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El guardia está sentado en la entrada, solo, desolado más bien. Es domingo y nadie circula por el viejo edificio reciclado de la ex cárcel Miguelete en la calle Arenal Grande. Es una pena. Los muros, el gran portón de metal y el edificio central que permite el acceso invita a un paseo diferente, desconcertante. Por un lado, la enorme estructura al fondo que permanece desahuciada, un edificio con alas que desembocan en un espacio central, punto de observación en panóptico que permite una visión completa de los celdarios, ubicados en largos pasillos.
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Desde la entrada, esta visión ya es impactante, sobre todo el ala izquierda, donde una gran explanada apenas mantenida, con el pasto crecido y las losas desajustadas, permite ver una imagen aterradora. Las ventanas de las celdas vacías, los barrotes herrumbrados, la humedad y el pequeño espacio donde no hace tanto tiempo convivían seres humanos. Uno siente cierto escalofrío de solo pensar que entre esos barrotes hubo manos, rostros, ropa colgada y voces que seguramente clamaban por un poco de atención.
El sol y el silencio del mediodía contrastan con la soledad y la historia. Sin embargo, alrededor hay otros signos, pocos pero determinantes. Un gran panel con dibujos amarillos, en líneas gruesas, con cabezas humanas que surgen de una materia común y observan con gestos duros, inhumanos casi, de caricatura. El dibujo se desplaza por varias paredes y continúa con dos o tres rostros de mujer, en negro y de corte realista, como un graffiti apurado. Las cabezas están coronadas con rayos amarillos, como una reina.
Un poco más allá, en otra pared, hay nieve, pingüinos, gente que transita en tonos de azul y celestes suaves. Parecen los sueños y las pesadillas de los otros, aquellos que estaban y dejaron algo en el silencio testigo, inocente. Hay otros datos interesantes: tres espejos desnudos, sin marcos, no muy grandes, colocados sobre una de las paredes descascaradas, casi al descuido. Como un radar, captan cualquier imagen que se instale frente a ellos. Solo eso, la captan y permiten que uno se vea inserto en un instante de ese largo territorio temporal que comenzó en el siglo XIX y transitó más de cien años cargado de angustias, hechos terribles, historias irrepetibles.
El impacto permanece en el pabellón principal, reciclado, impecable. Allí se ofrece la última muestra de artistas contemporáneos, jóvenes o relativamente. El arte invade. Al fondo, a través de un ventanal enorme se ve el centro del edificio y sus largos pabellones herrumbrados que parecen recién deshabitados. Escalofriante. Hay que meterse en las celdas y pasar por otras experiencias para entender que el arte aquí es casi inevitablemente agobiante, aunque no por eso menos disfrutable. En un espacio hay obras del argentino Hugo Aveta (Córdoba, 1965). Hay fotos notables de edificios deshabitados, bibliotecas, hospitales, estadios, lugares donde hubo cuerpos depositados, en tránsito, en proceso de supuesta salvación física, moral. Son fotos de gran tamaño, en tonos marrones y ocres, vacías, sombrías, oscuras. Más allá hay un montón de muñecas blancas, infantiles, con el corazón destrozado, colocado en frascos de Mara Riviello López (Buenos Aires, 1975). En el pasillo se levanta una estructura de metal como un nido atravesado por barras duras de hierro con herrumbre de Gustavo Genta (Montevideo 1971).
Y así sigue una muestra que trabaja sobre las identidades, pero desde el vacío y el eco mecánico de gestos o imágenes. Del otro lado del ventanal, una instalación con una pelota de básquet vieja, rebotando como un gesto mecánico que reproduce la ausencia de quien la impulsaba. En el piso de abajo una serie de trabajos de artistas chilenos, uruguayos y brasileños que investigan con instalaciones y nuevas tecnologías, pero siempre en relación al ser humano, o mejor, a la ausencia.
El más impactante es el trabajo de Diego Masi (Montevideo, 1965): mamelucos blancos de tela sintética colgados, vacíos, con máscaras de gas en el lugar del rostro y un mecanismo que los infla y desinfla cada pocos segundos. No hay vida, pero hay algo que permanece en el gesto repetitivo, vacío, donde el aire ocupa el lugar del cuerpo. Hay cámaras de video que trabajan con el rostro del visitante, hay experiencias con sonidos, con imágenes, con gente que se expresa en distintos idiomas y habla de sus ausencias o presencias, de sus desarraigos, del lugar que ocupan ahora en el mundo. Hay un sentido en esta décima muestra del Espacio de Arte Contemporáneo (EAC) que parece encontrar el punto justo de la experiencia del lugar y el último suspiro de la modernidad. Interesante, movilizador y muy recomendable paseo.
Espacio de Arte Contemporáneo (EAC). Arenal Grande 1930 casi Miguelete. De miércoles a sábados de 15 a 21 hs. Domingos de 11 a 17 hs. Visitas guiadas. Hasta el 12 de mayo.