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    En “Charrúas. ¿Genocidio o integración?”, Diego Bracco discute conceptos generalmente aceptados sobre el pasado indígena

    La portada del libro oficia de resumen de su contenido. Allí aparecen dos litografías de 1834 del pintor francés Jean-Baptiste Debret con nombres significativos: Jefe charrúa y Charrúas civilizados. El jefe tiene aspecto feroz con su lanza en alto, el civilizado se parece más a un gaucho que a un indígena. “Un charrúa vestido con poncho de las Misiones no le interesaba a ningún pintor”, dice Diego Bracco, para quien esa portada muestra los dos caminos por el que transitaron los indígenas: el de la guerra y el de la integración. Profesor de Historia egresado del IPA y doctor en Historia por la Universidad de Sevilla, Bracco viene estudiando desde hace décadas el pasado indígena en el Río de la Plata y ha publicado numerosos libros, algunos en colaboración con el antropólogo José López Mazz. Ahora vive en Tacuarembó, enseña en el Centro Universitario Regional Noreste (Cenur) y continúa indagando en documentos y archivos en busca de huellas, de datos, de detalles. “Las fuentes documentales contienen exageraciones, falsedades, medias verdades y, sobre todo, reflejan intereses, prejuicios, ceguera y conveniencia de quienes las produjeron. Además, son leídas desde un presente que, por supuesto, no está libre de los sesgos antes señalados. No obstante, parecen el camino más completo posible para asomarse al pasado”, escribió en su último libro de título provocador: Charrúas. ¿Genocidio o integración? (Banda Oriental, 2023). Sobre los “mitos identitarios”, el supuesto genocidio al pueblo charrúa, su violenta expulsión de la zona entre los ríos Paraná y Uruguay y su reducción en 1750 en el pueblo de Cayastá, gira este trabajo que aporta una visión del pasado y reflexiona en cómo se lee desde el presente.

    —¿Cómo empezó tu interés por el pasado indígena?

    —Cuando tenía 20 años, tuve en el IPA un profesor fascinante, Rogelio Brito, y en él está el origen de mi interés. En aquella época me fui un tiempo a Paraguay y estuve en contacto con grupos indígenas, y parte de mi cercanía con estos temas es a partir de esa fascinación inicial. Cuando murió Brito, su esposa estaba muy enojada con las instituciones que lo habían marginado y me dio un montón de anotaciones que me fueron sumamente útiles y me ayudaron para lo que he visto en el Archivo de Indias y en otros archivos sobre el pasado indígena.

    —¿Qué se puede encontrar en los documentos que no esté en la historia hasta ahora contada? ¿Qué preguntas le hacés a la documentación?

    —Con la documentación se terminan encontrando detalles. Te respondo con un caso. Eduardo Acosta y Lara había publicado las declaraciones de una mujer que había sido cautiva de los indígenas, llamada Francisca Elena Correa. Esas declaraciones estaban en un expediente donde se buscaba establecer la culpabilidad o no de dos jóvenes indígenas por el rapto de otra cautiva llamada María Isabel. En noviembre de 1800, atacados los indios que las tenían, Francisca Elena se escapó con su hija pequeña. Según se lee en el expediente, le hicieron muchas preguntas, aunque no sobre lo que hoy quisiéramos saber, por ejemplo, cómo sabía que los muertos que había en la toldería eran cristianos y no indios. Y ella respondió que lo sabía porque los cristianos enterraban a los muertos de manera muy diferente. Los arqueólogos matarían porque esa declaración tuviera dos o tres párrafos más que hablara de los detalles. Algunos datos sobre Francisca Elena salen en esos documentos, como que gozaba de cierta libertad, pero no se sabe qué fue de su hijita de siete años, ni siquiera se sabe su nombre ni cómo vivía en la toldería. Luego hay un fenómeno atractivo a partir de la documentación: a medida que un personaje adquiere cierta visibilidad, hay más posibilidades de volver a encontrarlo. Una arqueóloga encontró el nombre de Francisca Elena en un documento de regularización de tierras y enseguida me llamó. Cuando estaba contando esto en una clase, una estudiante interesada en genealogía me dijo que había tenido otros hijos. Así descubrí más del perfil de esta mujer que se fue a vivir al medio de la nada, después de haber sido cautiva, cerca de donde ahora es Tacuarembó. Aún no había sucedido Salsipuedes y vivió allí las guerras civiles del ciclo artiguista. Debía ser un lugar violento; sin embargo, ella se quedó. También aparece en registros de bautismo. Los documentos te terminan dando piezas del rompecabezas.

    —Otra pieza de ese rompecabezas son los relatos literarios como La cueva del tigre de Acevedo Díaz. ¿Por qué te interesó incluirlo?

    —Es un relato magnífico. Era un país muy joven, y un gran narrador como Acevedo Díaz estaba recreando un mundo mitológico. Por un lado, los indígenas hablan un idioma gutural incomprensible y, por otro, gritan la famosa frase: “Mirá, Frutos, tus soldados matando amigos”. No se sabe si el idioma es gutural o español. Acevedo Díaz es fundamental. Sería maravilloso que una versión más rica en matices estuviera en manos de otros grandes autores.

    —Otra de tus afirmaciones es que quedan más registros de los momentos violentos que de los pacíficos.

    —Los períodos de paz están poco descriptos. De la década de 1780 hay muy poco documentado, probablemente fue una década pacífica. Pero no podemos pensar que los charrúas actuaron uniformemente durante cientos de años. Hubo desavenencias y guerras civiles y seres humanos luchando por sobrevivir en momentos adversos.

    —Uno de los libros citados en tu trabajo es La guerra de los charrúas de Acosta y Lara. ¿Cuál fue su importancia?

    —Hay muchos observadores, algunos mejores que otros, pero que estudiaran historia indígena hay dos fundamentales. Uno fue un jesuita que se llamaba Sallaberry, que en la década de 1920 hizo una buena obra con Los charrúas y Santa Fe, aunque muy llena de etnocentrismo, de la visión de aquellos para los cuales la superioridad de la cultura occidental es evidente. Acosta y Lara estaba en una perspectiva intelectual distinta porque dejaba hablar mucho más que Sallaberry a la documentación. Incluso siendo discutibles, algunas de sus opiniones están dadas con honestidad y apoyadas cien por ciento en la documentación. Su obra es el gran precedente. Él señalaba lo que había que investigar aquí y allá, pero han pasado 70 años y no se ha hecho. Se ha hablado más de la temática charrúa de lo que se ha investigado. Una muy buena noticia es que pronto La guerra de los charrúas saldrá publicada en Clásicos Uruguayos.

    —En tu libro el concepto de genocidio aplicado al pueblo charrúa está en cuestión. ¿Por qué?

    —Si uno quiere entender los hechos, debe usar las palabras con corrección. Hubo atrocidades en la historia, como el tráfico de esclavos, que no fueron genocidio. Si las veces en las que hay un episodio violento usamos la palabra genocidio, entonces lo tenemos que usar para todo. En un genocidio hay una voluntad de destrucción biológica de un pueblo, y eso no ocurrió en el caso de los charrúas. Hay un personaje que en la sociedad fue odiado y amado: Fructuoso Rivera. No me quiero meter con él ni analizar cuán bueno o malo fue porque me iría hacia la sociedad colonial y no soy experto en ese período. Sí aclaro que Rivera y Manuel Oribe no debieran continuar siendo considerados héroes nacionales.

    —El otro concepto que manejás es el de “etnocidio”. ¿La sociedad colonial fue etnocida?

    —Lo fue, el catolicismo fue etnocida. Hubo una voluntad de terminar con cualquier cultura que no fuera católica. Hay un jesuita joven que en 1691 llegó a Buenos Aires y se fue a Yapeyú. En el camino intentó comprar una niña yaro, que probablemente fuera charrúa, porque yaro significaba en guaraní “infiel”. Cuando creyó que la compra estaba asegurada, la madre no quiso entregar a la niña y él entonces pensó que estaba dominada por el demonio, por un espíritu infernal. Este jesuita seguramente tenía la más absoluta certeza de que le estaba dando a la niña la posibilidad de la fe y de la vida eterna, con una ceguera tal que piensa que es el demonio quien lo impide. Obvio que el etnocidio es parte de todo esto. En la mayoría de los casos fue algo sistemático, las mujeres y los niños charrúas fueron llevados a la fuerza en 1702 a Misiones para que no se comunicaran con sus pueblos y no hablaran su lengua, por lo tanto, perdieron su tradición.

    —Los charrúas eran ágrafos, pero algunos aprendieron español. ¿Quedó algo registrado por ellos en la documentación?

    —Tuvieron escritura con la llegada de los europeos. En la reducción de Cayastá en 1750 había medio centenar de niños yendo a la escuela. Eso les debe de haber ayudado cuando el pueblo empezó a desmontarse para insertarse en la sociedad colonial. Ahora, de ahí a que vayamos a encontrar algo que tenga el sentir charrúa es muy improbable. Los franciscanos de esa década escribieron catecismo en charrúa, y hay que encontrarlo. El lenguaje tiene unos matices que en manos de un lingüista termina dando claves fantásticas.

    —¿Por qué es importante conocer el territorio en el que estuvieron los charrúas?

    —El espacio es un insumo para arqueólogos que trabajan la historia indígena a partir de la llegada de los europeos. En el mundo académico, hace décadas lo vienen observando en la entidad arqueológica Goya-Malabrigo. El predominio de los charrúas entre los ríos Paraná y Uruguay se interrumpió violentamente en 1750 y el grueso de los que sobrevivieron pasaron a actuar en la estancia de Yapeyú. Ahí es donde los registra el grueso de la documentación. En Santa Fe se formó un pueblo charrúa con los que cayeron prisioneros en 1750, que tuvo vida hasta 1814. De ese pueblo se obtuvieron un montón de datos que están siendo muy analizados por lingüistas porque hay cientos de nombres (antropónimos) en charrúa cuyo significado no se conoce.

    —En tu trabajo hay una lista de nombres de los registros de la reducción de Cayastá que están en español, pero eran indígenas.

    —Hay padrones de franciscanos que sabían la lengua charrúa. Entonces esos padrones, que no se conocían hasta hace muy poco, aportan un montón de elementos. Los franciscanos los anotaron siguiendo su lógica. Todo o casi todo lo que sabemos de los indígenas lo obtenemos de los mitos fundacionales y desde el punto de vista de las avanzadas españolas.

    —En la presentación, José López Mazz dijo que este es un “libro mecha” por sus planteos. ¿Estás de acuerdo? ¿Tuviste algún comentario?

    —De momento recibí todas palabras muy amables. Es posible que haya algunos grupos enamorados de tales o cuales ideas que discrepen, pero eso es parte del mundo. Tengo una baja propensión a polemizar, excepto con quienes, como yo, estén dispuestos a cambiar de opinión. Vale la pena discutir en broma o en serio, con ironía o no, siempre que el otro esté dispuesto a poner en duda su punto de vista. Por el contrario, lo que tengo que expresar está en el libro. Es lo que tengo para decir sobre los charrúas después de mucho tiempo de investigar sobre el tema en forma documentada. Un libro que no diga nada nuevo no tiene razón de ser publicado.

    Vida Cultural
    2023-10-18T21:51:00