El sábado 1º, domingo 2 y lunes 3 de marzo se celebró el desfile típico del Carnaval de samba enredo de la frontera uruguaya con Brasil y, como cada año, uno de sus puntos altos fue Artigas. El lunes fue el día clave porque desfilaron todas las escuelas de samba grandes. Las otras dos noches lo hicieron las grandes y algunas chicas que no habían entrado en competencia. Esas noches hubo música estridente y machacona, toneladas de lentejuelas y kilos de plumas de pájaros diversos, que se lucieron por Lecueder, la avenida principal de la ciudad, que esperaba con ansias estos días de fiesta y mayor circulación de dinero y gente.
Las mejores entradas, en la primera línea de sillas, cuestan 300 pesos; entonces, si son cuatro en una familia, el costo es alto. Se suma a opinar otra mujer de la fila: “Y cada vez es más caro”. A lo que la mujer número uno retruca: “Eso que esta es la fiesta del pueblo. Porque el Carnaval es del pobre. En Rivera cobraban también un disparate”, repite un par de veces. “Es carísimo, es mala propaganda”, remata.
El Carnaval de samba enredo maneja unos códigos internos de organización: los trajes se llaman “fantasía”, la estructura de plumas que va detrás del personaje destacado es el “esplendor”. Los carros alegóricos no deben superar los cuatro metros y poco para no darse contra los cables del alumbrado público. Los mueven unos diez muchachos que los empujan, mientras los carros se sacuden con los saltos de quienes van encima.
En tanto se acerca la fecha, la ciudad acelera su actividad porque las personas que desfilarán ponen a punto los trajes, terminando de pegar piedras de colores, listones de lentejuelas, plumas y todo lo que pueda enriquecer la “fantasía” que lucirán. Se trabaja hasta bien entrada la madrugada y se duerme de día. Coser de apuro, pegar un bigote falso con silicona, pedir ayuda extra a vecinos. Vale todo con tal de llegar a tiempo.
Beto Jacques tiene 50 años y nació en Artigas, aunque vive en Montevideo. Viaja desde hace diez años para desfilar con la Escuela Emperadores, donde este año ocupó el lugar de destaque principal del segundo carro, recreando con estilo carnavalesco al físico Albert Einstein. El tema de este samba enredo fue la locura humana, la creatividad y la genialidad.
“Al principio lo hacía por la alegría de salir en Carnaval. Ahora se volvió una obligación, una responsabilidad compartida por un montón de gente. Mi madre pospuso una operación de mano para poder bordar las lentejuelas de la fantasía. Viene una vecina a coser en casa hasta las tres de la mañana”. Cada uno en su quehacer se “pone la camiseta”, desde la peluquera hasta la maquilladora, explica Jacques.
Las plumas más caras son las de faisán, también hay de avestruz africano, ñandú y pavo real. Cada pluma de faisán cuesta seis dólares en Buenos Aires. Una fantasía que lleva 200 plumas, cuesta entonces 1.200 dólares. La pedrería es de plástico, debido al peso, además del costo. Jacques admira al brasileño Carlinhos de la Portela, el destaque principal de la apertura de esa escuela, quien manda bordar su vestimenta con cristales en Suiza. En Artigas también hay brillo, aunque no tan costoso.
“Si hacemos un mejor Carnaval vendrá más gente”, resume Jacques. En esta temporada se mueve toda la ciudad: los herreros que hacen los armazones, las costureras con los trajes, el alquiler de mesas y la venta de chivitos, panchos y cerveza.
Un factor indeseado pero que puede ocurrir son los accidentes. En una oportunidad este carnavalero se subió a su “queso” —base redonda de apoyo— y vio que el bastón donde se iba a sostener estaba flojo porque le faltaba un tornillo. “El riesgo de hacerme pelota era alto. Pero felizmente el carro se rompió y no pude desfilar”.
Como es tradicional, el carro funciona a tracción a sangre, con un generador de energía para las luces y una persona adentro que marca la dirección. “Es todo puesta en escena, nada es seguro. Los muñecos son de papel: si caés encima, los atravesás”. Además, decorado todo parece diferente. “Una vez me invitaron a desfilar y cuando me subí me di cuenta de que estaba arriba de un tanque, no de un queso. Eso es el Carnaval: una ilusión. De afuera ves una cosa pero en la interna sabés lo que es. Nunca me divertí tanto, fue fabuloso. Cuando llegamos dije: me bajo solo y ya está, porque estaba a un metro y medio del piso. Pero me olvidé del pequeño detalle de que en Carnaval todo es mentira y en realidad no había piso. Di un paso y me fui para abajo del carro: voló casco y todo. Acá vamos a la guerra con un escarbadiente”, resumió.
Si se rompe un carro o una rueda se suelta, tienen que levantarlo a pulso —y con gente encima— para ponerlo otra vez en la dirección. “Es algo fuerte de ver, tanto para el público como para la escuela, porque se sabe que se pierden puntos. Pero tenés que seguir cantando la letra y transmitiendo felicidad. Si nos ponemos mal por lo que está pasando, la gente ve ese dolor o frustración”.
Aunque no es muy frecuente, en otros años la rivalidad entre escuelas hizo que algunas barras pequeñas se pelearan entre sí, que quisieran prender fuego un carro o que se hiciera algún ritual para que el contrincante tuviera mala suerte.
Washington supera los 70 años y atiende un bar-almacén-billar en la ciudad desde hace 54 años. “Si llego a cerrar mi negocio me muero. Ahora cierro temprano, pero siempre trabajé hasta las cuatro de la mañana”. Mientras el barista habla, entra un parroquiano, pide un par de cervezas y cuenta que su pareja venderá panchos durante el Carnaval. “Yo le hice los panes y ella va a venderlos bien baratos en la plaza. Y yo le voy a cobrar dos cervezas y una comida, nada más (risas)”. Al parroquiano no le gusta el Carnaval: se va esa misma noche a una zona donde carnearon una oveja. “Se armó tremendo lío. Me voy pa’ campaña a comer poroto, lenteja y ensopado. Ya nos cansamos del Carnaval”, cuenta.
Washington tampoco va al Carnaval y recuerda que vivió a 15 kilómetros de allí hasta los 18 años, en la zona de Pintadito, en un campito de su padre donde alambraba, esquilaba y tropeaba.
El día del desfile, el barrio donde hace 25 años nació la Escuela Rampla tiene una actividad efervescente: los talleres trabajan terminando de coser y pegar detalles. “Es una locura que nos apasiona. Vivimos el año entero para el Carnaval: no empezamos a trabajar un mes antes”, cuenta Carolina Lemos, que baila este año interpretando a una “negra maluca”. Ella es del barrio de la familia Suárez, fundadora de la escuela.
Néstor Suárez es el presidente actual, hijo de Lucía Moreira, apodada “Duda”. Otra de sus hijas, Gabriela Suárez, era muy chica cuando nació la escuela. “Tenía cuatro años cuando en el barrio escuchábamos los tambores del otro lado del río, en Brasil, porque ahí sí tenían scola de samba. Mi madre decidió juntar a las chiquilinas del barrio y salir con una batucada de pocos tambores, mis hermanos y mi padre. Al año siguiente hicimos un carro alegórico y desfilamos por el barrio”. Suárez considera que Rampla funciona y crece año a año por el núcleo familiar que la sostiene. Han ganado el certamen 14 años.
Una de las fantasías de Rampla de este carnaval costó 4.000 dólares. Este año, por la calle Lecueder desfilaron 900 personas, incluyendo la coordinación y el equipo técnico. Mientras charla, Gabriela Suárez saluda a una mujer que maneja una camioneta y explica: “Vinieron varios travestis de Montevideo a desfilar”.
Duda Moreira arrancó con 30 niños vestidos humildemente, 18 pesos para comprar una bandera en Quaraí y remeras pintadas con anilina. A dos tambores iniciales se sumó un redoblante y un pingo de agua. “Veinticinco años después la escuela está rica (sonríe). Conseguimos grandes amigos, mis hijos están en esto. Mucha gente decía: ‘Estos negros candomberos’. En el barrio hay gente drogada, o que roban, pero yo me siento orgullosa de mis hijos que no tienen tiempo de pensar en esas cosas”, reflexiona Moreira.
Dice que la familia Suárez sola no saca adelante a la escuela: se trabaja. “Algunos dicen que salimos campeones porque hay gente rica que ayuda. Sí: vienen con auto o camioneta y nos ayudan y nos llevan. Antes lo hacíamos con bicicleta o moto. Me decían que mis hijos no tenían roce y no podían estar al frente de una escuela. Y pudieron”, comenta.
Es sábado de madrugada y los altoparlantes saturan el volumen con publicidad de negocios agropecuarios y cada tanto vociferan: “¡El mejor carnaval samba del Uruguay!”. Las escuelas desfilan al ritmo intenso de la batería, algunas incluyen payasos, zancos, y las chicas que desfilan como “destaques”, “musa” o “rainha da bateria”, van con las piernas tornasoladas de purpurina. Dos muchachos de pie toman una cerveza tras otra mientras hacen gestos para que las jóvenes con plumas se acerquen y les puedan sacar una foto. En el pecho de la remera de uno de ellos se lee: “Quiero ser tu error at this night”. La noche explota en entusiasmo cuando está por desfilar Rampla: niños con remeras color rojo y verde, banderas, caras pintadas. “Eu nosso amor e festa”, exclaman antes de empezar a cantar.
Con niveles desparejos de inversión en atuendo o en actitud para desfilar, todas las escuelas, hasta las más modestas, como la de Pintadito (“Garra y corazón”) que volvió a desfilar este año, suman a la alegría general de las familias, las parejas y los jóvenes del público. Es que en estos días Artigas es fiesta. Y cada cual la vive como más le gusta.