El comienzo de Tu sueño imperios han sido (Anagrama, 2022) es tan gracioso como repugnante. El pobre Jazmín Caldera, capitán de la comitiva de Herán Cortés que entra en Tenoxtitlan, está muerto de hambre frente a una sopa que huele delicioso. Pero quienes no huelen nada bien son los dos sacerdotes indígenas sentados a su lado. “El primero llevaba por capa la piel, ya renegrida por la pudrición, de un guerrero sacrificado hacía quién sabe cuánto. El segundo tenía la greña, que no se había cortado ni lavado desde su profesión en el templo, charpeada por lustros de sangre sacrificial”. Difícil soportar ese tufo, pero la cena es un agasajo de la princesa, hermana y esposa del emperador Moctezuma, y debe probar la sopa. Este comienzo marca el tono irreverente de esta novela de Álvaro Enrigue (México, 1969) que gira en torno al encuentro que mantuvieron Moctezuma y Cortés el 8 de noviembre de 1519, que marcó la caída de Tenoxtitlan. A Enrigue le llama la atención que la hayan tomado como una novela histórica, porque para él es una novela psicodélica en la que Moctezuma consume hongos y los traductores traducen lo que se les ocurre. La suya es una posible visión de la historia que, de todas formas, se apoya en documentos reales. Periodista y profesor especializado en literatura de los siglos XVI y XVII en Hofstra University, Nueva York, Enrigue ganó en 2013 el premio Herralde de Novela con Muerte súbita, en la que también hay un encuentro de una dupla histórica, aunque sus protagonistas son artistas: el poeta Quevedo y el pintor Caravaggio. Ambos juegan una partida de tenis en 1599 en tres sets. Por allí andan los cabellos de Ana Bolena, recientemente decapitada, con que rellenan alguna pelota de tenis muy codiciada. Enrigue le saca jugo a la historia, juega con los documentos y se divierte. Su última novela, que presentó en la Biblioteca Nacional y en el MACA de Manantiales, está llena de aromas, de comidas y de frases que retumban: “La autoridad, en México, siempre ha emanado del chancletazo”, es una de ellas. Sobre esta novela y su trayectoria, Enrigue mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.
—Sí y no. Por supuesto que siempre el estándar ideal sería tener un diálogo continental y que los libros fluyan de un país a otro, pero por otro lado, tampoco me parece importante ser leído en Uruguay. Hace años, me tocó vivir la ilusión de que publicar en España implicaba una difusión general en la lengua, lo cual nunca fue cierto. Eso generó una expectativa un poco ridícula en mi generación. Nos sentíamos con derecho a ser leídos, pero uno gana lector por lector, y hay libros que se leen en unos lugares y en otros no. Mis expectativas cuando empecé a escribir en los años 90 en la Ciudad de México eran publicar en una editorial mexicana. No pensaba ni siquiera ir a la Feria de Guadalajara. Creo que esa era una postura mucho más sana. Lo otro es hacer el ridículo en redes sociales, pasarte la vida en aviones. Con la pandemia eso un poco bajó, pero hubo un momento en que el reconocimiento literario no se jugaba en la calidad literaria, sino en las millas en tus tarjetas de vuelo. Una persona que escribe es solo una persona que escribe.
—En mi generación teníamos un camino claro: escribías en periódicos, de allí te movías a las revistas y de ahí a las editoriales. Creo que ahora es más difícil, no hay rutas marcadas, o por lo menos yo no las veo. Creo que el periodismo produce una disciplina. Te sientas y escribes porque el periódico cierra a tal hora. Eso produce una disciplina que para un escritor es buenísima. Yo había empezado a reseñar libros a los 20 años, cuando ni siquiera sabía qué era una reseña. Empecé en un periódico muy chiquito y tuve la ventaja de que leía en inglés. En ese México muy provinciano, muy aislado, que estaba muy lejos de todo, yo no solo leía novelas en inglés, sino que tenía una novia gringa, entonces iba a Estados Unidos y compraba novedades. Eso me permitió tener espacio y los viernes escribía sobre literatura norteamericana contemporánea. Ahora es todo muy accesible, pero no en ese momento.
—Trabajaste en Vuelta, la revista fundada por Octavio Paz, ¿llegaste a conocerlo?
—Era muy joven cuando llegué a la revista y nunca entendí bien por qué se dio (se ríe). A partir de mi experiencia en el periódico, me llamaron de Vuelta y comencé a escribir sobre autores en español. La figura de Octavio Paz me producía terror. Lo conocí socialmente, pero no me atrevía a hablar con él. Era premio Nobel y ese era un mundo muy vertical, tremendamente jerárquico y tremendamente falocéntrico. Eso ha mejorado mucho, Internet ha ayudado a que se disperse el poder editorial, pero en ese momento había dos o tres voces y trabajabas para ellas. Ahora me pegaría contra la pared por no acercarme a Octavio Paz, pero es que era como estar frente a un monumento, me moría de miedo. Vengo de una clase media catolicona, que no se esperaba de mí que fuera escritor y profesor. Entonces no tenía las herramientas para moverme en ese mundo que me fascinaba y que tuve la buena fortuna de integrar de muy joven. Para mí, fue un momento interesantísimo, y yo no era consciente de la buena fortuna que tenía.
—¿Octavio Paz tuvo peso en tus lecturas y en tu escritura?
—Para mí, fue importantísimo como maestro, pero también como enemigo, aunque suene extraño ser su enemigo. Es una figura con la que sigo discutiendo. Admiro muchísimo su prosa y algunos de sus poemas me siguen encantando, pero sobre todo es una persona con la que no estoy de acuerdo. Ahora yo tengo la edad que él tenía cuando escribió el libro sobre Sor Juana, y ahora soy el profesor de una universidad en la que enseño Sor Juana. Las trampas de la fe es un libro fundamental para mi curso, con el que discutimos todo el semestre. No estoy de acuerdo con la visión económica de Paz, ni en cómo veía las diferencias entre católicos y protestantes, y su lectura de Max Weber me parece torpe. Pero Las trampas de la fe lo sigo leyendo cada tres años. Aún en la discrepancia, don Octavio sigue siendo una piedra fundamental y su prosa sigue siendo difícil de ignorar. Es como Ortega y Gasset, como Borges, como Reyes. Era un prosista extraordinario y hay mucho que aprender de él, o hay mucho para mí.
—Diste talleres de escritura narrativa. ¿Se puede formar escritores en talleres?
—Como soy escritor, en la universidad me obligan a dar talleres y yo lo disfruto. Pero soy profesor del siglo XVI y XVII, soy el que doy Cervantes, Sor Juana, Quevedo, Góngora. También doy talleres de escritura pero no es el centro. Creo que no se puede formar escritores en talleres. Lo que he aprendido a hacer con los años es que estudiantes que tienen un español operativo, después de cuatro meses puedan escribir en un español competitivo. Pero la literatura es otra cosa. En los talleres hago muchas cosas asociadas a la cultura. Tengo un programa, que creo que es el único que me ha salido bien, con inmigrantes indocumentados que llegaron a Estados Unidos cuando niños (dreamers). Por lo tanto, son culturalmente estadounidenses, pero no tienen patria. Empecé a dar un taller un poco pensando en lo que hablábamos antes, en la banalidad de los escritores y en hacer algo que sirviera. Fue un trabajo de cuatro meses con estos chicos. Tuvimos que conseguir traductores porque pensamos que iban a ser puros mexicanos y hondureños, la población latina joven de Nueva York, pero en la primera camada había un montón de Jamaica, de África, una ucraniana, una rusa, entonces lo empezamos a hacer en inglés. Ese tallercito que empezó como un juego tiene ahora una facultad con cinco profesoras y dos profesores, que damos un taller en cada barrio de Nueva York. No sé si en ese espacio estamos formando a los escritores del futuro, pero lo que sé es que personas que llegan con una confusión identitaria muy grande salen de ahí pensando que tal vez tienen una voz. Una de mis graduadas es una colaboradora constante de la radio pública, otra ganó un premio de teatro, otra es una figura importante en el circuito de poesía. Esas escritoras han sido exitosas, pero el día que llegaron se veía que lo iban a ser. No se parece en nada a una escuela de escritores. Los talleres no sirven para producir a un Cormac McCarthy.

—Una de las características de tu literatura es la ironía y el humor negro, es raro encontrarlo en un académico. ¿De dónde viene esa faceta?
—Me parece que es la única defensa que tenemos frente a los malos, que son los que siempre están en el poder. Hasta cuando son los buenos se vuelven malos. Por otra parte, vengo de una familia muy numerosa de Jalisco en la que contar una buena historia es muy importante. La familia se juntaba a menudo en casa de los abuelos en torno a una mesa muy grande, que incluía gente de ochenta años hasta niños de seis o siete y contábamos historias. Ganaba quien fuera capaz de llamar la atención con su relato y capaz de hacer reír a los demás. Siempre he tenido esa pulsión. Viví bajo una dictadura nacional revolucionaria, palabras que suenan muy lindas, pero si la viviste no es tan lindo. Era un mundo de grandes monumentos. Leíamos a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, a los escritores del boom, pero venerábamos a Jorge Ibargüengoitia, que se reía de todos ellos. Me parece que eso está por todos lados en la literatura mexicana. Ahora ya no es irreverente la ironía, sino una tradición, pero en esos momentos fue desafiante.
—En Tu sueño imperios han sido, tratás con humor a figuras históricas mexicanas. ¿Recibiste algún cuestionamiento por reírte de Moctezuma, por ejemplo?
—Cuando estás escribiendo una novela, no estás complaciendo a nadie. No estás negociando con la derecha o con la izquierda. Escribir una novela es dificilísimo, es absorbente, y esas preocupaciones, por lo menos a mí, no me llegan. Si me cancelan, venga, si no me cancelan, venga. En esta novela hice lo que he hecho toda mi vida: acercarme de manera muy lúdica y con muy poco respeto a un archivo histórico muy respetable. Lo que quieras que seas en el mundo contemporáneo, lo que quieras que seas y donde seas, eres producto de ese encuentro ente Cortés y Moctezuma. Es el estallido mismo de la modernidad. A partir de lo que sucedió el 8 de noviembre de 1519, el mundo se volvió global, multirracial. Dicho esto, estaba escribiendo una novela, no un tratado, no un programa político, no quería caerle bien a nadie. Entonces imaginé a dos señores, uno de 50 años y otro de 40, en una situación que pudiera producir confusiones divertidas que, por supuesto, proponen una lectura política. Siempre la vi como una novela lúdica o fantástica, nunca pensé que nadie la fuera a leer como novela histórica. Definitivamente histórica no es, pero sí es una novela que está muy bien investigada, por eso es difícil que tirios o troyanos se metan con ella porque lo histórico es histórico. Es decir, Moctezuma no escuchaba a T. Rex, la banda glam británica, pero todo lo demás era así. Soy profesor de ese período y juego con ventaja. No hago más que leer sobre siglo XVI y XVII, pero escribo una novela sobre un emperador que está todo el tiempo drogadísimo, que no entiende nada y los traductores tienen su propia agenda. Creo que realmente es algo de lo que pasó, nadie entendió nada hasta muchos años después. Es una novela psicodélica, bastante fantástica, está más cerca de Borges que de los cronistas de Indias, pero la recepción en México es de una seriedad asombrosa. Me divertí mucho con Moctezuma, nunca creí que iba a tener un personaje tan bueno.
—¿Por qué ese encuentro entre Moctezuma y Cortés fue tan fundamental para entender lo que sucedió después?
—Fue una carambola que cambió la historia para siempre. Por ejemplo, hace que nosotros estemos hablando ahora en español, y esa es la mínima transformación que produjo. Ese encuentro abrió el comercio entre China y Europa, lo que había en el medio era Tenoxtitlan, si caía la ciudad, podía haber un comercio fluido. Las connotaciones son infinitas. Por primera vez se usa tecnología y las lenguas europeas fuera de Europa. Julio César intentó conquistar India y no pudo, y estos españoles tontos y perdidos van y ganan. Después de la conquista de México, se inventa el telescopio y el microscopio, se escribe el Quijote y Hamlet, y Caravaggio crea el claroscuro. Es ese el momento justo y a mí me interesa asediar ese momento. Por otro lado, no podemos seguir tratando a la población originaria como víctimas, no me parece que esté bien. En México las culturas indígenas están vivas y son tan influyentes como las culturas europeas. Esa discusión no se ha terminado y tomar la postura de que los indígenas eran los buenitos es otra forma de borrar el presente.
—Al comienzo de la novela hay una carta a la editora en la que mostrás preocupación por la sonoridad de la traducción del náhuatl al español. ¿Fue real esa carta o su contenido?
—La carta fue un 80 % real, pero es parte de la novela. Hay que pensar que el náhuatl se empezó a escribir en caracteres latinos en el siglo XVI. Como sucede en el francés y en menor medida en el inglés, esa ortografía permanece. Hoy la posible candidata presidencial mexicana de los grupos más conservadores, que tiene sangre indígena, se llama Xóchitl Gálvez. Xóchitl es un nombre precioso, quiere decir “flor”, todo el mundo puede decirlo, pero lo ves escrito y es difícil leerlo. Entonces pensé que hay que hacer un esfuerzo para hacer accesible y pronunciable ese mundo que se tiende a rechazar por la complicación y proliferación de z, x, l, h, la falta de r.
—¿Cómo es hacer “hablar” a los documentos históricos?
—Esos documentos se leen distinto como escritor que como profesor. Son maravillosos como testimonio de personas que encontraron un mundo alucinante que no entendían, y también están plagados de mentiras. Los españoles que llegaron tenían como modelo las novelas de caballería. Bernal Díaz del Castillo lo dice sobre la noche anterior a la entrada a la ciudad: “Veíamos esa ciudad y lo único que teníamos para entenderla era el Amadís de Gaula que habíamos leído en toda la campaña”. Por otro lado, está el hecho de que no fueran bandidos, más bien eran un grupo de accionistas que pusieron dinero. Esa idea de que eran presos es equivocada. Era gente con cierta educación. También es cierto que estaban rompiendo la ley. Entonces está lleno de mentiras y encubrimientos. Cortés pasó su vida en la Corte. Te puedes divertir como loco con esto, es muy lindo enseñarlo, más divertido escribirlo.