Con “Mentirosa”, su primera novela, John Waters regresa al humor irreverente de sus películas

escribe Gabriel Sosa 

El cambio de década de los 60 a los 70 vio varias revoluciones en el mundo del cine. Las más visibles fueron los surgimientos correlativos, no relacionados, del porno y el gore (sangre, tripas, desmembramientos, esas cosas), que comenzaron una movida en la industria de películas que mostraban lo que antes era impensable mostrar. El gore pronto se enredó con la producción mainstream, el porno desarrolló sus propios caminos, aunque en un momento pareció que también podría saltar la brecha y volverse un tópico hollywoodense más. No pasó, pero faltó poco. Al día de hoy ambos prosperan. El gore es casi una sinécdoque, ya que prácticamente toda película de terror es gore o incluye elementos gore. El porno armó sus propios circuitos y fue acompañando los cambios técnicos, desde el VHS a Internet. Lo que ambos comparten es que se ven limitados por sus propias esencias. Década tras década, ambos muestran lo mismo, basado en lo mismo, aunque de apariencia novedosa. Así como hay un número finito de permutaciones sexuales posibles, también hay un número finito de partes corporales que puedan extirparse. Llegado a ese límite, la única solución es aplicar mejoras técnicas (en el caso del gore) o narrativas (en el caso del porno, por raro que suene) para mantener el interés del encallecido espectador. Y este constante falso redoble tiene como consecuencia que lo visto anteayer, más que anticuado, hoy parece perimido y ridículo. Ver porno o gore de los primeros años, salvo para espectadores muy pacatos y ajenos, es una experiencia hilarante. Nadie, o casi nadie, se sentiría hoy interpelado por efectos especiales de costo cero y sangre falsa casera, o por sementales de mostacho y música aberrante.?No fueron esas las únicas revoluciones de la época. Pocas mantienen su vigencia, y las de shock values no provocan ni la sombra de lo que provocaron en su estreno. Salvo las películas de John Waters, el papa del trash.

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