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    Cubran a las ninfas, por favor

    El arte y lo políticamente correcto

    A comienzos de 1990, la exhibición El momento perfecto, del fotógrafo norteamericano Robert Mapplethorpe, terminó con el director del Centro de Arte Contemporáneo de Cincinnati en los tribunales, acusado de “obscenidad y pornografía”. Lo que molestó a políticos, autoridades y público local fueron las fotografías de Mapplethorpe que mostraban cuerpos desnudos, sobre todo de hombres, y aludían a la homosexualidad masculina. Finalmente, la Justicia absolvió al director del museo, quien se enfrentó a toda su comunidad en defensa de la libertad de expresión. En Dirty Pictures (2000), película documental de Frank Pierson, se cuenta esta historia.

    Otro escándalo ocurrió en la Corcoran Gallery of Art de Washington, que se negó a recibir otra muestra de Mapplethorpe, aunque ya había acordado su exhibición. En protesta y solidaridad con el fotógrafo (que había fallecido en 1989 de sida), un grupo de artistas proyectaron las imágenes censuradas en la fachada de la Corcoran.

    Lo que sucedió con la obra de Mapplethorpe, uno de los fotógrafos más controvertidos del siglo XX, dejó latentes algunas preguntas sobre cuál es la labor de los museos y sobre la interpretación de las obras de arte.

    Esas preguntas cobraron nueva vigencia en los últimos meses con situaciones parecidas a lo ocurrido con las fotografías de Mapplethorpe, aunque ahora las protestas surgen de reivindicaciones feministas y se han centrado en obras de arte que exhiben la sexualidad de las mujeres, a veces de púberes. En algunos casos, se ha hecho una asociación directa entre la pintura y la vida o conducta personal del autor, que pasa a convertirse en un ser pervertido y condenable. Eso ocurrió con Balthus.

    La bombacha de Teresa.

    En diciembre de 2017, una estudiante de arte, llamada Mia Merrill, comenzó una campaña para que el Museo Metropolitano de Nueva York (MET) retirara la obra El sueño de Thérèse (1938), del artista polaco-francés Balthus (1908-2001). En el cuadro hay una niña de unos 12 años que está sentada en una silla con sus piernas abiertas y la pollera levantada, por lo que se ve su ropa interior blanca (ver foto).

    La pose sexualmente sugerente de la niña enojó a la estudiante, quien pidió que la obra se retirara o se contextualizara con datos del autor. En una carta dirigida al museo, proponía que si no sacaban la pintura, pusieran a su lado la siguiente advertencia: “Algunos espectadores encuentran esta pieza ofensiva e inquietante, dado el enamoramiento artístico de Balthus por las chicas jóvenes”.

    Balthus tiene una serie de cuadros provocadores, con niñas en poses similares. El artista vivió siempre tras las acusaciones de perversión, aunque nunca fueron comprobadas. “La pintura es una epopeya interior”, escribió en sus Memorias. “Toda mi vida ha estado en función de la pintura. Es una historia sagrada y fatal”.

    La estudiante enojada escribió en su carta que dado “el clima actual en torno a las agresiones sexuales”, exhibir ese cuadro sin aclaraciones podía significar que el MET apoyara “tal vez involuntariamente, el voyeurismo y la objetualización de los niños”. Merrill consiguió más de 10.000 firmas para su petitorio.

    El MET no retiró el cuadro. Sus autoridades consideraron que ocultarlo significaría cerrar toda discusión sobre la obra. Además le contestaron a la estudiante, y a quienes la acompañaron con su firma, con algo bastante obvio: “El arte es uno de los medios más significativos que tenemos para reflexionar sobre el pasado y el presente, para observar la continua evolución de la cultura a través de una discusión informada y respetuosa por la expresión creativa”. Exactamente lo opuesto al MET hizo una galería inglesa con un cuadro del siglo XIX. Lo retiró para que el público reflexionara, pero sin verlo.

    Ninfas desnudas.

    Para abrir un debate sobre la utilización del cuerpo femenino en las pinturas, la Galería de Arte de Manchester retiró a fines de enero, de forma momentánea, el cuadro Hylas y las ninfas (1896), del pintor prerrafaelista John William Waterhouse. Inspirado en la mitología, el artista pintó al joven Hylas, quien a orillas de un lago se ve rodeado y atraído por un grupo de ninfas muy bellas de pechos al aire. En el mito, Hylas cae al lago debilitado y deslumbrado por las jóvenes y muere ahogado. Tanta belleza lo mató. Tal vez por eso, el cuadro estaba colgado en la sala llamada En busca de la belleza, donde se exhiben otras obras del siglo XIX con desnudos femeninos.

    La comisaria de la galería, Clare Gannaway, declaró a los medios que el objetivo del retiro no era censurar sino aprovechar el momento en el que se debaten situaciones de abuso y acoso a la mujer para hacer una autocrítica sobre la representación que ha tenido en el arte. “Personalmente, me da vergüenza que no lo hayamos tratado antes. Hemos estado centrados en otros aspectos y hemos olvidado mirar este espacio y pensarlo apropiadamente. Queremos hacer algo al respecto ahora”, dijo.

    Pero en realidad no hubo un debate “a través de una discusión informada y respetuosa” como proponía el MET en su respuesta a la joven enojada, sino que todo fue una performance de otra artista, Sonia Boyce. Con ese objetivo filmaron el retiro del cuadro y de las reproducciones que se vendían en la tienda del museo, así como las reacciones del público cuando vieron que se llevaban la obra.

    Donde estaba el cuadro, ahora el público puede dejar papelitos pegados con sus impresiones. En las redes sociales también la gente ha dejado comentarios. Una forma curiosa de abrir el debate o tal vez una buena campaña de marketing para la obra de Boyce que se exhibirá en marzo.

    “El punto en debate aquí es la libertad y la libertad con mayúscula; el arte está para ser comprendido e interpretado según criterios artísticos e históricos, no para que estemos de acuerdo con él. El día en que empecemos a decirle a la gente qué ver y cómo verlo, en lugar de comenzar la discusión la estaremos dando por terminada”, escribió la crítica Emma Sanguinetti en su blog Confesiones de una adicta al arte, en el que dedica un comentario a lo ocurrido en la galería de Manchester.

    La nueva Lolita.

    Es la novela más famosa de Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899-Montreux, Suiza, 1977), hoy un clásico de la literatura. También es la obra que le dio más trabajo publicar y que despertó más controversia en su época. La rechazaron cuatro editoriales hasta que la publicó en 1955 un sello parisino especializado en obras eróticas. Tres años después apareció en Estados Unidos.

    La historia tiene la fascinación de las obras perturbadoras. El protagonista es Humbert Humbert, un profesor de literatura francesa de 40 años sexualmente obsesionado con las púberes por un hecho que vivió en su adolescencia. Cuando viaja a Estados Unidos, conoce a Charlotte Haze, una viuda y madre de una niña de 12 años llamada Dolores. Obviamente Humbert Humbert se enloquece con esta púber que es muy atractiva y se termina casando con Charlotte para estar cerca de Lolita, como él la llama. Cuando Charlotte muere en un accidente, él queda a cargo de la niña y comienza a mantener relaciones sexuales con ella.

    Así relatada es la historia aberrante de un pedófilo. Sin embargo, lo perturbador de la novela es que Nabokov no construye un Humbert Humbert de una sola pieza, sino que va elaborando un personaje complejo, intelectualmente atractivo que por ese motivo incomoda aún más. Por otro lado, Lolita no es una niña tímida ni atemorizada, es una púber sensual que coquetea con su padrastro sin darse cuenta del destino que la espera. Lo que hace Nabokov es literatura: escribe una novela en la que importa tanto la textura del lenguaje y la construcción narrativa como su mirada crítica a la sociedad norteamericana. Está lejos de justificar o de juzgar las acciones de su personaje, como ningún gran escritor lo hace.

    En 1962, Stanley Kubrick llevó al cine la novela con un guion en el que colaboró el propio Nabokov. Kubrick, que tuvo bastantes problemas para rodar la película, eligió a una joven de 15 años para que interpretara a Lolita: Sue Lyon. Nabokov le había pedido que eligiera a una niña menor para que quedara en evidencia lo terrible de la historia. Kubrick le dijo que estaba loco. Más trabajo le costó encontrar al actor que hiciera de Humbert Humbert porque nadie quería ponerse en su piel. Finalmente, fue James Mason quien aceptó. La obra tuvo otra adaptación al cine en 1997, con las actuaciones de Jeremy Irons y Dominique Swain, dirigida por Adrian Lyne.

    La edición en español de la novela la publicó Anagrama y tomó para su portada un fotograma de la película de Kubrick. Allí aparece Sue Lyon de lentes con forma de corazón, labios muy rojos y un chupetín en su boca. Sí, es una niña sensual. Así la creó Nabokov, pero al parecer en los nuevos tiempos esa visión no es aceptada.

    Ahora la editorial Anagrama lanzará una nueva edición de la novela, pero con otra tapa. El cambio se enmarca en una renovación de portadas de la editorial. La ilustradora coreana Henn Kim fue la encargada de elaborarla y dibujó a una Lolita doliente, a la que no se le ve el rostro, atravesada por una gran tijera que termina en una manija, como las que se usan para dar cuerda al reloj (ver foto). Es la Lolita usada, manipulada. La dibujante eliminó del personaje cualquier rasgo de picardía, como si Nabokov se hubiera equivocado al crearla y hubiera que corregirlo.

    “La obra de Vladimir Nabokov debe ser leída, analizada y utilizada para entender cómo el patriarcado manipula en su beneficio, y para nuestra desgracia, la cultura. Pero en ningún caso la novela debe ser sacralizada”, escribió este miércoles 21 la escritora Laura Freixas en El País de Madrid. Su artículo se titula ¿Qué hacemos con Lolita?, una pregunta que se podría responder con otra: ¿Qué están haciendo con el arte?