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    De amores, dolores y armadillos

    Columnista de Búsqueda

    ¿Quién decide cuándo una obra de arte lo es? ¿Cuándo podemos decir que estamos frente a un autor o a un artesano? ¿Le importa esto a alguien todavía o solo nos interesa entretenernos? ¿Arte y entretenimiento son excluyentes? Se han escrito ríos de tinta sobre estos asuntos, pero lo cierto es que en ocasiones la sensación de estar frente a un hecho artístico nos llega como un bofetón. Y entonces, incluso asumiendo todas las ambigüedades y prevenciones presentes en las preguntas previas, uno siente, sabe, que acaba de ser atravesado por una experiencia valiosa de la que no salió igual que como entró. Y eso es lo que ocurre en el instante en que uno termina de ver Cortar por la línea de puntos, la miniserie animada que acaba de estrenar Netflix, una pequeña y conmovedora obra de arte.

    Creada por el historietista italiano Zerocalcare (38 años, nacido Michelle Reich), la miniserie está compuesta por seis capítulos de apenas 20 minutos cada uno. Los primeros dos son un poco conflictivos por la cantidad de datos e información que el narrador, el propio Zerocalcare, desgrana a una velocidad endemoniada. Es necesario atravesar esa maraña inicial de material autobiográfico para lograr entrar en el resto de la serie, que es donde la cosa se pone buena de verdad. Esos primeros capítulos construyen el set sobre el cual se va a extender el lienzo de la experiencia vivida, con sus inevitables desvíos respecto a la línea punteada del título. Más allá de lo que deseamos para nosotros y nuestros afectos, las cosas siempre terminan siguiendo una lógica propia que muchas veces nos resulta imposible de capturar, parece decir la serie. Y a veces ese papel imaginario en que trazamos nuestra línea punteada, se rompe.

    Basada en su novela gráfica La profezia dell’armadillo, que vendió más de 100.000 ejemplares en Italia, Cortar por la línea de puntos cuenta la infancia y juventud del autor, Zero a secas en la pantalla. Una infancia de amistades que se van afianzando a medida que pasa el tiempo y en donde los niveles de conexión de esos amigos se van volviendo más complejos, más sutiles, aunque el protagonista no siempre lo perciba así. La miniserie se concentra en la relación de Zero con su entorno, la Roma suburbial y anodina de los 90 y 2000, y sobre todo en el vínculo con sus amigos Sarah, Secco y Alice. Con estos construye una relación de varios niveles que no siempre son evidentes y que la serie se encarga de desentrañar de manera intensa y veloz a lo largo de los extensos y removedores monólogos del protagonista. A lo largo de la serie, Alice se va convirtiendo en una suerte de amor imposible para Zero, quien además debe lidiar constantemente con la autocrítica feroz de su conciencia, encarnada en un armadillo gigante que vive cuestionando sus decisiones y su constante dificultad para tomarlas. Zero, dice el armadillo en sus intervenciones, es una suerte de obsesivo que a pesar de su inteligencia siempre logra eludir los compromisos emocionales que las relaciones le plantean. Como dice el bicho/conciencia en el tráiler, Zero es “un cinturón negro en esquivar la vida. Quinto Dan”.

    Sin dudas, la miniserie tiene una fuerte impronta generacional, que se hace evidente en la música que suena, en las acciones de los personajes (habitués de conciertos under donde suena hardcore y ska punk), en los referentes que se mencionan (Manu Chao, la marihuana). Pero tiene también algo más, algo que logra que el interés de lo que se narra no se limite a una sola generación o no quede reducido a las referencias que aparecen. Cortar por la línea de puntos logra conmover al espectador por la increíble densidad emocional de lo que cuenta y, sobre todo, cómo lo cuenta. El autor (y aquí sí que hay un autor en el sentido más artístico del término) se expone, narra sus ambigüedades, sus dudas, sus temores, y con eso pinta un fresco formidable de su instante y del contexto que lo rodea. Su poder reside precisamente en esa capacidad para mostrar, de manera final, casi frágil y a la vez muy consciente, trayectorias, emociones y razonamientos que cualquiera, sea o no de su generación, puede entender y, sobre todo, reflejarse en ellos.

    La velocidad que Zerocalcare le impone a la narración, sobre todo en el arranque, puede resultar un problema para algunos. Pero lo cierto es que lo que viene después justifica plenamente ese tránsito. Cortar por la línea de puntos es el relato de la llegada a la vida adulta, a ese momento en que las ilusiones sobre la marcha del mundo comienzan a entrar en conflicto con las decisiones adultas que tomamos a cada instante en ese mismo mundo. La narración feroz y sin concesiones del instante en que las convicciones rupturistas comienzan a parecer más continuidades que rupturas. Ese momento en que, muchas veces sin darnos cuenta, comenzamos a aceptar que no vamos a ser exactamente aquellos que quisimos ser cuando adolescentes. Que somos otra cosa, puede que no mejor pero tampoco necesariamente peor. Y, esto es lo más relevante, que no todo depende de nuestra voluntad, que nuestros rangos de acción y de cambio están relativamente acotados por nuestra circunstancia. Y que, si tenemos suerte, saldremos por el otro lado del tubo conservando algunas de nuestras mejores convicciones aunque siempre siendo otros, distintos.

    El dibujo de Zerocalcare es limpio, sencillo, directo. Pero las emociones que narra y el lugar emotivo en que se coloca para narrarlas no tienen nada de simples. A pesar de su lenguaje coloquial y por momentos crudo, Cortar por la línea de puntos es ejemplar en su riqueza afectiva y artística. Una obra que, exponiendo el mundo interno de su autor, da cuenta de los mundos de quienes aún se empeñan (nos empeñamos, quiero creer) en hacer de esta vida una experiencia que valga la pena. Para nosotros y para quienes nos rodean. Claro, en este proceso se paga un precio: para ser atravesado por una experiencia auténticamente artística hay que ir más allá del mero entretenimiento y, a veces, aceptar la confrontación con la profundidad, el dolor, la pérdida y la oscuridad. Aceptar el roce con todo aquello que nos recuerda quiénes somos y que, si tenemos la suerte de seguir vivos, nos conmueve hasta la médula. Muy recomendable para quien esté dispuesto a encontrarse con algunos demonios personales en el proceso de pasar el rato. O con su propio armadillo gigante.