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La diva se acerca a la escalera del avión con su cabellera plateada y los lentes negros, una imagen que ya es clásica, universal. Saluda a una multitud enfervorizada que la quiere y la idolatra. Sobresale su sonrisa tierna, sensual, transparente, desvalida, una sonrisa que ni en los mejores momentos de alegría y felicidad podía ocultar una incurable melancolía. Estamos en Londres en 1956. Marilyn Monroe es una de las mayores figuras cinematográficas del firmamento, una celebridad que provoca tumultos y pasiones, una estrella pop. Ha llegado para filmar “El príncipe y la corista” bajo las órdenes de Laurence Olivier, nada menos.
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Pero el rodaje no será fácil. Las inseguridades de Marilyn chocarán contra el consagrado temple interpretativo —y en particular contra la celeridad pragmática como director— de Olivier, quien no está para esperar el momento de iluminación de la actriz, que nunca se sabe cuándo cobrará forma, y tampoco para soportar sus llantos. Para colmo de males, la diva tiene el apoyo logístico, constante, de la inseparable Paula Strasberg, esposa de Lee y representante del método de su marido. El trabajo se vuelve lento, complicado. Marilyn llega tarde al set, olvida sus parlamentos, es fácil presa de la confusión y echa mano a las pastillas para combatir el fuego eterno de la angustia; Olivier grita, insulta y se desespera, pero no tiene más remedio que ser paciente ante los quebrados y desesperados tiempos de la actriz.
Entre los técnicos y operadores, allá al fondo, bien lejos de las luces estelares, asoman los ojos asombrados y de adoración de un joven llamado Colin Clark, que es el tercer asistente de dirección de Sir Laurence y que será, en definitiva, la bisagra entre la diva y el resto del mundo. Es más: el agraciado muchacho llegará a tener, para envidia del resto de los hombres de todo el planeta, un sonado romance con la actriz.
Dejando de lado los necesarios resortes dramáticos que deben seguir un patrón proporcional para ajustarse a una historia y ciertas libertades creativas a la hora de escribir el guión, todo lo que sucede en Mi semana con Marilyn realmente ocurrió. El guionista Adrian Hodges se basa en los libros autobiográficos del propio Clark (“My week with Marilyn” y “The Prince, the Show Girl and Me”) para retratar por un lado las penurias —e incluso el infierno— de una estrella cinematográfica que nunca creyó en las posibilidades de sí misma, y por otro el idílico romance entre esa misma estrella y un ignoto y cándido veinteañero.
Lo que interesa al director británico Simon Curtis, casado con la actriz Elizabeth McGovern y cuyos antecedentes hasta el momento hay que buscarlos en la TV, son los vaivenes emocionales de una figura tan cargada como la de Marilyn Monroe, que incluye la sensualidad a flor de piel, el triunfo en el mundo del cine gracias al don natural del encantamiento y la distancia funesta que todo esto genera con los seres terrenales de carne y hueso.
Vista hoy en día, “El príncipe y la corista” es una comedia anodina con un par de apuntes inteligentes y muy poca cosa más, a excepción de la “química” entre la bella y frágil actriz y el experiente y talentoso actor. En honor a la verdad, a Marilyn le faltaba pasta para ser una versada intérprete y a Olivier otro tanto para ser un buen comediante.
Por supuesto, Michelle Williams está lejos de tener el encanto y la magia de Monroe. Ya se sabe: a los mitos, solo otros mitos pueden acercársele. Pero Williams es mejor actriz que Monroe y está muy bien interpretando a ese gigantesco y enigmático espacio de femineidad tan difícil de llenar. Camina como ella, baila como ella, sonríe como ella, llora como ella y, lo más difícil —porque la Williams está lejos de la belleza de Marilyn—, interpreta su sensualidad con acierto.
Otro tanto hace Kenneth Branagh, quien se toma con más humor que Olivier al personaje del propio Olivier, imitando su acento alemán, sus miradas penetrantes y shakespearianas inmediatamente asaltadas por ataques de rabia propios de un divo que también conoce la inestabilidad y la inseguridad.
Quien sigue siendo una figura poco simpática es Arthur Miller. La caracterización de Dougray Scott es la de un individuo distante, frío, egoísta, casi impenetrable, incapaz de generar calidez ni siquiera cuando intenta ser cálido y elogioso con Marilyn. No hay caso: Miller debe haber sido un tipo feo por dentro.
El resto del elenco rinde correctamente, desde las breves apariciones de Julia Ormond como Vivien Leigh y Judi Dench como Sybil Thorndike, hasta el siempre certero Toby Jones.
Y un párrafo aparte para Eddie Redmayne en la piel del muchacho que tocó el cielo con sus manos y lo besó durante una semana, un par de ojos cómplices con el espectador y un privilegiado testigo que estuvo allí para registrar los entretelones de un rodaje complicado, el costado amargo de las estrellas y sobre todo el corazón endeble, dulce y también tortuoso de la mujer a la que todos los hombres quisieron amar.
“Mi semana con Marilyn” (“My week with Marilyn”). EEUU-Gran Bretaña, 2011. Dirección: Simon Curtis. Guión: Adrian Hodges, sobre libros de Colin Clark. Duración: 99 minutos.