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Una noche salió a comprar pizza para cenar con su esposa. Volvió varios días después. En la pizzería se encontró con el Chango Pintos Saldanha, mítico jugador tricolor de la década de los 80. Ya jugaba en primera y él era un pibe que empezaba a surgir. Tenían una amistad a prueba de borracheras. Tomaron una, tomaron otra, siguieron tomando. A los días aparecieron en la casa del Chango, también casado. Desde la ventana, su mujer lo increpó, le dijo de todo, lo echó. El Chango explicó que lo habían raptado los marcianos. Y agregó: “Y me dijeron que si vos me retabas, me llevaban de vuelta”. Tremenda anécdota. La cuenta Fabián O’Neill y es de las pocas que lo incluyen como actor secundario. En las otras, retrata crudamente su peripecia, su vida, su trayecto como futbolista y mejor amigo. Y sus grandes borracheras. Con humor, picardía y una mirada descarnada que envuelve al espectador en un vaivén imposible, entre la vida y el lado oscuro. Detrás de la pantalla, la imagen de la decadencia a la que puede llegar un ser humano, despeñándose desde una altura difícil de concebir para cualquier uruguayo que lo disfrutó como futbolista exquisito y apenas pudo percibir el nivel al que había llegado en su carrera. Una carrera más breve de lo que podría haber tenido pero que bastó para encumbrarlo y dejarle unos diez millones de dólares. Diez, dice en el libro. Quizás más. Diez que ya se patinó, entre asados, copas, mujeres y atardeceres de borracheras proverbiales en Paso de los Toros. Bien patinado, dirán algunos.
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Y ahí está la tremenda cachetada que pega este libro. Desde la lectura amena, entretenida, los periodistas se las arreglan para dejar un rastro de tropezones al alma, algunas marcas ineludibles sobre el ser humano, la búsqueda de la felicidad, la carrera por el dinero y el éxito fácil, la angustia de ser y la trampa de vivir como si uno fuera otro. Una radiografía del ser nacional, sin juegos de palabras. En cierta forma, todos somos O’Neill, con o sin adicción, con o sin cantina en Paso de los Toros, con o sin pasado de abandonos. Somos en sus avivadas, en su manera de valorar lo invalorable, en su mediocre aspiración a no ser nada más que un borracho en una cantina, en el culto a la amistad, en los asados. “Pará”, puede decir O’Neill a esta reflexión. “A mí siempre me gustó chupar y estar con los amigos”. Es su vida, al fin de cuentas. Pero en algún punto, la de todos.
No le importa morir. Al menos, eso declara a quien lo quiera escuchar nota tras nota, luego de la aparición del libro Hasta la última gota (Editorial Sudamericana), notable título para una excelente versión periodística de Federico Castillo y Horacio Varoli sobre el ascenso y caída de un ídolo. Un libro equilibrado, bien escrito, lleno de anécdotas interesantes. Tal vez por el personaje y su contexto, un pueblo del interior, aburrido como tantos, cargado de historias como la de O’Neill, su famoso hijo pródigo.
No le tiene miedo a la muerte. O peor, a morir tomando. Los médicos ya se lo advirtieron y él sigue. Tiene fecha o poco tiempo para la recta final. Impresiona, pero lo dice sin retoques y deja sin palabras a cualquier interlocutor. Se lo advierten su actual esposa, sus hijos, sus pocos afectos sinceros. No escucha. Es alcohólico, consciente de su destrucción, que justifica con un simple “es lo que me hace feliz”. Estuvo 48 días sin probar una gota, algo que se anuncia en el libro: “Tengo 39 años y ya llevo 30 tomando. Es momento de parar”. Pero volvió y tomó “48 días seguidos”. Es un personaje de enorme carisma, capaz de sorprender al más pintado con sus salidas ingeniosas, sus frases fuertes, su desfachatez y sinceridad brutal, a prueba de todo. O casi todo. “Conté un cuarenta por ciento de lo que podría contar, si hablo, quemo a un pueblo”.
Su discurso es de boliche, entre pícaro y rústico, elemental. Pero algo tiene que seduce. Al mismo tiempo, es un ser humano patético, rodeado de gente que mantuvo a fuerza de pagar asados, amigos del trago que un día contarán que conocían al ídolo. Vive en Paso de los Toros, a pocos metros de la cantina donde desayuna cerveza todos los días. Es el club de sus amores, allí dejó parte de su fortuna. Allí, con mujeres, con asados pantagruélicos en el campo, con festicholas interminables. También ayudando. En esa cantina se enfrenta todos los días a los recuerdos desplegados en recortes de diarios que hablan de sus hazañas. Y a otros, como los que cuenta en el libro. Historias de fútbol como las apuestas que hacía sobre la cantidad de “caños” que le iba a hacer a Nicolás Rotundo o al italiano Genaro Gatusso, rústico y temible victimario de futbolistas sudacas. Se los hizo. O las escapadas de la concentración para “chupar, chupar y chupar”. Y están las otras, las que cuentan que cazaba pájaros en la Cerdeña, en una zona residencial. Les hacía una trampa con pegamento en una ramita al lado de un charco de agua. Alguno llegaba y quedaba pegado a la rama.
Es Fabián O’Neill, gran futbolista uruguayo, jugador de Nacional, selecciones uruguayas, Cagliari y Juventus de Italia, donde ganaba 140.000 dólares por mes. A Juventus llegó como el sucesor de Zinedine Zidane. Y se fue con problemas, como otras veces. Parte de esta historia trágica, en el mejor sentido del término, O’Neill la cuenta en el libro. Parece una novela. Tan increíbles suenan a veces las anécdotas.
No es un libro más, como los que se escriben de apuro porque el protagonista es conocido y, a veces, interesante. Es un libro a un personaje que importa como persona, no como ejemplo. Seguramente porque incomoda, pone al lector en un punto complicado, doloroso. Siempre desde la simpleza de la escritura, la anécdota o la descripción con pocos rasgos. Construido sobre historias descacharrantes, con el folclore típico de un personaje especial, con un vínculo muy particular con el dinero y la fama, desarraigado de un pequeño paraíso personal a un desorbitado mundo de poder y gloria que el protagonista nunca aceptó del todo o nunca terminó de integrar. La madre lo entregó a su abuela porque no podía darle de comer. Un desarraigo amoroso que incluye dormir en la cama con la abuela hasta la adolescencia.
A los nueve años empezó a tomar, a hacer mandados a las putas del quilombo, a ganarse unos pesos en la calle y en la timba. Le tocaba subir la bandera en el colegio de monjas y la subía al revés porque llegaba con resaca. Se crió en la noche a la sombra de todas las matufias posibles. Pero también fue a la escuela, aprendió un oficio y jugó al fútbol como nadie. A los 13 años ya era famoso por su talento, que combatía fervorosamente con descontroladas borracheras. Por un tiempo ganó el genio y llegó a Nacional y al mundo, por su clase para jugar al fútbol.
De Nacional se escapaba para volver a Paso de los Toros. Una y otra vez. A veces se llevaba amigos robados a la concentración del Parque Central y pasaban días en la casa de su abuela, acostándose vestidos para levantarse y salir a recorrer boliches. Por momentos, la borrachera, la fiesta, la picardía, el paraíso perdido de Paso de los Toros, donde volvía continuamente, cuando podía y cuando se le antojaba. Llegaba y pagaba todo y se convertía en el rey del pueblo, algo que no precisaba, que ya tenía y que tal vez no valoraba por su adicción destructiva. No precisaba, además, porque la gente lo quería, desde chico. Todos los testimonios del libro insisten en una frase categórica: “Bueno para los demás, malo para él”. Por momentos, el bufón, capaz de desnudarse arriba de la mesa al ritmo interminable del alcohol y los dólares. Hasta que la mesa empieza a moverse peligrosamente y pierde el equilibrio.
“Hasta la última gota”, de Federico Castillo y Horacio Varoli. Editorial Sudamericana, 2013, 205 páginas. Precio: 390 pesos.