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Ansa (Alma Pöysti), una de los protagonistas de Hojas de otoño (Kuolleet lehdet, 2023), de Aki Kaurismäki, trabaja en un supermercado donde se encarga de revisar la fecha de caducidad de los productos en venta y descartar los vencidos. Al salir del trabajo se dirige a su diminuta casa, se calienta algo en el microondas para cenar y escucha informes por la radio sobre la invasión a Ucrania.
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Holappa (Jussi Vatanen), el otro protagonista, trabaja en algún tipo de industria de reciclaje, o vaya a saber qué, vestido con un traje que parece de buzo de principios del siglo pasado, limpiando unos zocotrocos metálicos con una manguera de agua a presión. Cada tanto se manda un trago de alguna de las botellas que tiene escondidas en varios lugares. Al terminar su turno se va a su cama en el contenedor reciclado, propiedad de la empresa, que comparte con tres colegas más.
Decirles perdedores es absolutamente incorrecto, porque nunca perdieron nada ni compitieron en nada. Son trabajadores no especializados, proletarios, que se ganan la vida en lo que encuentran. Trabajan para sobrevivir, en los barrios más desangelados de Helsinki, sin tener alternativas ni expectativas. Son productos del capitalismo, el rango más bajo del escalafón, los que solo tienen como recurso de supervivencia su capacidad de trabajar duro y su resistencia dentro de una vida mínima.
Eventualmente Ansa y Holappa se cruzan en un local de karaoke peculiarmente triste, pero no se dirigen la palabra. Ansa es despedida de su puesto por llevarse un producto vencido (un guardia de seguridad la delata y sus compañeras renuncian en solidaridad), consigue trabajo en un bar, lo pierde cuando el dueño va preso por vender drogas y, mientras contempla cómo lo arrestan, se encuentra con Holappa, que pensaba tomarse unas cuantas en ese bar. En cambio la invita a tomar café, luego al cine, y quedan en volver a verse. Ansa le da a Holappa su número anotado en un papelito, y este lo pierde. Deambula buscándola sin suerte, lo echan del trabajo por alcohólico, consigue otro, sigue deambulando y una noche se cruzan. Va a cenar a casa de Ansa, tienen un desencuentro sobre su alcoholismo y se va. Pasan las semanas, siguen con sus vidas, saltando de un trabajo a otro, Ansa adopta un perrito, Holappa decide dejar de tomar y la llama, quedan en volver a verse, pasan otras cosas y al final, como debe ser, logran reunirse. No es que esto sea un spoiler, toda la película se basa en eso, las complicaciones de una pareja destinada a estar juntos pero con dificultades para concretarlo. Un “chico encuentra chica” clásico, de manual se diría. Eso, si no fuera por el ambiente.
En la ciudad de las almas muertas
Ansa sonríe un total de tres veces en toda la película, la primera y la más esplendorosa es cuando adopta a su perrito. Y esas tres sonrisas le alcanzan y sobran para ser el personaje más alegre y dicharachero de todos los que se ven, principales, secundarios o figurantes.
Hojas de otoño transcurre en un mundo (o al menos una ciudad) de gente de miradas vacías y rostros mustios, inexpresivos, como movidos por la inercia o el hábito. Proletarios todos, aplastados bajo el peso inevitable del trabajo y la rutina. Sus días son previsibles, hasta sus diversiones son desganadas y sin alma. El karaoke donde se ven por primera vez Ansa y Hoppala es mortecino, poco agitado, con decoración y ambientación tristona. Los que cantan interpretan curiosas elecciones, un rockabilly añejo, canciones finlandesas de principios del siglo pasado, hasta Serenade de Schubert. Lo más cercano a la actualidad que se escucha en el karaoke es un synthpop ochentero titulado Syntynyt suruun ja puettu pettymyksin, con una letra tan amarga que parece paródica. Y no es solo en el karaoke, toda la banda de sonido de la película tiene el mismo tono retro y melancólico: hasta se escucha Arrabal amargo interpretado por Gardel.
La música no es casual, sino que es el acompañamiento perfecto para el mundo casi fantástico en que viven los protagonistas. La película transcurre en la actualidad, como nos enteramos gracias a las noticias de Ucrania, pero esas mismas noticias los protagonistas las escuchan en viejos aparatos de radio a transistores. No se ve un solo televisor en todo el film, y la única computadora que aparece la alquila Ansa en un cibercafé a un precio abusivo (la usa, claro, para buscar trabajo). Los celulares solo se usan para hacer y recibir llamadas. Cuando Hoppala invita al cine a Ansa la lleva a una sala de arte y ensayo donde ven una de zombis, The Dead Don’t Die (2019) de Jim Jarmusch, aunque el exterior y lo que se ve del lobby están tapizados de afiches de películas de Bresson y Godard. Jarmusch, de paso, es muy amigo y compinche de Kaurismäki.
Tampoco la elección de esa precisa película (que a los protagonistas les encanta, aunque siempre en su estilo atonal y mustio) es casual, porque Hojas de otoño bien podría ser una rebuscada película de zombis, en un mundo donde la plaga ya pasó, solo quedan los mismos zombis recreando sus costumbres previas y tratando de revivir sus sentimientos y emociones. Mientras Ansa y Hoppala trabajosamente se enamoran y tratan de insertar un poco de alegría y esperanza en sus vidas, los que los rodean continúan con sus miradas huecas, sus almas muertas, su rutina vacía de toda emoción. Perfectamente podrían ser los semiesclavizados trabajadores de Metropolis (Fritz Lang, 1927), que con el tiempo consiguieron dos o tres derechos laborales, pero nunca recuperaron su placer vital.
Hasta los recursos narrativos usados son vetustos, añejos. Nada escapa al ambiente general de atemporalidad. Por ejemplo en un momento un personaje sale apurado de su casa a la noche. La cámara enfoca el frente del edificio y la puerta iluminada. Lo vemos salir de cuadro por la izquierda, pero la cámara sigue inmóvil durante toda la escena. Se escucha el chirrido de frenos de un tren o un tranvía. Oímos el grito de una mujer. Lo atropellaron. Ese recurso quedaría perfecto en una película de los años 30, y para los años 40 ya sería anticuado.
Justamente, esa melancolía añeja, sumada a la ambientación imposible en un mundo fuera del tiempo, es lo que le da a Hojas de otoño su encanto y su valor. Todo es tan triste y tan poco intenso, cada detalle es tan poco coherente que apenas se la comienza a ver se entra en un estado de irrealidad, de fábula. Eso es la película, una historia mil veces contada, sin mayores rebusques ni pretensiones, pero vuelta una fantasía de bajísima intensidad donde el amor triunfa y sobrevive como una florcita mínima en una rajadura del cemento de un playón de carga abandonado.
El hermano menor
Aki Kaurismäki es un viejo conocido del público cinéfilo local, sobre todo de los concurrentes a Cinemateca. De hecho, todas sus primeras películas se estrenaron en las diversas salas de la institución, casi siempre en festivales, hasta que bien entrado el siglo XXI comenzaron a tener pantalla en el circuito pocitense que atiende a público con apetitos menos comerciales. Puede suponerse sin mucho riesgo que se trata del mismo público de Cinemateca que fue envejeciendo y prefería (antes de la mudanza a la nueva sede, obvio) asientos más cómodos, mejor aire acondicionado y baños menos cuestionables.
Si bien los inicios de la carrera de Kaurismäki fueron acompañando a su hermano mayor Mika (otro viejo conocido cinematequero), con quien llegó a filmar una película a cuatro manos, ambos siguieron sus carreras por separado. Mika se fue a vivir a Brasil en los años 90, Aki se mantuvo fiel a su Finlandia natal y tuvo una carrera más compacta y exitosa. Lo de Mika es más errático, llegando a dirigir alguna cosa como Divorcio a la finlandesa (Haarautuvan rakkauden talo, 2009), que ya desde el título deja claro que en su historia no quedarían fuera de lugar Porcel, Olmedo o ambos.
Lo de Aki es más sólido y menos prolífico. Tiene, claro, películas más logradas que otras, pero lo suyo siempre fue la sobriedad, los recursos acotados y la mirada humana. Con veintipocas películas no puede decirse que sea un acaparador de premios, pero sí un habitué de festivales de alta gama, y ha ganado varias estatuitas de oro y plata. Y se nota una maduración clara en su estilo. Hay directores que brillan en sus primeras cinco o 10 películas para después volverse previsibles, rutinarios. Aki Kaurismäki, en cambio, mejoró con los años y algunos de sus últimos films, como El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002) o El puerto (Le Havre, 2011), son verdaderas obras de arte. O se les podría decir obritas sin ser peyorativo, porque la grandilocuencia y el oropel no son lo suyo.
En Hojas de otoño hay un momento, cuando Hoppala visita a Ansa, en que ambos se sientan en extremos opuestos de un sillón. Cualquier cineasta con menos personalidad se apuraría a hacer “la gran Kubrick” con un encuadre simétrico. Kaurismäki, jamás. El sofá está centrado en la toma, pero el cuadro de la pared de atrás está corrido, fuera de eje. Por la izquierda asoma una lámpara. Nada de preciosismos.
A fines de los años 80 filmó su llamada “trilogía proletaria”, compuesta por Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan Tyttö, 1990). Ahora muchos críticos sugieren que con Hojas de otoño retomó esa línea y debería empezar a hablarse de una tetralogía. Una mirada bastante miope, tomando en cuenta que su trilogía de la década de los 80 es claramente dramática y presenta la huida como única salvación ante el agobio de la vida en el subsuelo capitalista, sin concesión al romance. El relato de Ansa y Hoppala, en cambio, es lo opuesto a sus predecesoras: una historia sencilla, encantadora y sin desvíos de dos que logran vivir una (poco) luminosa y monocorde relación de amor, en un entorno donde parecería imposible que pase.