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Un día un conocido vio pasar su auto. Enseguida avisó a la familia: “El Potoco pasó solo por Ellauri”. Potoco le decían al auto. No iba solo, su conductor apenas se veía desde la calle. Tan famoso era el vehículo como su dueño, un hombre ya viejito que todos los días hacía el mismo camino de su casa al legendario taller en la calle Tabaré, a pocos metros de la rambla en Punta Carretas. No se veía dentro de su amado transporte. Estaba achicado por el peso de los años, aunque las fotos lo muestran erguido, sonriente, pintún, vestido siempre de corbata, incluso bajo su mameluco de trabajo. Dato anecdótico pero imprescindible para definir el perfil de los últimos años del escultor José Luis Zorrilla de San Martín (1891-1975), un hombre que pasó su vida de pie frente a cuerpos monumentales. Los mismos que todavía permanecen en su taller, en silencio, suspendidos en una especie de limbo, todo en su lugar tal cual lo dejó su creador.
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“Ni una pluma hay que pasarle”, dijo un visitante ilustre ante la magia y el clima que se vive en esos espacios repletos de figuras como espectros amables, colosales, heroicos. Hay un caballo enorme que ocupa casi toda la habitación. Hay infinidad de bustos, rostros entre penumbras, piezas inconclusas, brazos y manos perfectas, colgadas y desparramadas por todo el lugar. Hay máscaras mortuorias, rostros reconocibles de artistas o políticos, amigos a los que el escultor robó el último gesto, la mirada final.
Está la máscara de Amado Nervo, de José Batlle y Ordóñez, de Margarita Xirgu, entre otras. La de Xirgu es imponente, con el relieve exacto de sus arrugas en la piel, con la marca del teatro en sus labios, con la suavidad del yeso que permite una caricia. Los vecinos saben que esa casona era el taller del escultor. Es el barrio de los Zorrilla, con el Museo al lado, la bellísima casona de su padre, el poeta Juan Zorrilla de San Martín. Saben que allí descansan los grandes torsos, bustos de personajes conocidos, figuras mitológicas, enormes rostros de Artigas desparramados por todos lados, copias a tamaño natural de sus monumentos y esculturas.
Pero pocos saben que todo permanece tal cual lo dejó el escultor, en el mismo aparente desorden creativo, en la misma actitud de espera. Debe ser el único o uno de los poquísimos escultores que hicieron “cuatro monumentos ecuestres”, comenta un familiar entre las sombras del atardecer, en el jardín lleno de plantas y recovecos con obras que sorprenden a la vuelta de un árbol frondoso o detrás de una planta.
El más conocido es El Gaucho instalado en 1927 en 18 de Julio, ante una multitud entusiasmada, como si celebrara un triunfo de la Celeste. Lo hizo gracias a un concurso que organizó la Asociación Rural. Lo más curioso es que lo construyó en París, donde se instaló por cuatro años con su familia. Salía más barato que hacerlo acá. Vivió una peripecia increíble cuando esa mole fue acostada en el río Sena y navegó hasta Bruselas para su proceso final. Un gaucho gigante por París, con caballo y todo.
Era otra época. Un país pujante, de peso fortísimo, de obras monumentales. Inauguraba el Palacio Salvo y estaba a punto de realizar el primer Mundial de Fútbol en el formidable Estadio Centenario. La nacionalidad a tope, la identidad de una nación joven y en pleno ejercicio de su vitalidad creadora. Los Zorrilla como motor simbólico de esa pujanza junto a innumerables artistas. Primero su padre Juan, el poeta. Luego el escultor, José Luis, figuras que parece haberlas tragado el bronce de una época donde el valor de la patria descansaba en sus símbolos, pero también en los hombros de todos los ciudadanos, espectadores y protagonistas de esos momentos históricos.
Sus familiares le dicen “El Escultor” o “El Tata”. Padre de cinco mujeres, entre ellas China y Gumita, actriz y vestuarista, respectivamente, ambas de intensa y reconocible actividad. No hay duda de que el arte siempre marcó la vida de los Zorrilla. En el taller todavía hay alguna obra de Inés, otra hija creativa. Un personaje especial que un Día del Patrimonio en el taller se puso a contar historias de su padre y a recitar como lo hacía el escultor. “Les voy a hablar de mi padre que es de lo que más me gusta hablar en la vida”. Una imagen cautivante, conmovedora, esencial. Ese día pasaron más de mil personas y se quedaron fascinadas por la seducción de esa viejita de 80 años, pelo blanco, figura esculpida entre esculturas.
El “Tata” también recitaba en francés e italiano. “Era un seductor”, comenta un familiar. Un hombre de mundo, conversador, fascinante. Fue amigo de muchos famosos y de personalidades fundamentales de la historia del siglo XX. Una foto lo muestra con Ursula Andress muy joven. Pero el amor de su vida fue Bimba Muñoz, una mujer bellísima y de personalidad muy especial. Al lado de la puerta de entrada hay un sencillo y luminoso busto de su esposa. Cuando llegaba, cada mañana, le hacía una caricia. Y empezaba el día. Con sus dos ayudantes, Médici y Pablo Castro. Dos fieles compañeros de charla, mate y trabajo. Castro era otro personaje. Solo tenía un diente. Un día le dijo a José Luis que se iba al dentista. A sacárselo, total, para qué iba a tener uno solo. Su rostro con boina descansa entre las obras.
Almorzaban en el taller, en un sótano que alberga un curioso biombo que le pintó a Bimba con imágenes de La isla del tesoro, y sus últimos trabajos, dos esculturas en barro a medio hacer. Una puerta de reja da paso a otro lugar sagrado: la bodeguita donde Castro pisaba las uvas y hacían vino. Quedan botellones y grandes barriles. El lugar es encantador. Allí comía el pescado que el escultor cambiaba a los pescadores por agua dulce. Allí pasaría horas interminables de conversa masculina, alejado un rato del bullicio femenino que lo rodeaba en su casa.
Alguien comenta que para un Día del Patrimonio se hizo un “Tata Tour”, una recorrida por las obras ubicadas en las calles de Montevideo. Se llenaron varios ómnibus. Una idea buenísima que impone una mirada diferente del entorno ciudadano. Saber por qué el Obelisco o el Gaucho o Aparicio Saravia están donde están o cómo y por qué se hicieron. En Buenos Aires hay dos obras importantísimas de Zorrilla: el Artigas de Avenida Libertador y Figueroa Alcorta y el Gral. Roca de la céntrica Diagonal Sur. En su momento, fueron construcciones significativas, emprendimientos de enorme repercusión, obras que involucraron complicados procesos de decisiones políticas, económicas y artísticas. Ya poquísimos uruguayos deben reconocerlas como propias. Una pena.
Un escultor de fama mundial, un prestigiosísimo artista que legó una obra emblemática a la sociedad, al que todos coinciden en describir como “amable, sencillo, adorable”. Un hombre al que es raro encontrar en su perfil humano, de carne y hueso. Su vida fue su obra. Sus monumentos, sus esculturas, el aporte impresionante a la vida pública montevideana. De tan acostumbrados que estamos ya no vinculamos esos portentos a su creador, un tipo excepcional, laburador, de conversación extremadamente interesante, de buen humor, de hábitos cotidianos, frescos, bien uruguayos.
Este domingo 24 se cumplen 40 años de la muerte de José Luis Zorrilla de San Martín. Un apellido tremendo, pomposo, de un peso enorme para un país que dejó congelados a sus grandes. Como al propio taller que permanece a imagen y semejanza del creador gracias a los esfuerzos de su familia. Debe ser un caso único en el mundo. Merece estar abierto todo el año, reconocido, visitado. Abierto a la sociedad y al mundo. Es un lugar histórico, original y de enorme valor patrimonial. Alguien tiene que hacerse cargo.