se casaron para conseguirle la visa. Volvieron a Estados Unidos en 1939 y cada cual fue para su lado.

    Por varios años anduvo a los tumbos por la vida, siempre al borde del quiebre. Una vez se cortó la primera falange del dedo meñique para impresionar a un tipo del que estaba enamorado.

    Cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor Burroughs corrió a enlistarse, pero no lo dejaron ser oficial sino que lo clasificaron como infantería del montón, y esto lo deprimió tanto que terminaron por darle la baja. Se fue a vivir a Chicago, donde trabajó como exterminador de plagas, y al terminar la guerra volvió a Nueva York. Allí conoció a Joan Vollmer, que en ese momento era esposa de un militar con quien tenía una hija y mientras su marido estaba en el extranjero compartía apartamento con Jack Kerouac y su esposa. Por la misma época, además de a Kerouac, Burroughs comenzó a frecuentar al resto de los integrantes de la generación beat, sobre todo a Allen Ginsberg y Gregory Corso. También en la misma época se hizo adicto a la morfina, aunque venía experimentando con drogas surtidas desde sus épocas en Harvard. Para mantener el hábito vendía heroína en Greenwich Village. Joan también se hizo adicta, pero a las anfetaminas. Por ese motivo su marido se divorció de ella y Burroughs comenzó una relación. Luego marchó preso por un asunto de recetas médicas falsas, salió bajo fianza, se vio envuelto en otros asuntos turbios (de ahí lo de “forajido”), se fue a St. Louis, viajó a México para conseguir el divorcio de Ilse, volvió a Nueva York, le propuso matrimonio a Joan, no lo concretaron pero hicieron de cuenta que sí, volvieron a St. Louis y después fueron a Texas con la hija de Joan, Joan quedó embarazada y dio a luz a William S. Burroughs Jr. (o III) en 1947, se fueron a vivir a Nueva Orleans, Burroughs casi va preso de nuevo, se escapó a México y Joan lo siguió.

    El tiro del final

    La vida en México no fue nada feliz para Burroughs, que sufría por la falta de morfina y la reemplazaba con lo que podía: bencedrina, alcohol, mezcal, clases de español, viajes, aventuras con jóvenes mexicanos. Joan tampoco estaba nada feliz (y es de suponer que los dos niños tampoco) y la pareja se hundía en peleas y rencores. Hasta que una noche de beberaje con amigos, Burroughs decidió que era un buen momento para jugar a Guillermo Tell (literalmente fue lo que propuso), le dijo a Joan que sostuviera un vaso arriba de la cabeza, sacó su revólver (siempre fue un maniático de las armas) y le pegó un tiro en la sien. También se dice que el tiro se le escapó. Lo concreto es que pasó 13 días preso antes de quedar libre bajo fianza. Los niños fueron a parar a las casas de sus respectivos abuelos en Estados Unidos y Burroughs quedó a la espera de un juicio que se dilataba más y más. Finalmente decidió que lo más sabio sería ausentarse sin avisar y se dirigió a Sud América tras la pista de una droga amazónica legendaria llamada yagé (en realidad es la ayahuasca, que a diferencia de lo que él creía no da poderes telepáticos). En México lo condenaron en ausencia a dos años de prisión. Nunca volvió.

    Sí iría a muchos otros lados, pero el dato importante es que recién en ese momento, luego de la muerte de Joan, algo se alineó en su mente y comenzó a escribir en serio. Ya había escrito algunos cuentos, notas y hasta una novela a medias con Kerouac, pero en ese tiempo inmóvil entre la muerte de Joan y la búsqueda del yagé fue que se convirtió en William S. Burroughs, el referente de la generación beat, el motor del posmodernismo estadounidense, el padrino de incontables escritores, músicos y artistas de toda clase. Y comenzaría a escribir sus libros experimentales, complejos, a veces repetitivos y tediosos, a veces fulgurantes y revulsivos.

    O sea, en ese momento comenzaría la historia del Burroughs autor, lo que podría considerarse la parte central de su vida y prácticamente toda su carrera, recién después de todo lo contado. De momento, ni siquiera tenía noticias de que en Tánger se vivía tan bien. En el libro, Joan muere en la página 229.

    Luego vendrían años en Nueva York, Londres, Tánger, diversas partes de Estados Unidos, pocos reconocimientos, muchos cuestionamientos, pero la admiración devota de cientos de seguidores, desde Patti Smith o Laurie Anderson (quien hizo suyo el aforismo de Burroughs: “El lenguaje es un virus”) hasta J. G. Ballard o Keith Haring. La influencia de Burroughs se extiende hasta lugares insospechados, como el título de la película Blade Runner, tomado de uno de sus textos (un guion de ciencia ficción bastante reaccionario y desagradable).

    Incluso en sus últimos años, esos que Morgan agregó pos mortem, no hay nada de la habitual bajada de revoluciones de cualquier otra biografía, sino una serie interminable de viajes, conferencias, giras promocionales y sobre todo visitas, una larga lista de peregrinos que iban a verlo en su casa de Lawrence, que bautizó el Búnker. Los más afortunados podían verlo, en sus momentos de creación artística, colgando globos de pintura en enormes lienzos y reventándolos a escopetazos.

    Burroughs fue un revolucionario, un subvertidor del lenguaje, casi un místico de la literatura. Su obra es inimitable, mitad alarido visceral, mitad experimento formal y árido, a veces incomprensible, a veces capaz de abrir la mente con la potencia de cachetazo de un koan zen. Es el producto de una mente única y de una vida tan convulsa como diversa. Una vida que casi, por lo mínimo, pudo ser atrapada a duras penas en 700 páginas y parecen a punto de estallar en cualquier segundo.