Ábrete, sésamo

Ábrete, sésamo

La columna de Mercedes Rosende

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Nº 2124 - 27 de Mayo al 2 de Junio de 2021

La imagen amenaza con volverse icónica: un joven migrante subsahariano llora con desesperación y se abraza a una voluntaria de la Cruz Roja. Leo que las fotos y el video fueron tomados en la reciente llegada de ilegales a Ceuta que, con Melilla, son las dos ciudades españolas del norte de África. Fronterizas con Marruecos y sobre el Mediterráneo, son los únicos puntos de contacto terrestre de este continente con la Unión Europea. No es difícil suponer el resto, la atracción de tanta gente que llega impulsada por necesidades económicas, huyendo de conflictos armados, escapando a persecuciones. Todos con la esperanza de que se abran las puertas del paraíso.

Entre el 17 y el 18 de mayo Ceuta vivió la mayor entrada de migrantes de la historia de España: alrededor de 9.000 (entre ellos 1.500 menores, muchos de ellos solos) llegaron en un par de días al enclave español. Las entradas comenzaron en la madrugada del 17, cuando cientos de personas comenzaron a cruzar la frontera, a pie o a nado, aferrados a salvavidas o en botes de goma, incluso a pie aprovechando la bajante de la marea. Un acontecimiento inédito, un éxodo sin precedentes, y todo ante la pasividad o hasta la indiferencia de las autoridades fronterizas de Marruecos, que son las encargadas del control.

¿Cómo sucedió ese sorpresivo “ábrete, sésamo”? El pico de llegadas es “favorecido por una evidente relajación del control de los agentes alauíes (marroquíes)”, publicó eldiario.es. “La llegada se produjo sin que las autoridades marroquíes opusieran ninguna resistencia”, informó El País. Las suspicacias de los medios parecen coincidir con una nueva escalada de tensión diplomática entre Rabat y Madrid, y todo gira en torno a un nombre: Brahim Ghali.

¿Quién es Ghali y qué tiene que ver con la masiva oleada migratoria?

Para llegar al fondo debemos ir atrás en el tiempo. El 14 de noviembre de 2020 Brahim Ghali, secretario general del Frente Polisario y presidente de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), declaró el estado de guerra a Marruecos y puso fin a tres décadas de alto el fuego entre su país y el reino de Mohamed VI. Se reactivaba así el conflicto por el Sahara Occidental, un territorio de casi 270.000 kilómetros cuadrados, principalmente de arena y piedra, escasamente poblado. La RASD es una antigua colonia española controlada parcialmente por Rabat, y reivindicada por los independentistas del Frente Polisario, una disputa que se remonta a la década de los 70. El 23 de abril se supo que presidente Ghali se encontraba hospitalizado en España “por razones estrictamente humanitarias”, según informó el Ministerio de Asuntos Exteriores del país.

El reino alauí consideró el gesto como una decisión “premeditada” y tomada “a espaldas de un socio y vecino”, y su diplomacia no tardó en amenazar con represalias. ¿A qué represalias se refería? El gobierno de Marruecos, como Erdogan en Turquía, parece estar blandiendo el arma migratoria para hacer presión sobre España y sobre Europa. Es simple y eficaz: se amenaza con relajar la vigilancia fronteriza, y la inmigración se convierte así en una herramienta para avanzar en sus intereses políticos. Una manera como cualquier otra de mostrar los dientes.

Pedro Sánchez, el presidente del gobierno español, envió un mensaje a la ciudad: “Mi prioridad en este momento es devolver la normalidad a Ceuta. Sus ciudadanos y ciudadanas deben saber que cuentan con el apoyo absoluto del gobierno de España y la máxima firmeza para velar por su seguridad y defender su integridad como parte del país ante cualquier desafío”. El ministro del Interior español, Fernando Grande-Marlaska, dijo: “Ceuta es tan España como Madrid o Barcelona. Vamos a ser contundentes en la defensa de nuestras fronteras. Igual de beligerantes vamos a ser en la defensa de nuestras fronteras como en luchar contra los discursos de odio”.

En el fondo de todo este lío se encuentra una política de la Unión Europea que ya tiene dos décadas: la “externalización” del control migratorio. Se trata de desplazar la frontera lejos del propio territorio, y está basada en acuerdos de colaboración con Marruecos y con otros estados. A cambio de ayudas económicas o inversiones, la Unión Europea delega el control fronterizo, o sea, el trabajo sucio de lidiar con el flujo de migrantes y con su repatriación, a menudo de maneras que en Europa son ilegales.

Ellos son los peones en este ajedrez maquiavélico. De los 9.000 migrantes llegados, unos 7.500 ya han sido expulsados a Marruecos gracias a un acuerdo alcanzado entre los dos países. Las cifras son del Ministerio del Interior español, que no da detalles sobre los procedimientos legales que habrían seguido esas devoluciones, especialmente en lo referido a menores no acompañados. Porque aún quedan cientos de niños y adolescentes solos, algunos acogidos por las autoridades en módulos prefabricados o en un polideportivo sin colchones y sin duchas, muchos deambulando por las calles y en las playas, sin dinero ni comida.

“Tengo quince años y vengo de Guinea Conacry. Allí no tenemos para comer, no tenemos nada”, dice uno de ellos, entrevistado en un canal de televisión. Mounir, de 13 años, vino solo de Tánger y es otro de los que, aferrados a la reja del puerto, ve salir el ferry rumbo al destino soñado. “Quiero llegar a una buena ciudad, aprender el idioma, aprender un oficio y trabajar”, dice en lengua dariya. Porque mientras Marruecos y España hacen su juego de diplomacia ellos, los que esperan el ábrete sésamo, los que miran hacia el único paraíso posible, resultan ser los verdaderos rehenes de esta situación. Son los que no tienen nada para perder en este juego.