—Cuando él murió yo tenía siete años. Desde casa lo veíamos de lejos y nos llamaba la atención por su barba blanca. En Montevideo en esa época no se usaba mucho la barba, y se nos mezclaba con la imagen de Santa Claus. Era un hombre muy delgado y más bien bajo.
—¿Cómo recuerda a Gurvich?
—Además de ser un hombre maravilloso, era un artista maravilloso. Todo lo que él tocaba le daba vida a través de la pintura. No tengo palabras para describirlo. Mi marido y él eran muy unidos. Después todos vivimos acá en Nueva York y la amistad fue aún más cercana. Gurvich murió en junio de 1974 a los 47 años, y en febrero de 1976 murió mi marido que tenía 50 años. A los dos les había empezado a ir muy bien acá en Nueva York, porque los dos eran grandes artistas. Mi marido había empezado a exponer con una galería muy buena de Nueva York. En 1974, había tenido una individual, después otra en California y en Chicago. Los dos tuvieron el sabor del éxito, pero no pudieron disfrutarlo. Fue una tragedia.
—Cuando llegaron a Estados Unidos, ¿tenían idea de quedarse a vivir?
—Horacio quería ir a París porque él se había criado allí. Incluso había regresado en los años 50 con una exposición de su padre en el Museo de Arte Moderno de París. Llegamos a Nueva York a acompañar la exposición que se había inaugurado en el Guggenheim en 1970. En esa ocasión, Horacio se reencontró con Clement Greenberg, un crítico de arte muy importante que lo impulsó mucho. Greenberg había puesto en el mapa del arte a los abstracto-expresionistas, como Jackson Pollock. Él había estado en Argentina como jurado de un concurso en la Universidad Di Tella y había pedido para ir a Montevideo por un día a ver la obra de Torres García. Ahí lo conoció a Horacio y simpatizaron mucho. Cuando vinimos a Nueva York nos visitó en nuestra casa. Horacio se había traído muy pocos cuadros. Algunos retratos, uno mío, otro de Francisco Espínola, había decidido ser un pintor figurativo. Greenberg quiso que le mostrara otras obras. Después le dio tanto ánimo que Horacio alquiló un taller y siguió pintando. Greenberg iba una vez por mes a verlo y lo presentó a una galería. Lo siguiente fue una muestra en 1974 en el Museo de Boston.
—¿Y usted continuó dibujando o pintando? ¿Tiene obra propia?
—No, para nada. En una época me dediqué a hacer joyas, porque vengo de una familia de joyeros. Y también a partir de dibujos de Horacio fabriqué vestidos con diseños constructivos. Yo acompañaba a Horacio en todo sentido, desde posar para él hasta ser su representante en museos y galerías.
—Y se convirtió en una estudiosa de la obra de Torres García…
—Es que cuando llegamos acá conocimos a artistas, a críticos y responsables de museos y enseguida nos dimos cuenta de que no tenían idea de lo que pasaba en el arte más allá de México. Fuera del arte estadounidense o europeo, los estudios eran sobre muralistas mexicanos. Entonces cuando les hablábamos de constructivismo nos miraban con cara rara. Cuando falleció Horacio me propuse conseguir que se hiciera una exposición sobre constructivismo. Acudí al museo de la Universidad de Texas, en Austin, que en ese momento se llamaba The Huntington y ahora es The Blanton. Al director lo habíamos conocido porque se había interesado en Torres García, y entonces le llevé un montón de material. Yo había ido a Montevideo y con los Testoni tomamos fotos de obras y murales de Torres durante varios meses. Se las mostré al director del museo y se interesó mucho, entonces quiso hacer una exposición. En ese momento estaban pensando incorporar una nueva curadora de arte latinoamericano, que resultó ser Mari Carmen Ramírez. Con ella se organizó una exposición que se inauguró en el Reina Sofía, junto con una retrospectiva de Torres García. Luego esa muestra fue a México al Museo de Monterrey y llegó aquí a Nueva York al Museo del Bronx, y tuvo críticas muy favorables en The New York Times.
—En ese momento había otros discípulos de Torres García en Nueva York…
—Aquí ya estaban viviendo Gonzalo Fonseca y Julio Alpuy. Gurvich y su familia se habían ido a Israel porque el papá de Gurvich había fallecido y quería estar una temporada con su madre. Pero para la inauguración de Torres García en el Guggenheim se reunieron todos. Vino Francisco Matto, Augusto Torres y Elsa Andrada. Hay fotos que muestran a todo el grupo. Fue muy lindo. Había una unión muy familiar.
—¿Cuándo abrió su galería en el Soho?
—La fundé en 1993 con una exposición de Matto y después con una de Gurvich. Quería impulsar sobre todo arte latinoamericano. Fue la primera galería que mostró obra del artista argentino León Ferrari en Nueva York. Hicimos exposiciones de temas. El artista argentino César Paternosto hizo una curaduría sobre la influencia del arte precolombino en muchos artistas, tanto norteamericanos como sudamericanos, entre ellos, Matto, que coleccionaba arte precolombino.
—¿Qué está exponiendo ahora en la galería?
—Una muestra con la obra de dos mujeres que se llama La ciudad como musa. Una es Sarah Grilo, artista argentina que vivió muchos años acá en Nueva York y después en Europa. Pintaba óleos inspirada en la ciudad, con grafitis, letras de carteles, números a los que superponía garabatos coloridos. La otra artista es Lydia Buzio, uruguayo-americana, que era mi hermana. Sus cerámicas tuvieron mucho éxito en Estados Unidos. Las dos fallecieron, y ahora abrimos esta exposición que reúne sus obras y realmente se llevan muy bien.
—¿Es realmente única la experiencia del Taller Torres García?
—Fue un taller único en todo sentido. Por la claridad de las obras que produjo y por el modelo que adoptó. Era el modelo de las grandes civilizaciones, como el de los incas, los egipcios, los griegos, que en su mayoría tenían un arte anónimo. En el Taller Torres García se quería emular eso, interesaba el arte del conjunto, no el individual. Por supuesto que con el tiempo cada uno desarrolló su individualidad. Eso es único porque en el siglo XX lo que más se dio fue la individualidad. Otra cosa extraordinaria que vengo diciendo desde hace mucho tiempo es la importancia de la obra mural. La obra mural constructiva uruguaya es tan importante como la mexicana.
—En 1978, en el incendio del Museo de Arte Moderno de Río se perdieron siete murales de Torres García…
—Sí, en total se perdieron 78 obras de Torres García, además de la obra de todo el museo, que tenía una colección muy buena. Por ejemplo, toda la cinemateca, que era una de las mejores del mundo. También se perdió toda una exposición que se llamaba Geometría sensible, uno de los primeros intentos de reunir la obra abstracta y geométrica latinoamericana. Fue terrible. Hice una exposición a los 25 años del incendio y escribí sobre lo que sucedió. Fue la peor catástrofe sufrida por un museo después de la II Guerra Mundial, y podría haberse evitado. Pero a los brasileños se les quemaron dos museos más.
—Antes de llegar a Río, esas obras de Torres se habían expuesto en París, pero una vez que finalizó la muestra no regresaron a Montevideo. ¿Por qué sucedió?
—La exposición fue en 1975, en el Museo de Arte Moderno de la Ville de París, que tenía un director estupendo, Jacques Lassaigne, muy amigo de Augusto Torres, mi cuñado. Ese museo había hecho un acuerdo de intercambio con el Museo Nacional de Artes Plásticas de Uruguay y pidió la obra de Torres. El propio Lassaigne fue a Montevideo y seleccionó las obras con el entonces director del museo (se refiere a Ángel Kalenberg). Una vez terminada la exposición, Lassaigne se comunicó con el director del museo para que se ocupara del traslado de las obras, porque el seguro que había tramitado el gobierno francés expiraba. Los papeles existen porque yo los revisé en el museo de la Ville. Allí están todas las comunicaciones de Lassaigne al director del museo de Uruguay. A esta persona no sé qué le pasó, pero no hizo esos trámites y las obras permanecieron tres años en París. Al final se hizo un acuerdo con el museo de Río de Janeiro que iba a abrir la exposición Geometría sensible y querían tener la obra de Torres García porque era considerado el padre del arte geométrico en Sudamérica. Fue Jornal do Brasil el que pagó el transporte de las obras de París a Río. Después ocurrió el incendio y las obras no estaban aseguradas. Uruguay perdió un patrimonio enorme. Hoy no se puede defender la magnitud del constructivismo uruguayo porque los siete murales de Torres García ya no existen. Ni siquiera quedaron buenas fotos.
—¿Cuál es la importancia de un catálogo razonado?
—Me pareció que había que hacerlo no solo para dar a conocer la obra de Torres García, sino para entenderla, porque se aprende en el mismo proceso de ordenar la obra. Torres García fue un artista muy complejo que abrió un montón de ventanas, de ideas, de caminos. El catálogo está ordenado por fecha, pero no se pudo seguir un orden de ejecución porque Torres no fechaba el día, sino el año. Y al principio no había ninguna fecha. Para iniciar este catálogo me basé en el trabajo que había hecho mi cuñada Ifigenia. Por eso cuando se presentó en el Art Institut de la Universidad de Nueva York hice proyectar una imagen de Ifigenia Torres porque fue ella la que hizo el trabajo preliminar de todas las obras de la familia. Yo empecé a juntar imágenes y datos hace más de 15 años.
—¿Siguen apareciendo piezas de Torres García?
—Su obra está repartida por todo el mundo. Bueno, no sé en la China, pero sí en toda Europa, en Tel Aviv, en muchos países de América Latina, en Estados Unidos. Por eso el trabajo con el catálogo ha sido global. En Francia apareció obra nueva porque él vivió seis años en París. También en la Costa Azul, en Villefranche Sur Mer, encontramos un cuadro que era del médico que atendía a la familia cuando vivieron allí.
—¿Se falsifican muchos Torres García?
—Muchísimos, hay cantidad de falsificación. Por eso también es importante el catálogo razonado, lo que está allí perteneció a Torres, lo demás que aparece hay que analizarlo.
—En el documental Made you look se cuenta que en la galería Knoedler de Nueva York se vendieron durante años obras falsas de artistas famosos. ¿Qué le pareció esa historia?
—Fue un caso único. Que la entonces directora de la galería, Ann Freedman, diga que no sabía que eran obras falsas es increíble. Si te aparece un Jackson Pollock y después otro y otro, hay que desconfiar. Es demasiado bueno para ser cierto. Yo la conozco a Freedman, está en las ferias de arte y saluda a todo el mundo como si nada. También conocí a Glafira Rosales, la intermediaria entre el falsificador y la galería. Una vez me invitaron a dar una conferencia en Sotheby’s y ella estaba. Después venía a mis inauguraciones.
—Lo extraño es que se pasaron muchos controles de verificación de esas obras…
—No hubo nadie que dijera rotundamente: “No, este cuadro no es verdadero”. Recuerdo que hace unos años apareció una familia en New Island que había sido vecina de Pollock y decían que tenían unas obras de él. Pero quien hizo el catálogo razonado, que se llamaba Francis O’Connor, fue contundente y dijo que eran obras falsas. Creo que él falleció, por eso no estuvo en este juicio de la galería Knoedler. A mí me ha pasado de decirles a algunas personas que la obra que tienen no es de Torres García y me dicen: “No me importa, igual me gusta”.
—Se mueven muchos millones de dólares en torno al arte. ¿Cómo se establece el valor de una obra relativamente nueva?
—Ojalá lo supiera. En este momento hay mucho dinero y la gente lo está empezando a gastar en arte. Si estás en el candelero aunque sea por 15 minutos, las obras se pueden pagar a cualquier precio. Desgraciadamente, a mí no me tocó, ni siquiera con el propio Torres, aunque se está cotizando cada vez más arriba. Lento pero seguro.
—El arte contemporáneo ha despertado polémicas y a veces desconcierto. ¿Qué pasa hoy en Nueva York?
—Cerca de mi casa abrió The New Museum, y tiene una exposición sobre el dolor y sobre el duelo. Hay una instalación que es una ambulancia chocada, toda negra, toda quemada. Para mí eso es el naturalismo a ultranza. Ya no es representar una idea que tiene que pasar por la mente, por la emoción y por la mano. Es tomar un objeto y decir: “Esto es arte”. Es lo que hizo Duchamp en 1917 con el urinario. A mí no me satisface y no me interesa. Fui a ver esa exposición y no me conmovió, no me dijo nada. Por otro lado, está habiendo mucho interés en la pintura y muchos artistas se vuelcan a la pintura figurativa. El problema es que en las academias se dejó de enseñar a dibujar, entonces el oficio de pintor se está perdiendo. Esa es otra de las cosas extraordinarias de Torres García, que enseñaba a dibujar y a pintar, pero sin los defectos de la academia. Lo que estoy viendo ahora es que toda la pintura figurativa es superacadémica. Pero siempre aparece el artista, nunca voy a decir que ya no pasa nada.
Vida Cultural
2021-06-02T22:43:00
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