Dos décadas de humo negro

escribe Silvana Tanzi 
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Las imágenes se pueden ver varias veces, y varias veces seguirán estremeciendo. El cielo celeste, luminoso, el avión que vuela muy bajo y se incrusta en la torre norte del World Trade Center (WTC), y a los 15 minutos el otro avión que viene volando aún más bajo y va directo hacia la torre sur, que también queda herida como si fuera de papel. Y el humo terriblemente negro y los gritos y el caos y los cuerpos que se tiran al vacío. Y aquella nube de polvo que crece, se hace gigante y avanza como un tsunami por el bajo Manhattan cuando se desmoronan las Torres Gemelas.

El 11 de setiembre de 2001 nadie podía apartarse de las pantallas ni de las noticias que llegaban con nombres en árabe y repetían Al Qaeda y Osama Bin Laden como las marcas del terror. Al poco tiempo se supo que los atentados los habían cometido 19 yihadistas que habían entrado con visa y sin problemas en Estados Unidos, que también sin problemas habían abordado cuatro vuelos comerciales y los habían secuestrado munidos de cuchillos cortos. Además de los dos aviones que impactaron en las Torres Gemelas, hubo un tercero que se estrelló contra el Pentágono. El cuarto vuelo tenía como objetivo el Capitolio o la Casa Blanca, pero los pasajeros lograron desviarlo y cayó en un campo de Pensilvania.

Hace 20 años de aquellos atentados que dejaron 2.996 muertos, miles de heridos y también miles de personas afectadas en su salud. Posiblemente nadie se haya olvidado de dónde estaba, lo que hacía y lo que sintió cuando se enteró de lo ocurrido. Tal vez haya sido desconcierto, como el que se vio en el rostro del presidente George W. Bush cuando su asistente le dio la noticia al oído en un salón de escuela primaria donde estaba de visita.

Hace 20 años empezó una guerra, aunque sería más preciso decir que el camino hacia el 11/S había comenzado décadas antes, que tuvo sus raíces cuando Estados Unidos ayudó a liberar Afganistán de la invasión soviética y que sus consecuencias llegan hasta el Afganistán actual. Ese es el planteo de Punto de inflexión. El 11/S y la guerra contra el terrorismo, una miniserie documental de cinco capítulos, recientemente estrenada por Netflix, que reconstruye desde distintos ángulos lo que se vivió a partir de aquella mañana cuando el primer avión se tiró contra la torre norte a las 8.46, la hora decisiva para una nueva guerra del siglo XXI.

El material de archivo es impactante por sus imágenes inéditas, los audios enviados desde los aviones y desde la torre de control y las filmaciones grabadas en la calle a las corridas, en el suelo o en algún punto más lejano. Igual de impactantes son los testimonios de bomberos rescatistas, de familiares de las víctimas o de personas que sobrevivieron.

Pero tal vez lo más novedoso es el análisis y las reflexiones de exmiembros de la CIA, del FBI, de la Agencia de Seguridad Nacional, de integrantes del gabinete de Bush, de periodistas, religiosos y militares que con la distancia del tiempo pueden hablar de los errores de seguridad, de falta de conexión entre diferentes organismos de inteligencia, del caso omiso a las señales que indicaban un inminente atentado y, posteriormente, de las cuestionables decisiones políticas, sobre todo en los gobiernos de Bush y de Barack Obama, para enfrentar el terrorismo. El documental rinde honor a las víctimas sin ser complaciente con quienes podrían haber evitado, o por lo menos minimizado, los atentados.

Afganistán de lejos y de cerca

La historia es conocida, pero el documental vuelve a contarla para interpretarla. Hoy cualquiera sabe dónde está ese país montañoso llamado Afganistán, pero en 1979 era el nombre de una tierra lejana. Ese año la Unión Soviética invadió Afganistán y permaneció ocupando el país hasta 1989.

En 1985, en plena Guerra Fría, Ronald Reagan decidió intervenir en Afganistán. Entonces entrenó y armó, con la artillería más potente de la época, a los muyahidines, jóvenes afganos que se querían rebelar contra los soviéticos. En ese momento, la oposición la encabezaban siete líderes que representaban distintos grupos étnicos y tribales y todos los matices religiosos, desde los moderados a los fundamentalistas.

Las armas les llegaban por Pakistán y muy pronto el ejército rebelde estuvo formado por indonesios, pakistaníes y filipinos que se unieron a los afganos y a la yihad, la guerra sagrada. Su grupo de avanzada se llamaba Al Qaeda y lo integraba un joven solitario que provenía de una familia de importantes contratistas y empresarios de Arabia Saudita. Su nombre: Osama Bin Laden. Él ayudó a los muyahidines a construir túneles en las montañas y depósitos de armas y a enardecer la llama de la yihad. Muy pronto fue reconocido como líder de Al Qaeda.

“Nos consumió la Guerra Fría, pero tras bambalinas estaba ocurriendo una fusión entre religión y política muy poco entendida. No reconocimos cómo estos llamados a los musulmanes de todo el mundo a venir a pelear a Afganistán y a dar apoyo a los muyahidines, los guerreros sagrados, estaba transformando la naturaleza del terrorismo”, dice en el documental Bruce Hoffman, exconsejero de Relaciones Exteriores de Estados Unidos. “No entendimos que lo que había pasado en Afganistán no era el acto final, sino el preludio de algo mucho más grave y relevante, sobre todo después de que Sadam Husein invadió Kuwait”.

Nuevamente los Estados Unidos entró en guerra con Irak. Entonces Husein aprovechó para enviarle un mensaje a Bin Laden: defender Arabia Saudita era una excusa de Estados Unidos para quedarse con el petróleo y dominar a los musulmanes. Bin Laden entendió el mensaje y declaró la yihad contra Estados Unidos.

Una señal llegó en 1993 con un atentado en el estacionamiento del WTC que dejó cinco muertos y 200 heridos. No lo reivindicó Al Qaeda, pero sí fue llevado adelante por sus seguidores. Uno de ellos fue Ramzi Yousef. “Cuando lo atraparon lo subieron a un helicóptero para llevarlo a la cárcel, le mostraron el WTC y le dijeron: ‘Aún sigue en pie’. Él les contestó: ‘Si tuviera más dinero no lo estaría’”, cuenta un exintegrante del gobierno de Bush.

Luego de la retirada soviética, Afganistán había quedado en el caos y al borde de la guerra civil por enfrentamientos entre los grupos religiosos. Un campo propicio para el surgimiento de los talibanes. “El 11/S los talibanes controlaban el 90% del territorio afgano”, dice Dexter Filkins, periodista del New York Times que cubría esa zona de conflicto.

En ese contexto, Bin Laden seguía planificando su “operación aviones”. Hubo reuniones en varias ciudades con terroristas que la CIA tenía identificados, pero nunca se lo comunicó al FBI. Bin Laden seleccionó y formó a los 19 que entraron en Estados Unidos, algunos se inscribieron en escuelas de aviación. Uno de ellos llamó la atención porque no quería aprender a aterrizar. Estaba vinculado a Mohamed Atta, quien lideró los atentados, pero nadie fue a detenerlo.

El lado oscuro

A partir del 11/9, Estados Unidos desarrolló la teoría de “todo lo necesario” para enfrentar al terrorismo, evitar nuevos ataques y encontrar a Bin Laden. En Afganistán ofrecían dinero para encontrar a miembros de Al Qaeda. Fueron tantos los denunciados que hubo que encontrarles un lugar para detenerlos. Ese lugar fue Guantánamo. La directora del Centro de Seguridad Nacional de Estados Unidos habla en el documental: “Las órdenes del Pentágono eran que no los llamáramos prisioneros porque habría que tratarlos con las reglas de la Convención de Ginebra. Eran detenidos, no prisioneros”.

En Guantánamo, un territorio fuera de cualquier ley, los detenidos no tuvieron derecho a abogados o habeas corpus. Se aplicó con ellos lo que llamaron “técnicas de interrogación mejoradas”. Escuchar a un exintegrante del gabinete de Bush explicar en qué consistían esas técnicas, pone los pelos de punta. “La tortura te ofrece cumplimiento, pero no cooperación”, dice otro exfuncionario. “Con el cumplimiento la persona te dirá lo que quieres escuchar para que cese la tortura. No te dirá la verdad”. Así lograron información, aunque muchas veces falsa, como la que obtuvieron de un detenido para que confesara que Husein tenía escondidas en Irak armas de destrucción masiva. Entonces de nuevo Estados Unidos invadió Irak, pero nunca aparecieron las armas que buscaban.

Con la aprobación de la Ley Patriótica, las garantías individuales de los estadounidenses se vieron afectadas. Se permitieron escuchas telefónicas sin autorización legal, Bush se enfrentó con el Departamento de Justicia, pasó por encima del Congreso y firmó una temible ley de vigilancia.

Cuando Obama asumió la presidencia, la guerra contra el terrorismo había implicado 600.000 millones de dólares, habían muerto más de 4.000 soldados y había más de 30.000 heridos. Obama logró matar a Bin Laden, pero no sabía qué hacer con el Ejército en Afganistán. Los testimonios de los soldados en el documental son elocuentes. “No sabíamos qué estábamos haciendo allí. Luchábamos solo para no morir”, dice uno de ellos.

Otro problema fue Hamid Karzai, presidente de Afganistán durante 18 años. “Llegó como un líder local con voz suave y humilde y se fue como un hombre poderoso y arrogante. El gobierno afgano era una enorme empresa corrupta. Creamos un monstruo que se aprovechó de los afganos comunes y los condujo hacia los talibanes”, dice el periodista de The New York Times. El último presidente afgano, Ashraf Ghani, huyó de Afganistán con el reciente avance talibán y la retirada del ejército norteamericano. Y la historia volvió a empezar.

¿Cuánto vale la vida?

Es el título de la película dirigida por Sara Colangelo, también estrenada en Netflix. El punto de partida son los atentados del 11/S, pero la trama se centra en la historia real de Kenneth Feinberg (Michael Keaton), abogado y docente universitario especialista en compensaciones económicas cuando alguien muere en un accidente laboral o por negligencia de sus empleadores.

A Feinberg se le encargó convencer a los familiares de las víctimas del 11/9 de que aceptaran una compensación del gobierno en lugar de iniciar demandas contra el Estado y las compañías de aviación. El abogado, uno de los top de Estados Unidos, tenía todo muy claro hasta que se enfrentó con los casos reales, con las presiones de los abogados de las familias millonarias y con la decisión de decidir si vale más la vida de un gerente que la de un encargado de mantenimiento. Impecable Keaton y también Stanley Tucci, su contrapunto moral.

Punto de inflexión termina con la palabra paz. Tan breve y poderosa, tan lejana.

Vida Cultural
2021-09-08T21:25:00