Vivir en otro país, trabajar, tener una familia, desarrollar una carrera laboral, comenzar otra, cambiar de rumbo y volver a empezar. Desde sus inicios como periodista underground y luego musical a finales de los 80 hasta su papel como animador de la cultura del videojuego en Chile, donde vive desde hace más de dos décadas, quizá por dedicarse a tareas que podrían ser entendidas como “de gestión”, lo de Tabaré Couto no es tan visible. Con la coartada de la edición de su libro de crónicas musicales La era del casete, Búsqueda charló con él.
—Estos son días de mucho trabajo, pero también de mucho halago, de mucho reencuentro. Y como son días, es claro que tiendo a idealizar un poco, sí. Es el problema de vivir en guetos: idealizo el Uruguay de determinado momento, idealizo la Barcelona de otro momento o el Santiago de otro. Y en realidad, aunque esos países puedan tener problemas, los problemas que puedan tener esos países son problemas de la gente.
—Sí, creo que es así. Cuando salí hacia Chile pensaba que era por razones estrictamente laborales, pero al mirarlo ahora, creo que de alguna forma estaba escapando de Uruguay, de esos años muy intensos y muy agotadores. Y cuando fallece Raúl Forlán, allá por 2004, cuando yo ya llevaba más de 10 años en Chile, me dio por intentar recuperar a mis amigos. Esto es, por razones bien egoístas, me di cuenta de que no iba a poder charlar más con Raúl y entonces me dio por ese lado, por recuperar el contacto con mis amigos. Me di cuenta de que ese Tabaré que había hecho esas cosas en Uruguay, estaba medio oculto en Santiago, trabajando y viviendo en otro lugar pero con las mismas angustias, tratando de retener los mismos afectos. Me gusta vivir donde están mis amores, mis afectos. Me gusta mucho una frase de El Último de la Fila que dice: “Mi patria en mis zapatos”.
—De lo que está pasando en Chile ahora, ¿qué cosas se relacionan con tu experiencia uruguaya de entonces?
—Una diferencia es que lo estoy viviendo con hijos adolescentes. Sacaron el ejército a la calle y yo lo viví de manera distinta a ellos. A mí me produjo rechazo por determinadas cosas que viví en los 80 y por otras que heredé de mis padres. Veía que se venía el toque de queda y que eran las ocho menos cuarto y que la plaza seguía llena de gente, que eran ocho menos cinco y que seguía llena de gente. Estoy en contra del ejército, pero yo me voy para mi casa. La generación de mis hijos no se fue de la plaza, porque para ellos el ejército no significa lo mismo que para mí. Es decir, hay algunas cosas que se transmiten de una generación a otra y otras que no.
—Hablando de procesos, en una entrevista que le hice hace poco a Chupete Furtado (cantante de Rey Toro) decía que las marcas habían entrado al rock solo cuando la escena ya estaba creada por los artistas. ¿Coincidís con ese diagnóstico?
—Estoy de acuerdo. Y es interesante porque, entre otras cosas, ese ciclo desmontaría la tesis de que el rock uruguayo de los 80 era un invento del Partido Colorado. Creo que una cosa es que un partido o unas marcas aprovechen lo que ya existe para hacer algo con eso y otra cosa es que lo hayan creado. Y creo que eso conecta con la idea de que las distintas generaciones culturales pueden generar cosas valiosas. Respecto a la generación a la que pertenezco dentro del rock uruguayo, no como músico pero sí como parte del ecosistema, tenía la sensación de que no habíamos dejado nada. Cuando arranqué a escribir el libro, tenía la sensación de que no había quedado nada relevante de esa movida, que era una batalla perdida, que la habían ganado “ellos”. No sé quiénes eran “ellos” pero habían ganado. Con esa sensación me fui a Chile y me puse a escribir el libro. Cuando lo terminé de escribir, esa idea se había dado vuelta en mi cabeza: no era tan cierto que no quedaba nada. Había un montón de gente de esa generación, que abarcó la segunda mitad de los 80 y la primera mitad de los 90, que hacía cosas, personas que hacían y decían cosas relevantes. Estaban Aldo Silva, Gabriel Peveroni, Los Buitres, el Cuarteto, gente que seguía creando cosas que importaban. El rock es un perfecto producto del capitalismo, entonces no es raro que sea usado para promover esto o lo otro. Un periodista joven me preguntaba si el rock de los 80 había sido realmente masivo. Y yo le decía que sí, que por un par de años fue masivo, que salió de las cuevas, que subió y que se quemó y que ahí empezó el oscilar. Está bien que después aparezcan los Pilsen Rock, en la medida que los artistas defiendan una música que le hable al otro en su lenguaje y asegure que el festival sea algo más que puro espectáculo comercial. ¿Qué es Lolapalooza hoy? Una marca con un montón de otras marcas comerciales atrás que reciben a 75 artistas, el festival del selfie y que no tiene nada que ver con el espíritu de 1992, cuando salió como festival contra la rosca de las ticketeras como Ticketmaster. Hoy el propietario de Lolapalooza es Live Nation, propietario de Ticketmaster. El problema es que entonces, en los 80 y 90 nadie nos enseñó cómo había que transar con los medios, con las discográficas, con los sponsors, para manejar esa contradicción. A mí me preguntaron: “¿Traicionaste los ideales de los 80?”. Y en un momento me puse a pensar si realmente era un traidor.
—Pero, ¿cuáles son los ideales de los 80?
—Justamente, ¿cuáles son? Después de revisarlos, no son algo tan claro para mí. Otro me dijo: “Vos eras el menos rebelde”. ¿Pero qué es ser rebelde? Y la última que me encajaron: “Ustedes eran una generación apolítica”. Y no es así. Éramos y somos una generación política, sacar una revista under era un acto político, cantar Chupando la cuchara era un acto político, hacer un programa de radio era un acto político. Me parece maravilloso que una banda de metal pueda tocar en buenas condiciones. Y si eso se hace en un festival auspiciado por Juan de los Palotes, está bien. Entonces, si me preguntás cuáles eran los ideales de los 80, te puedo decir que entre ellos estaba que una banda de heavy metal tocara en sus términos en un festival y que sonara increíble. Capaz que éramos muy principistas y era “si no me dejan hacer el programa de radio como yo creo, me voy de la radio”. Y de pronto eso cerraba caminos que hoy mirás distinto. También creo que es una cosa de la juventud, ese ser más intransigente. Y luego te das cuenta de que no todo lo joven está bien o tiene razón.
—Sí, lo malo es que eso lo aprendés de viejo (risas).
—Es que necesariamente es así. Y eso me lleva de nuevo a la charla con mi hijo. Estoy de acuerdo con las protestas, pero al mismo tiempo tengo que decirle lo que yo pienso sobre los acontecimientos en Chile. Él tiene una mirada más radicalizada. Pero al mismo tiempo tengo que explicarle que voy a marchar por esto y por lo otro pero no por el acto mismo de marchar. Marcho si marchar tiene sentido, no solo como ejercicio de protesta. Es algo que muchas veces se aprende a los tortazos. Recuerdo conversaciones con Raúl Forlán, que tenía unos pocos años más, en donde le planteaba mis dudas: “Che, ¿escribo para Brecha, ¿acepto meterme en el suplemento de Últimas Noticias?”. Y Raúl me decía: “Mientras escribas lo que querés y en tus términos, por supuesto que tenés que aceptar”. Eso no lo podía ver tan claro a los 20 años y él con 25 lo podía ver. Ahora, decir que aquella generación era apolítica es un disparate. Era, sí, apartidaria o, mejor dicho, desconfiaba de los partidos aunque al final los votara. En cualquier caso, a quienes éramos parte de la escena rockera de los 80 nos acusaban de ser imperialistas, de ser agentes de la CIA. Recuerdo una nota que salió en Brecha que decía que Los Traidores eran una banda “tariguista”. Nada menos que “tariguista”, porque tocaron para Tarigo.
—Pero además no tocaron…
—No, no tocaron. Pero como salieron en la tapa de El Día Pop entonces Los Traidores eran colorados. Eso es un claro ejemplo de cómo lo político puede terminar sumido en lo partidario y anular los matices. Y, sin embargo, al mismo tiempo creo que en esa época era más factible el intercambio en términos, digamos, republicanos. Creo que los debates, y acá capaz que sueno como un viejo, eran procesados de una manera distinta. Siempre había radicales o agresivos, pero el debate se daba entre revistas under, entre periodistas de un medio o de otro. Si me preguntás, te diría que hay una erosión del espacio republicano, que es el que se necesita para intercambiar ideas.
—En tu libro no hablás de ideologías, pero al leerlo parece que detrás de lo que reseñás o describís, hay un mapa ideológico funcionando.
—Sí, siempre hay un mapa ideológico funcionando detrás de la cultura.
—¿Y no te parece que en aquel entonces, a la salida de la dictadura, faltaba información? No solo ideológica, de todo tipo.
—Mocasín, vaqueros y camisa a cuadros (risas). Bueno, por eso el impacto de cosas como Peyote generó un estallido importante. Después del primer paso, cuando se mama del pospunk y del rock español, Los Estómagos, Los Traidores, el segundo impacto es cuando aparece todo lo que viene después de Nirvana. El mestizaje, por llamarlo de alguna manera. Es verdad que había una gran carencia de información. Y al mismo tiempo, eso lo hizo un momento muy excitante: estábamos pendientes de lo que iba a salir porque no era fácil acceder a eso. Las revistas fueron clave, era excitante que llegara Cerdos y Peces, que llegara Fierro. Ahora es complicado elegir en dónde informarse, porque hay un montón de cosas disponibles.
—¿Cómo llegás a Chile?
—Bueno, fue resultado de un cansancio de muchos años de tener que pelearla. En Montevideo, era editor de un suplemento, escribía, era director de un sello. Cuando me ofrecen ir a Warner Chile acepté, más que por una mejora en términos económicos, porque me ofrecía la chance de tener un solo trabajo (risas). Empecé colaborando en la recuperación del catálogo de Violeta Parra, que fue algo que me llenó de orgullo. Fue una tarea que hicimos con Javier Silvera, con la coordinación de Alfonso Carbone. Lo segundo fue negociar con los Quilapayún la reedición de su catálogo. A su vez los Quilapayún me contactaron con Isabel Parra, quien me recibió con mucho resquemor, era representante de una multinacional. Creo que de alguna manera le caí bien porque en un momento me dice: “Esperame que ya vengo” y vuelve con un DAT que tenía dos discos inéditos de Violeta. Para mí fue brutal, es una artista que admiro al nivel de los Beatles. Luego Warner se termina y quedo sin trabajo. Ahí empecé como mánager de bandas gracias a algunos amigos músicos.
—¿Y cómo se da tu cambio al mundo de los videojuegos?
—Hace 10 años un grupo de radios me llamó para hacer acciones de marketing relacionadas con eventos musicales. Y al final, de puro aburrido, inventé un festival de videojuegos. Siempre fui muy fan de los videojuegos y de las ferias, me encanta la Feria del Libro de Montevideo y en Barcelona me gustaba mucho la Fira del Disc. De hecho, los videojuegos aparecen en el libro, las maquinitas eran un centro de reunión en aquel entonces. Monto esa feria y llevamos nueve años haciéndola, no solo en Chile, también en Colombia. Ahora tengo varios proyectos que están en suspenso en este momento por la situación en Chile, pero que espero salgan bien y que me permitan seguir escribiendo.
Vida Cultural
2019-12-19T00:00:00
2019-12-19T00:00:00