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    El amigo americano

    Sam Shepard (1943-2017)

    Las camionetas destartaladas, ruidosas por descomposición, cubiertas de barro como animales en un rodeo. Los moteles de paso y los carteles de neón, el aviso intermitente, en lo posible con una letra quemada. El indio gigante de plástico que anuncia: habitaciones con cable y wifi. El cigarro encendido que se consume, el colchón con la clásica mancha en el centro. La piscina vacía, las reposeras de patas flojas, algunas botellas vacías de pie, otras tiradas, el cenicero con las colillas de la noche anterior. La idea de que el paraíso es una llanura azulada que bordea la autopista salpicada por lejanas y titilantes bocinas de camión. Las cajeras que mascan chicle, reciben el billete de veinte dólares, dan el cambio y no miran a los ojos de los clientes, que tampoco miran a los ojos de las cajeras. El empleado de la gasolinera con un palillo en la boca. Los suburbios que más que suburbios son estados de ánimo. La campera de cuero, los lentes de sol, la radio a todo volumen, el sombrero de cowboy. Nadie ha comprendido mejor este universo rigurosamente americano del norte que el actor, dramaturgo, poeta y escritor Sam Shepard, quien murió debido a una esclerosis lateral amiotrófica —el mismo mal que sufrió Roberto Fontanarrosa— el jueves 27 a los 73 años.

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    Esa estética de carretera, ese desarraigo tan fructífero para la observación, ya lo fue cultivando desde niño cuando a su padre —un militar y “borracho profesional”, según el propio Shepard— le asignaban una nueva base de operaciones. Los largos desplazamientos, el paisaje apenas variable con otros moteles, otras gasolineras y otros indios gigantes de plástico. Algo de eso hay en Paris-Texas, de Wim Wenders, película coguionada por Shepard y que lo puso en el tapete internacional. “Sabe hacer que en su rostro se cuente la historia”, dijo Shepard a propósito del protagonista, Harry Dean Stanton. Hay un plano sostenido de Stanton, cuando se reencuentra con su hijo luego de mucho tiempo, que da la razón a la sentencia de Shepard.

    Después de trabajar a destajo como recolector de cosechas, de vivir un año en Londres y de haber experimentado como camarero en el Village Gate neoyorquino y como baterista en una banda de rock, ya había adquirido el suficiente fuste para escribir obras de teatro, poemas, cuentos y también para dedicarse a la actuación. Era un cowboy posmoderno o de medianoche, para usar un término más nocturnal y cinematográfico. Había una clara continuidad entre el dramaturgo, el narrador y el poeta taciturno, el actor, el músico, el cowboy bohemio y también el tipo que se levanta a las seis de la mañana para ordeñar vacas en su rancho.

    Para muchos, Sam Shepard fue uno de los grandes dramaturgos contemporáneos, con obras como Buried Child (Premio Pulitzer) y Fool for Love, ambas representadas en Montevideo por El Galpón y la última llevada a la pantalla grande por Robert Altman. Es que Altman y Shepard tenían dos piezas de la Norteamérica sucia y olvidada que encajaban. Más allá del peso de sus obras y de la vocación interpretativa, Shepard jamás pudo encarnar a ninguno de sus personajes en teatro. Le daba fobia. Llegó a abandonar el escenario sin ninguna explicación en plena obra. Por Altman hizo una excepción: era cine, y además estaba Kim Basinger. Y hablando de bellas actrices, Shepard estuvo ligado afectivamente varios años con Jessica Lange, madre de sus hijos y compañera de pantalla en un puñado de películas (Frances, Cosechas de ira, Crímenes del corazón, La búsqueda).

    Tenía miedo a volar, literalmente. Y sin embargo, uno de sus mejores papeles en cine —que le valió una nominación al Oscar— fue en Elegidos para la gloria, de Philip Kaufman, sobre libro de Tom Wolfe a propósito del entrenamiento de los astronautas, donde Shepard encarnaba a un piloto que rompe la barrera del sonido.

    También hizo muchas porquerías, desde policiales hasta comedias, y no incluyo La caída del Halcón Negro, una buena película de Ridley Scott que mucha gente odia por razones políticas, no cinematográficas. Dejemos de lado el costado del Shepard hollywoodense, porque al final, el cine es como cualquier otro trabajo: hay asuntos que se hacen únicamente por dinero. Y rescatemos su gran película, que es Días de gloria, de Terrence Malick, un sensible director que en las últimas película se vio afectado por una espantosa alergia a sí mismo. La de Malick era una historia que hablaba de cosas que Shepard conocía bien: la granja, los trabajadores rurales, las estaciones en el campo, el amor, la desilusión, las compañías de teatro y circo ambulantes y una sensación lírica que se desprende de todo eso.

    Se consideraba ante todo un escritor. Y es verdad. Allí está lo mejor de su arte, en Luna Halcón y Crónicas de motel, que son textos poéticos, y en sus colecciones de relatos Cruzando el paraíso y El gran sueño del paraíso, todos editados por Anagrama.

    Crónicas de motel, un libro casero, con fotos, autorreferencial, como si fuese una película familiar en Super 8, encierra refinadísimos textos —en prosa, en verso— que alternan recuerdos de infancia en cielos abiertos o en un club de jazz donde Shepard atendió a la mismísima Nina Simone, hasta pinceladas sonoras como el canto de las alondras, el ladrido de los perros, el mugido de reses o una serpiente de cascabel atravesada por un tiro. Un libro fundacional de la mejor narrativa de los 80. El libro de un amigo americano.