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Una asfixiante tarde de verano no fue obstáculo para que la Sala Eduardo Fabini se viera repleta de público el martes 30 de diciembre con motivo de la Gala Lírica con que la Orquesta Juvenil del Sobre despedía el año 2014. Esta joven formación se ha ganado merecidamente un auditorio diferente al habitual de las salas de concierto. Lo integran en parte familiares y amigos de los músicos pero también aficionados que siguen a la orquesta y disfrutan sus programas.
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Los tres cantantes convocados eran uruguayos. La mezzosoprano Clementina Moreira tuvo un aceptable desempeño en el aria Voi che sapete de Las bodas de Fígaro, de Mozart. Cerró su parte con el tango Naranjo en flor, de Homero y Virgilio Expósito. Un momento desafortunado, ya que el tango con orquesta sinfónica es mejor salteárselo. Más aún si, como en el caso, el arreglo para orquesta carece de alma tanguera y la cantante no está cómoda porque oscila entre arrimarse con su fraseo a ese espíritu pero el arreglo y la orquesta no congenian con ese estilo.
Los otros dos cantantes eran el matrimonio de la soprano María Antúnez y el tenor Martín Nusspaumer. Antúnez tiene una voz privilegiada, con emisión pareja, agudos maravillosos, un timbre de gran belleza y una zona grave que la acerca a una mezzo. Muy correcta aunque sin llegar a levantar vuelo alto en el aria Si, mi chiamano Mimí de La Boheme, de Puccini, se la vio más cómoda en el repertorio español (Las hijas de Zebedeo, de Ruperto Chapí, y El gato Montés, de Manuel Penella Moreno). Es curioso que una cantante con este prodigioso instrumento vocal carezca de una dicción aceptable. La verdad es que no se le entiende ni siquiera el castellano. Si corrige este aspecto, que es tan vital como todo el resto que ya tiene, estaremos frente a otra estrella compatriota.
Martín Nusspaumer hizo gala de gran seguridad y expresividad en el aria No puede ser de La tabernera del puerto, de Pablo Sorozábal, con lindísimas notas graves, y logró una excelente Granada, de Agustín Lara, pese a que por momentos los más de cien músicos la taparon un poco.
Ariel Britos, con su joven orquesta, tuvo varias oportunidades de lucimiento. La obertura de Las bodas de Fígaro, de Mozart, fue tomada a un tiempo algo impiadoso, donde el apuro conspiró por momentos contra la claridad. En cambio hizo frasear con intensidad a las cuerdas y abordó muy bien los contrastes y cambios de ritmo de la Danza Bachanalle, de Saint Saëns, hizo una lectura estimulante y muy en la vena hispánica del Intermedio de Las bodas de Luis Alonso, de Gerónimo Giménez, y consiguió su mejor momento en el Danzón Nº2 del mejicano Arturo Márquez, con derroche de color y ritmo bien controlado. En algunos pasajes, Britos muestra cierta falta de control en el balance dinámico de los diferentes sectores de la orquesta, lo que hace más borrosa la claridad del discurso.
Pero vayamos a otros aspectos que entendemos de medular importancia. La iluminación del escenario durante la función formó parte del espectáculo, y para ser sincero, estética y funcionalmente fue un punto más en contra que a favor. Cuando la orquesta ingresó no había una iluminación blanca y uniforme para todo el escenario, como es habitual en los conciertos. El escenario estaba en una semipenumbra y lo único con iluminación directa eran los atriles del director y los músicos. Hasta aquí el efecto de ese contraste era excelente y uno presume que, de haber seguido así, habría contribuido a una atmósfera más agradable en lo visual y de mayor concentración para músicos y audiencia. Pero ocurrió que a medida que el programa avanzaba, la iluminación —salvo los atriles— fue cambiando de colores y de intensidad, transformándose así en un elemento de distracción que nada agregó al espectáculo musical.
En esta línea de innovación, se realizó mediante un sistema de teleconferencia en conexión con la Explanada Municipal de Montevideo y la participación del Coro Juvenil Ayre, bajo la dirección del Mtro. Víctor Mederos, la Oda a la Alegría de la 9ª Sinfonía de Beethoven, cantada en español y con la letra en pantalla para que el público se uniera al canto. En lo técnico la experiencia fue fallida, pues se vio al coro en la pantalla pero no se lo escuchó. Pero lo más grave no fue esto, sino el arreglo —desconocemos de quién— que modificó de manera infeliz la parte inicial de orquesta antes de que empezara el canto.
Las dos cuestiones antes comentadas —la iluminación y la alteración de la partitura de Beethoven— parecen formar parte de una desafortunada política que hemos visto en otros tiempos y lugares, con que se pretende popularizar, alivianar y acercar el mundo por lo general adusto de la música clásica a un público más joven, masivo, popular, menos formal y acartonado. Es evidente que este no es el camino adecuado. Lo razonable y deseable es dejar quietas las luces, respetar las partituras, hacer bien la música y en todo caso agregar una labor informativa y esclarecedora de difusión, con breves y sencillas explicaciones previas de lo que se va a escuchar, ubicando al compositor y a la obra en su contexto histórico y estético. Del resto se encargará la música sola, que es de por si un lenguaje con potencia suficiente para llegar al alma humana, sin necesidad de elementos exógenos y mucho menos de irrespeto a lo escrito por su autor.
Digamos también, ante todo lo negativo que se señala, que resultó una bienvenida muestra de espontaneidad, de espíritu lúdico y de profesionalismo musical el Mambo del cubano Dámaso Pérez Prado, realizado fuera de programa, con el que los jóvenes músicos aflojaron su tensión, se divirtieron entre ellos y llenaron de humor y música a un teatro al que solo le faltó bailar.