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Los hombres son idiotas. Lo dijo John Cassavetes, el actor, director y padre del cine independiente, y lo demostró con una de sus mejores películas, Maridos (Husbands, 1970), una apología de lo que hacen los hombres cuando se juntan entre ellos y dan rienda suelta a sus pasiones, necesidades e imbecilidades. La idea había nacido en 1966 y Cassavetes se la había planteado a Lee Marvin y Anthony Quinn como la aventura de unos amigos que salen de juerga por los bares de carretera. Marvin y Quinn no se soportaban demasiado y la cosa no cuajó. Un año después, en un partido de básquetbol de los Lakers, Cassavetes le propuso la historia a Peter Falk. Según Ben Gazzara, algo había escuchado en boca del director en un estacionamiento, antes de subir a su auto, a los gritos y a la distancia, sobre tres maridos neoyorquinos de clase media que se toman unas vacaciones de sus familias luego de la muerte de un querido amigo y se van un fin de semana a Londres. Entre otros proyectos personales, Cassavetes ya había sorprendido con Shadows (1959), una historia de improvisación jazzística, y venía entonado con el éxito de Faces (1968), la captura vivencial y desesperada de un matrimonio en crisis y sus consecuencias, ambas películas en blanco y negro y con actores prácticamente desconocidos.
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El millonario italiano Bino Cicogna se interesó por Maridos y puso un dinero inicial: 900.000 dólares. Cassavetes se lo gastó íntegramente durante el rodaje en Nueva York. Cicogna puso 500.000 dólares más para la filmación en Londres. No fue suficiente. El método del director consistía en captar la mayor vivencialidad y espontaneidad en cada toma. El guion tenía indicaciones y no diálogos férreos. Odiaba el cine hollywoodense (trabajaba de actor únicamente para financiar sus propias películas) y lo consideraba emocionalmente tonto y artificial. Decía que en la vida los sentimientos auténticos están cruzados: el amor con la frustración, la altanería con el humor, la lealtad con el egoísmo, la pasión con las payasadas. Nada es químicamente puro, como muestran las edulcoradas películas de Hollywood. Las emociones tienen varios hilos que se interconectan, y mostrarlo era el fin perseguido por el director. Falk, acostumbrado a memorizar sus parlamentos, no sabía para dónde agarrar. Cassavetes daba unos lineamientos y luego encendía la cámara, dejando el resto liberado a los actores. Y la cámara, en lo posible, bien lejos de los actores. El método llevaba mucho tiempo de preparación y horas de rodaje. La improvisación no consiste en hacer cualquier cosa. Hay una escena de borrachera y posterior resaca ya famosa en la que Falk, Gazzara y Cassavetes, junto con varios extras, beben cerveza, cantan, ríen, divagan y se reprochan cosas. Se filmó una y otra vez, y otra más. Si había algún rostro o detalle que le gustaba, Cassavetes lo agregaba. Si había algo que no le gustaba, otra vez a rodar. No paraba hasta que no brotara esa preciada espontaneidad. “Nada bonito”, repetía siempre como su indicación fundamental.
Roman Polanski trabajó con él en El bebé de Rosemary (1968). Si bien al principio había colaborado en los ensayos y era muy amable, “tan pronto como se inició el rodaje, empezó a plantear dificultades, poniendo en tela de juicio todos los aspectos de mi dirección y discutiendo constantemente a propósito de la interpretación. Descubrí enseguida que no tenía la menor ductilidad, que solo podía interpretarse a sí mismo y que se sentía perdido sin sus queridas zapatillas de lona”, recuerda el cineasta polaco en sus Memorias (Malpaso, 546 páginas).
Cassavetes era enemigo de los equipos profesionales. Si uno contrata a un director de fotografía, este viene con su propio cuadro y luego hay que lidiar con todos ellos. Cassavetes elegía él mismo a sus técnicos, para tener control absoluto de la película. Si no hacías las cosas como él quería, a la calle. El cine independiente también tiene su déspota: el autor. Uno de los despedidos fue el fotógrafo de Maridos. En su lugar Cassavetes puso al camarógrafo de segunda unidad Vic Kemper. La primera escena que le tocó filmar era imposible: los actores vestidos de negro contra una pared negra, poca luz y además un espejo. Kemper dijo: ¿cómo lo hago? Arreglate, vos sos el fotógrafo, le respondió Cassavetes.
Hijo de inmigrantes griegos y formado en una clase media trabajadora en la Nueva York de la primera mitad del siglo XX (a su madre nunca le gustaron sus películas, lo prefería como actor), Cassavetes era petiso, peleador y hasta que decidió estudiar actuación prefería no hacer nada, con excepción de ligar chicas y salir de joda. No era de carácter fácil. Dijo su esposa, la actriz Gena Rowlands —que también trabajó bajo las órdenes de su marido— en la biografía Cassavetes por Cassavetes (Anagrama, 611 páginas), compendiada por el editor Ray Carney: “Te pasas la mitad del tiempo dando vueltas por ahí como un idiota. Haces unas declaraciones ridículas, dices que odias la filosofía, que odias el saber, cosas que en el fondo no crees. Discutes por el mero placer de discutir. Y hay veces en que no pareces nada serio”. Lo pinta a él y a su personaje de Maridos.
Para que el resto del equipo no lo molestara, acudía a engaños con el fin de trabajar más tranquilo. En una ocasión que debían filmar la salida de los tres maridos en la Central Station, envió al equipo de filmación con todos los bártulos para que dispusiera del corte de calles y paso de peatones, mientras él, Gazzara, Falk y un par de camarógrafos se iban a otra esquina a trabajar con menos alboroto. Al final, Cassavetes ya tenía unas 280 horas de película y era el momento de pasar a la sala de montaje.
Columbia se interesó por Maridos y se proyectó una primera versión, a la que asistieron los peces gordos de la productora, los actores y otros invitados. Fue un éxito. Todos reían con las escenas de comedia, con las actuaciones y las situaciones generadas por estos hombres que van por ahí con sus trajes negros y sobretodos oscuros haciendo bobadas como si fuesen niños. A la salida del cine llovieron las felicitaciones. Entonces Cassavetes se acercó a Peter Falk y le dijo al oído: “Recuerda esta versión, porque no volverán a verla nunca”.
El director estuvo 12 meses en la sala de montaje probando nuevas versiones, mientras Columbia aguardaba por el estreno de la película. No se bajaba de las tres horas y media, no podía cortar de tanto material que tenía y quería incluir. Finalmente llegó a una versión de 225 minutos. Don Siegel le dijo: “John, no creo que puedas mejorar la película acortándola. Nunca será mejor; lo más probable es que sea peor. Has hecho una clase específica de película y ya no se puede hacer nada. A la gente no va a gustarle más porque sea más corta. Lo que ocurrirá es que a ti no va a gustarte más”.
Pero Cassavetes siguió cortando hasta llegar a la versión definitiva, esta sí de poco más de dos horas, que se presentó en un festival en San Francisco. Apenas comenzada la proyección y a las pocas escenas, se escuchó claramente: “¡Fascista!”. Luego siguieron abucheos y quejas. El público no comulgaba con una historia que no tenía nada bonito ni otra finalidad que mostrar a tres maridos de juerga y borrachera, tirando dados en el casino e intentando ligues con mujeres ocasionales. La delgada línea de las emociones y el realismo sucio de los personajes no eran del gusto del público. Poco después, en otras proyecciones, los críticos también hicieron sentir su desagrado. Con el paso del tiempo y de otras películas de Cassavetes como Una mujer bajo influencia (1974), Muerte de un corredor de apuestas (1976), Noche de estreno (1977) y Torrentes de amor (1984), los espectadores pudieron calibrar realmente el valor de un cine diseñado desde las entrañas, espontáneo y engañosamente desprolijo, un cine que en Maridos tiene uno de sus mejores ejemplos. Y menos mal que no hizo Esposas, porque hubiese sido intolerable empezar esta nota con el mismo calificativo que a los hombres.