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A las tres de la tarde del sábado, la galería está vacía. La gente en Punta del Este está en otras actividades menos exigentes. No es la hora para mirar arte, aunque parece apropiada para disfrutar tranquilamente de una experiencia estética impactante. Un espacio abierto, luminoso, de cara a la Avenida Roosevelt y lejos del amontonamiento exasperante de enero. La soledad es buena compañía para disfrutar de una muestra que zafa de la estridencia, se aplaca suavemente en tonos de grises y negros sobre la superficie a veces descubierta del blanco. Una obra que a primera vista parece amable, con la suavidad de los colores livianos que aparecen en alguno de los cuadros, pero dominada por el Trazo Fino del lápiz, como un dibujo que recorre libremente superficies o territorios sin objetivo demasiado definido, salvo el de trabajar sobre la propia estructura interna del cuadro. Son trazos de dibujos como el de un niño que va y viene por los mismos caminos, una y otra vez, crea un borrón y empieza de nuevo en otra parte.
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Para decirlo groseramente, parece una obra en borrador de otra construida a pocos pasos, un poco antes o después, entre estas estaciones donde el artista lleva a otro campo su tránsito por materiales básicos como el lápiz o la tinta, más o menos definida, más o menos aguada. Pero lejos está de ser el borrador, y muy lejos quedó ese posible mundo al que alude la materia, la expresión más pura y suelta del dibujo o la mancha de tinta. A golpe de vista, es como si uno se enfrentara a rastros de un proceso de muchas y muy complejas construcciones. Rastros bellísimos, exigentes, de algo que parece ser y no es, de imágenes que se ofrecen abiertas y movedizas, tanto que uno puede procesar muchas y muy diversas visiones.
Aunque uno no sepa, es evidente que esta obra de dimensiones importantes está hecha por alguien que pasó por el dibujo y desde allí remontó al intenso y complejo mundo de la pintura. O viajó incesantemente entre ambas. Sin abandonarlo, obviamente. Aparece la composición pictórica, la estructura, la construcción que parte de expresiones autónomas y levanta un completo mundo de imágenes en un conjunto visualmente compacto. Son los tonos además, los grises y negros, suaves deslices del instrumento que engarza la fineza con la potencia desatada de alguna mancha. Puede ser la misma obra. Son doce cuadros que cuelgan de las paredes luminosas de la galería Xippas en Punta del Este. Pero parece el mismo, o mejor, la misma trama o tejido, con las variaciones mínimas de una sutileza exasperante. Pero es así, y en eso radica la belleza de cada uno de los cuadros de Eduardo Stupía (Buenos Aires 1951), uno de los artistas más significativos del arte argentino contemporáneo.
Como un remolino. De líneas, de manchas, de sugerencias. Como si una tormenta removiera los livianos papeles del artista, como un paisaje desajustado por el misterio cautivante del movimiento. Como si muchos intentos u obras, dejaran finalmente al descubierto una composición desparramada por el caos, un pasaje a otro lado, al mundo donde la expresión es pura cuestión de líneas y borrones y manchas. Es una lectura posible. Hay otras que pueden ir más allá del artista que en algún momento dibujó cómics o se apasionó con el mundo inagotable del detalle, del dibujo de personajes pequeños, concentrado, al que había que mirar muy cerca y con extremo detenimiento. Hay otras que pasan por múltiples influencias actuales.
Dicen los artistas como Stupía que en realidad el dibujo escapa muchas veces a la voluntad. “Lo que dibuja es la mano” ha dicho el propio artista. Esa es la sensación más evidente de esta obra de reciente elaboración. Parece que el artista finalmente, o al menos en un punto más extremo deja que su mano o la inspiración de su mano lleve el rumbo, como un niño, como un ser despojado de compromisos conceptuales o con su conciencia. Sin llegar al “dibujo automático”, la madurez de Stupía refleja un lugar nuevo y de invalorable aporte artístico.
De los doce cuadros hay dos más pequeños y oscuros, a pura tinta como un bosque de insinuaciones densas, cargadas. Es lo que abre la perspectiva a este camino entre líneas del resto de sus trabajos. Ofrece un tránsito de la oscuridad a una obra de apariencia más amable. Porque está la otra perspectiva, la del detalle, la de la mirada en profundidad ante cada uno de esos breves remolinos, trazos entrecortados. Allí puede verse la firmeza de la estructura en mundos ínfimos, a puro lápiz. Otra interpretación, tal vez más convincente, es la novedad que surge de la autonomía y el vínculo entre las partes de ese juego inagotable de movimientos. Interminables figuras que apelan al desconcierto, a la imaginación, a la fantasía. Una casita, un bosque o un impreciso e indescifrable universo de personajes. Pura fantasía. Poco importa la necesidad de imponer una razón de existir a un simple trazo. Por eso funcionan como sugerencias de otra cosa, más que de una impronta específica de un tiempo y espacio posibles. No hay que identificar, ni razonar, ni conceptualizar. Hay que deslizarse simplemente ante la eficacia de ese lenguaje nuevo que parece surgir del borrón, del juego purísimo de la materia, de la mano que por sí misma logra generar tanta belleza.
Eduardo Stupía. En Xippas Punta del Este. Av. Roosevelt, parada 8. Tel.: 4248 9451. De lunes a domingos de 12 a 15 y de 18 a 24. Hasta el 6 de febrero.